La eterna mano roja
Casa de citas/ 630
La eterna mano roja
Héctor Cortés Mandujano
La eternidad no admite cronologías
Papini,
en Historia de Cristo
Giovanni Papini (1881-1956) escribió libros un tanto extraños. Tiene un ensayo, que me gustó muchísimo, llamado El diablo; en contraste, escribió, en 1921, el libro que ahora comento: Historia de Cristo (Editorial Porrúa, 1997).
Victorino Capánaga escribió el prólogo a partir de charlas con Papini, quien le declaró (p. X): “Tengo hambre de un poco de certeza, de un poco de verdad” y siguió declarando (p. XIII): “Me puse a trabajar en aquel libro, sin ningún plan, pero con pasión, con entusiasmo”.
El libro es fragmentario y parte, desde luego, de lo mucho que se ha escrito sobre este gran personaje, desde la visión y la escritura de alguien que sabe usar las palabras. Dice Papini (p. 68): “No se puede estar siempre en lo alto de la Montaña. […] La ascensión se paga con el descenso”.
Cuando Jesús revive a Lázaro la historia generalmente concluye con la obediencia del muerto al santo. Papini continúa (p. 74): “Lázaro salió del sepulcro, trompicando, porque todavía tenía fajados los pies y manos y el rostro cubierto por el sudario.
“—Soltadle y dejadle andar.
“[…] Los ojos de Lázaro volvieron a acostumbrarse a la luz; sus pies caminaban, aunque doloridos.”
Dice más adelante (p. 92): “El amor es como fuego, que si no se comunica, se apaga”.
Cuando el Diablo intenta seducir a Jesús y le ofrece reinos, éste le responde (p. 111): “Mi patrimonio inacabable es la Verdad”. Y más: “Nuestro Reino no tiene poderosos ni ricos; el Rey que está en los cielos no acuña monedas. La moneda es un medio para el cambio de bienes terrenales; pero nosotros no buscamos los bienes terrenales”.
Papini hace constantes alusiones a los héroes griegos cuando habla de Jesús. Dice (p. 172): “Todo héroe es siempre el único despierto en un mundo de dormidos, como el piloto que vela en la nave en la soledad del mar y de la noche”.
Jesús decidió morir por los demás, se deja crucificar (p. 204): “Ahora ha vuelto a confirmar, a punto de morir, su más divina y difícil enseñanza –el amor a los enemigos–, y puede tender las manos al martillo”.
Dice Papini que los hombres se burlaron y no dejaron de reírse del sufrimiento de Cristo (p. 210): “Porque si más tarde millones de hombres han llorado pensando en aquel día; aquel viernes, alrededor de la Cruz, todos –menos las Mujeres– reían”.
Tomás no creía en la resurrección de Jesús. Él se le aparece y le pide que ponga su mano en el costado izquierdo, la herida que aún sangraba (p. 229): “Tomás no creyó hasta que no vio. Una leyenda antigua cuenta que su mano quedó hasta su muerte roja de sangre”.
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Busca el gusto en el provecho
Juan Ruiz de Alarcón,
en “Los favores del mundo”
Juan Ruiz de Alarcón nació en México, en 1580, y como dramaturgo triunfó en España (murió en Madrid, en 1639) donde no la tuvo fácil, porque sus competidores eran grandes monstruos del llamado Siglo de Oro Español: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Quevedo, Cervantes…
Su obra más célebre es, sin duda, La verdad sospechosa. Leo El semejante a sí mismo. Comedias escogidas (Secretaría de Cultura, 2016), que contiene cuatro, publicadas originalmente entre 1628 y 1634: la del título, “Los favores del mundo”, “La crueldad por el honor” y “No hay mal que por bien no venga (Don Domingo de Don Blas)”.
Las comedias de ese tiempo tenían esquemas preestablecidos: A está enamorado de B, quien está enamorada de C, quien está comprometido con D; se premiaba la bondad y se castigaba la maldad; había un hijo o un padre sorpresivo (rey o noble) que solucionaba tramas, etcétera. Estaban escritas en verso y los finales eran invariablemente felices. De eso van, más o menos, las cuatro de esta colección.
En “El semejante a sí mismo” Don Juan se hace pasar por otra persona que se supone es idéntica a él, para enamorar a Doña Ana. Me llama la atención la fama que tienen desde entonces los peluqueros. Hablan mucho, se supone. Dice Sancho (p. 57): “Hará el oro hablar a un mudo,/ hará callar a un barbero”.
Las metamorfosis, de Ovidio, poema clásico en quince libros, se escribieron en el siglo 8 d. C. Los autores del Siglo de Oro sabían de mitologías varias, de modo que era común que mencionaran a personajes y pasajes de ellas en sus versos. Dice Ruiz de Alarcón en “Los favores del mundo” (p. 136): “Que es el dinero el Ovidio/ de tales transformaciones”.
Hernando dice después en la misma obra (p. 153): “Enfermo es quien tiene amor/ y es el dotor el amado:/ pues, ¿cómo será curado/ quien su mal calla al dotor?”.
Hay gente que da consejos cuando el problema es de otro; enfrentados al mismo asunto, son incapaces de seguir el consejo que dieron. Lo dice fácil y bien Don Juan (otro Don Juan) en “Los favores…” (p. 215): “Cualquiera, señor, es sabio/ donde no hay dificultad;/ la mansedumbre y piedad/ se tocan en el agravio”.
En “La crueldad por el honor”, Don Ramón sabe que el amor nos vuelve tontos (p. 266): “Que no es verdadero amor/ el que no priva de seso”.
Para algunos el canto de los pájaros es maravilloso; para otros, no tanto. Dice Don Domingo en “No hay mal que por bien no venga” (p. 394): “Y los pájaros, con gritos,/ cuando sale el alba hermosa,/ me atormentan los oídos./ Otros oyen su armonía;/ mas yo, por desdicha mía,/ sólo escucho los chillidos”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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