El golpe

Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Cortesía: SCJN

La agudización de las contradicciones entre la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el presidente, no solamente se explica por el rechazo a las iniciativas del jefe del ejecutivo federal. Es verdad que la oposición de los ministros a que la Guardia Nacional forme parte del Ejército y la negativa de aprobar el llamado “Plan B” de la reforma electoral, ha calentado los ánimos y elevado el tono de las descalificaciones del presidente hacia los ministros de la Corte. Sin embargo, creo que no todo se explica simplemente por la frustración a los deseos presidenciales o por la decisión vertical adoptada para que las reformas sean aprobadas en uno de los poderes del Estado donde se acatan órdenes.

El presidente es un animal político las 24 horas del día y, por lo tanto, todo acto en el que participa tiene ese singular sello. Por lo tanto, “los conflictos” con la Corte no solamente responden al desafío lanzado en contra del poder de poderes de la república: el presidente. Lo que está en juego es la sucesión y la narrativa binaria a fin de impactar en el ánimo de los votantes de que no hay más que de dos sopas: los vende patrias, corruptos, saqueadores, fifís y todo un catálogo de calificativos que se usan a diario tras el púlpito presidencial; en contra de los “verdaderos demócratas”, progresistas, que le tienen amor al pueblo, son honestos, no mienten y, por sobre todas las cosas, no roban.

Paradójicamente, ahora que se ha desatado la guerra (afortunadamente nada más discursivamente con insultos y descalificaciones) declarativa, resulta extraño pensar que el papel de la Corte sea lo que ha sido casi siempre, es decir, una suerte de oficialía de partes en donde solamente se tramitan acuerdos tomados en otra parte. Con otras palabras, será acaso una de las poquísimas ocasiones esta en la que la Corte está haciendo lo que debería hacer siempre, constituirse genuinamente en uno de los poderes de la república que permita un equilibrio entre ellos.

Es verdad que dentro del rosario de excesos señalados por el presidente hay algunos que resultan inauditos o difíciles de creer, como tener varias computadoras, teléfonos celulares, bebidas alcohólicas, pago de casetas de peaje y hasta de la servidumbre; más allá de los elevados salarios que reciben, primas en diferentes modalidades y un sinfín de “prestaciones” que pueden no ser ilegales, pero sí inmorales. Pero, a todo esto, la pregunta es ¿Quién permitió que todos estos excesos se cometieran? Más aún ¿Es excepcional el caso de la Suprema Corte o acaso no se comenten estos despropósitos en los otros poderes del país, desde el más modesto ayuntamiento hasta el poder ejecutivo federal? ¿No amerita esto una investigación más a fondo o simplemente se trata de la “pedagogía de la descalificación”?

Sorprende, también, que el presidente haya defenestrado por parejo a todos los ministros al pozo de la ignominia, pues resulta que al menos cinco de los once que integran la Suprema Corte han sido propuestos por el presidente o han enviado señales de simpatía por el actual gobierno. Es el caso de las ministras, Loreta Ortíz, Yasmín Esquivel, Ana Margarita Ríos Farjat; como de los ministros Juan Luis Alcántara y el expresidente de la Corte, Arturo Zaldívar.

Quizás no había de otra que la militarización a fin de sanear las instituciones de seguridad del Estado, mientras que la oferta en campaña fue que los soldados volverían a los cuarteles, después de que su uso infame para fines de seguridad pública dejó una estela de sangre por todo el país. La propuesta era lógica en aquel escenario, no obstante que lo que ha venido ocurriendo abona en sentido inverso al proceso de desmilitarización del país y al control castrense de áreas importantes de la administración pública federal. De hecho, el propio presidente ha sido autocrítico al respecto, pues ha afirmado que no tenía la información suficiente como para saber el grado de deterioro de las instituciones de seguridad como ya lo advierte ahora en funciones.

Sin embargo, resulta cuestionable que ahora nada se pueda hacer sin los militares. Eso es, para todo efecto práctico, una suerte de capitulación de una administración civil del Estado, por la falta de personal capacitado y sobre todo honesto, dijo alguna vez el almirante Ojeda. No está claro que incorporando la Guardia Civil al Ejército sea para proteger que se corrompa porque la institución castrense no es el castillo de la pureza y hay infinidad de ejemplos que contradicen la supuesta rectitud de los militares.

Más todavía, con la nueva ley de ciencia, humanidades y tecnología, se crea un “organismo asesor” para definir la política científica del país donde estarán representados burócratas del gobierno federal, militares y marinos. No hay manera cómo justificar este despropósito que, además, avalaron los diputados sin siquiera tomarse la molestia de hacer consultas y tomar decisiones lo más informadas posibles. Las órdenes llegaron desde palacio y había que acatarlas. De eso modo se tramitaron las recientes reformas a las que hoy se opone la Corte, no por su contenido, sino por los procedimientos empleados. Pero hasta en eso demuestran su torpeza quienes ahora están en el poder porque no necesitaban anular a los opositores y existían acuerdos previos para procesar el conjunto de reformas enviadas por ejecutivo, puesto que son mayoría en la Cámara de Diputados. Con otras palabras, la mayoría actual en el Congreso ni siquiera tenía la necesidad de borrar a la oposición ya ni siquiera para honrar los acuerdos previos (como nombrar por lo menos a un consejero del Instituto de la Transparencia para que pudiera sesionar), sino simplemente para respetar los procedimientos establecidos entre los parlamentarios.

La idea de reformar al poder judicial, por otra parte, no es mala por definición, pero a estas alturas resulta inviable y solamente un golpe autoritario podría hacerlo con un altísimo costo político. Con Ernesto Zedillo, recién asumiendo el poder, se hizo la última de las reformas al poder judicial quedando tal cual lo conocemos ahora. El escenario era parecido (un partido mayoritario en el Congreso y casi la totalidad de las gubernaturas), pero el “timing” en la toma de las decisiones es diferente. El presidente López Obrador ha comenzado el ocaso de su administración y el objetivo principal ahora es garantizar la continuidad de su “proyecto”. Por eso no es tan importante ahora una reforma de este tipo, ni que sean aprobadas leyes que, en teoría, se proponen a fin de resolver viejos o nuevos anhelos e incluso responder a las demandas del electorado, sino la manera de administrar el conflictos y tener como “pera loca” a los “adversarios” del régimen para encausar la animosidad en su contra, de modo tal que se influya en el ánimo ciudadano para que sigan favoreciendo con su voto al régimen, porque nadie en su sano juicio podría estar a favor de los malos de siempre.

Pero el atropello también puede pensarse desde una línea estratégica para someter al “negociador” de la mayoría en la Cámara de Diputados, tener el control de iniciativa e imponer los temas de la agenda pública, al mismo tiempo que se aprovechaba para exhibir a los magistrados de la Suprema Corte. El gobierno sabía que se rechazarían sus propuestas, pero obtendría ventajas políticas administrando el conflicto. Por eso es que las iniciativas legales enviadas al Congreso son importantes, pero accesorias en la actual coyuntura política. Dominar la narrativa entre buenos y malos en tierra yerma donde la oposición no existe, permite retener los hilos del control político y envía el mensaje de un poder concentrado e incontrastable, de modo que todo se dirime al interior de Morena, pero la cobija de la protección y el poder no alcanza para todos. Por tanto, estamos ante el diseño de un plan estratégico genial de arrinconar a los electores no teniendo más opciones que la candidata de la continuidad y, salvo que algo extraordinario suceda, ese parece el escenario más probable. ¿Los desencantados y humillados aceptarán su destino manifiesto?

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