La política mexicana como farsa
Mientras el presidente se ha ocupado en descalificar las movilizaciones de la oposición, como la del pasado domingo 26 de febrero, usando las mañaneras para reiterar que se trata de conservadores cuyo único fin es volver al régimen de privilegios y corrupción en el gobierno, lo cierto es que la protesta puede calificarse como se quiera, pero resulta que fue todo un éxito si tomamos en cuenta los contingentes de ciudadanos que, para el caso de la Ciudad de México, literalmente abarrotó el zócalo de esa ciudad. Que hubo acarreo ¿quién puede negarlo del todo? ¿existe otra forma de hacer política en México? Sinceramente, yo no la veo. Todos los partidos y organizaciones políticas terminan por hacer lo mismo. Que “la gente” ignoraba a lo que iba ¿Quién puede dudarlo? Quien haya participado al menos en una movilización en su vida no sería extraño reconocer que eso siempre ocurre. Nada nuevo bajo el sol.
En otros lugares del país, igualmente se reportó afluencia más o menos moderada de personas, pero en general se trata de una protesta legítima y que básicamente convoca a las clases medias urbanas del país. Son estos sectores que, en una parte, decidieron apoyar a López Obrador para llegar a la presidencia, pero hoy se sienten no solamente abandonados por el ejecutivo federal, sino hasta agraviados desde el púlpito presidencial que cada mañana convierte en purgatorio las conferencias matutinas.
En el fondo, la lucha es por el poder que habrá de dirimirse en las próximas elecciones federales de junio de 2024. Y, sin embargo, tampoco es lo único que pone de manifiesto la disputa que está en curso y los tonos en que se fijan posiciones. En el orden simbólico está el reto de la protesta y el impacto de las multitudes que se expresan en lugares emblemáticos. En este ámbito, la oposición ha salido airosa en las dos últimas marchas y, hay que decirlo, en una ambiente de crispación y de acoso sistemático desde el poder. En este sentido, existe un aspecto regresivo en términos de las prácticas que muestran los actores principales de esta contienda, con la salvedad de que hoy los medios no están controlados desde las altas esferas del gobierno, como en el periodo autoritario, los opositores no se han reciclado y, peor todavía, han perdido principios básicos que los caracterizaban (particularmente el PAN) y se han negado sistemáticamente a hacer un acto de contrición, autocrítica y refundación. Otras expresiones políticas le harían un bien al país si mejor decidieran su autoextinción con el fin de que se puedan crear nuevas agrupaciones políticas que refresquen el debate en la esfera pública, pero por sobre todo que permitan expresar la diversidad actualmente existente en el país. ¿Por qué no pensar en un partido por la diversidad sexual u otro que tenga en sus principios básicos la defensa de los Derechos Humanos? Otras expresiones del precariado urbano, por ejemplo, podrían acaso incorporar nuevos temas a la agenda política del país o, también, un partido de jóvenes de entre 18 y 29 años, cuya frescura daría la oportunidad de pensar que deseamos para el futuro próximo. Por cierto, un segmento de la población nada desdeñable en tanto un poco más del 20% de ella se encuentra precisamente en ese rango de edad. O, también, un partido de mujeres que tan sólo por el número pueden dar un vuelco a los procesos electorales porque, además, no pocos hombres terminarían por sufragar por ellas, como ya se hace ahora en las elecciones y por eso llegan al poder; además de la reformas legales que han posibilitado el acceso de más mujeres a cargos de elección popular. Desde luego, tal fragmentación quizás no ayude mucho en el largo plazo, pero en lo inmediato puede reciclar y renovar a las elites e incorporar nuevos temas en el debate político. Es más, podría declararse en reglamentos internos su autoextinción una vez alcanzada cierta estabilidad en términos de derechos constitucionales conquistados y dar lugar a nuevos agrupamientos.
Sin embargo, aun antes de llegar a la etapa crucial las organizaciones políticas miden sus fortalezas y el país parece estar irremediablemente dividido. No caben los matices y, en semejante escenario, el riesgo es derivar hacia posiciones irreconciliables, de pensamiento único o de desacreditación o descalificación de los contrarios por el simple hecho de pensar diferente o, peor aun, por una guerra simbólica que se dirime entre oligarcas y pueblo llano. Se trata, en otros términos, de una lucha descarnada y ciega por el poder sin detenerse a pensar en los argumentos del otro. Los delirios por el poder ciegan, pretender el poder absoluto perturba completamente hasta las mentes más brillantes. Es el todo o nada y bajo esta lógica las perspectivas son poco prometedoras.
El eje principal del conflicto tiene que ver, por una parte, con quien controla los ejes de la dominación en el país y, por otro, las resistencias que se generan por la tentativa de minar las propias capacidades institucionales de los aparatos que no están bajo la tutela del gobierno actual. Y, en este sentido, controlar al INE se convierte en una línea estratégica que permita trascender y consolidar los cambios que ya se han venido presentando. El cerco al INE no es por la democracia como lo dicen agentes del gobierno y quienes, en teoría, lo defienden. Es la cruda lucha por el poder y la continuidad.
Paradójicamente, el INE es de las pocas instituciones del país que, a pesar del mal manejo en la designación de los consejeros, sobre lo cual no hay que olvidar la participación de los partidos políticos en eso; hay un ejército de servidores públicos que, independientemente de los consejeros, están capacitados para realizar adecuadamente su trabajo y, sobre todo, otorgar certeza y confianza a los procesos electorales estableciendo una compleja maquinaria para contabilizar los sufragios genuinamente depositados en las urnas. Son los que contaron los votos en 2018 cuando ganó el hoy presidente quien asegura que esto ocurrió a pesar del INE, pero con más propiedad debería decirse que a pesar de los consejeros, en todo caso.
No es poca cosa haber llegado hasta este momento con una institución especializada y profesional para el conteo de los votos, si tomamos en cuenta que antes de los 90 ninguna elección resultaba confiable en tanto que el gobierno se constituía en juez y parte, y en no pocas ocasiones se diseñaron estrategias de gran calado para operar toda una maquinaria para el fraude electoral. Puede ser discutible si el INE es una institución obesa en cuanto al número de personal empleado o incluso aceptarse lo oneroso de los emolumentos que reciben particularmente los consejeros; pero para cambiar esto se necesita un clima propicio y voluntad política para hacer las reformas pertinentes e incluso un acuerdo entre los actores políticos, como ya se ha hecho en anteriores transformaciones al instituto electoral. En otras términos, resulta indispensable que exista la apertura necesaria mediante una convocatoria amplia, de tal manera que el rediseño de las instituciones electorales sean viables y donde todos o la mayoría de los interesados pueden contar con garantías mínimas de que sus argumentos al menos serán escuchados. Pero ese no es el escenario en que actualmente nos movemos. La cúpula del poder actual pretende acelerar los cambios cuando, en sentido estricto, no los necesita. Tanto el presidente como su partido tienen niveles de aceptación que les garantizan no un día de campo en el terreno minado de los procesos electorales venideros, pero con lo que tienen alcanza no solamente para competir sino hasta para ganar, mientras la oposición tenga tan escasa imaginación y muy pocas canicas para jugar.
Hasta el momento, todo parece indicar que el régimen actual se metió en un callejón sin salida y empieza a sufrir las primeras derrotas. La sucesión está contaminando temas de relevancia política para el país y un mal manejo del conflicto político está haciendo crecer a aquellos que se dan ahora por muertos.
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