La mano y el corazón
Casa de citas/ 649
La mano y el corazón
Héctor Cortés Mandujano
Dicen, niña, que desciendes del Príncipe del Aire
La Sra. Hibbins a Perla,
en La letra escarlata,
de Nathaniel Hawthorne
Cuando muy joven compré e intenté leer por primera vez La letra escarlata. Nada sabía de la novela ni de su autor. Perdí el libro, del que había leído unas páginas, y pasó tiempo. Es difícil no saber la trama de los libros clásicos y, en este caso, vi incluso la versión cinematográfica.
Hace algunos años una amiga me llamó para decirme que una señora en Ocozocoautla estaba vendiendo los libros que constituyeron la biblioteca de su marido muerto hacía poco. Le dio mi número y la señora me habló. Fui y compré una cuarenta de ejemplares, dentro de los que estaba La letra escarlata (Salvat Editores-Alianza Editorial, 1972), de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), con traducción de Pilar y José Donoso.
Esta edición tiene una biografía del autor donde señala que trabajó como “Inspector de Aduanas en Salem de 1846 a 1849”. Publicó La letra escarlata en 1850. Antes de la novela hay un texto autobiográfico llamado “La aduana” donde Hawthorne cuenta su experiencia laboral. Él nació en Salem y su tatarabuelo fue uno de los magistrados que decidió la suerte de las famosas “brujas” de su pueblo.
Cuenta de los viejos que le ayudaban en su labor, a los que ve como niños (p. 22): “Exteriormente, la jocosidad de los viejos tiene mucho en común con la alegría de los niños. […] Verdadero resplandor solar en los niños, en los viejos se asemeja al brillo fosforescente de la madera que comienza a podrirse”.
Habla en especial de dos de ellos, uno (p. 23) “fue marido de tres esposas, todas muertas hacía tiempo; padre de veinte hijos, la mayoría de los cuales, en distintos períodos de la niñez o la edad madura, se habían convertido también en polvo”; sobre él dice (p. 24): “Llegué a la conclusión de que no tenía alma, ni corazón, ni inteligencia; nada, sólo instinto”; el otro viejo había tenido una juventud violenta (p. 27): “Según supe, mató hombres con su propia mano. Estos cayeron como hojas de hierba abatidas por la hoz ante el combate que su espíritu conducía con triunfante energía; pero, sea como sea, nunca albergó en su corazón la crueldad necesaria para abatir a una mariposa”.
Un día, Hawthorne busca otra cosa y se halla un paquete (p. 35): “El andrajo de paño rojo –el tiempo, el uso y la sacrílega polilla lo habían reducido a la condición de andrajo–, al ser examinado atentamente, iba revelando la forma de una letra. Era una A mayúscula”.
El hallazgo estaba entre las cosas de un inspector muerto años atrás, Jonathan Pue. Alguien metió todo lo referente a él en un mismo paquete, pero era evidente que ese documento, del que Hawthorne desprendió La letra escarlata, no sólo no era oficial, sino era personalísimo. Dice Nathaniel (p. 36): “Debe tenerse en cuenta que la mayor parte de los hechos más importantes están autorizados y certificados por los documentos del inspector Pue”.
Leí la novela hasta que llegué a la última página y descubrí que faltaban varias, que allí no encontraría el final. Por fortuna me hallé, en Google, con el pdf (la obra ya es patrimonio público) y concluí la lectura.
Hester Prynne es condenada a llevar en el pecho una letra A mayúscula; por adúltera se supone, ya que ha tenido una hija sin casarse. Ella se niega a revelar el nombre del padre de Perla, su recién nacida. En lugar de salir de ese pueblo que la señala, decide quedarse allí. Llega un médico, Roger Chillingworth, quien fue su marido. Ella lo dejó. Él se queda para encontrar al hombre que embarazó a su exmujer.
Pasan siete años y Roger se dedica a atender al ministro religioso Arthur Dimmensdale. Los tres llegan a conocer el secreto, que es revelado al final por Arthur frente al pueblo.
Los tres viven en el pueblo sin hablarse, hasta que ella halla a Roger en el bosque, donde él busca hierbas para curar a Arthur. Hablan y Hester se da cuenta de que lo odia. Dice el narrador (p. 140): “¡Tiemblen los hombres que conquistan la mano de una mujer, si con ella no conquistan el calor de su corazón!”.
Arthur y Hester también se encuentran en el bosque. Conversan. Él tiene muchos conflictos, mucha culpa, y ella le aconseja (p. 156): “¡Predica! ¡Escribe! ¡Haz algo! ¡Haz lo que sea, excepto dejarte morir!”.
***
Invitado por su hija, fui a casa de un hombre que había muerto no mucho antes de mi visita. Vivía solo. Sus hijos limpiaron parte del polvo acumulado y el monte que había crecido desordenado en el patio.
El hombre había dejado su casa llena de rastros de su actividad. A ello se había dedicado, full time, desde varios años antes de morir.
Hacer cosas pareciera que, en su caso como en el de muchos, tenía que ver con el reconocimiento social por su obra. Y me quedé pensando en eso.
La vida, creo, debiera pensarse como la oportunidad que tenemos para hacer lo que queramos, dentro de los límites que pone a nuestra libertad nuestra propia pobreza de conciencia, la familia, el Estado y lo que llamamos “sociedad”.
Eso que hagamos debe importarnos básicamente a nosotros. Lo que opinen los demás deberá ser sólo música dulce o áspera para nuestros oídos, pero siempre estará afuera. La música que debe guiarnos la debe hacer el flautista que llevamos dentro y nos conduce a la montaña o al abismo de nosotros mismos.
Nuestro coleto más íntimo debería vivir o sobrevivir en concordancia con nuestro ser social. Somos el uno y el otro, somos el yo y el ustedes. Creamos desde la individualidad y, sin embargo, dentro de ello nos abraza lo otro, lo distinto.
Yo es otro, como decía Rimbaud.
Si no entendemos esto, no sólo nos sentiremos solos, sino lo estaremos por completo.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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