Los guardianes de la tiniebla

Casa de citas/ 624

Los guardianes de la tiniebla

Héctor Cortés Mandujano

 

Así como el hombre es el animal donde vive

el alma, claridad de lo alto poseída por el cuerpo,

Dios hizo de la palabra la bestia de la idea

Víctor Hugo,

citado por Enrique Serna

 

Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2013), de Enrique Serna, es un ensayo que busca aclarar la razón de su título. Se vale para ello de muchas lecturas y reflexiones que no siempre tocan con delicadeza a los artistas, los creadores, los intelectuales. Habla por ejemplo de una palabra cara a los poetas. Los romanos tenían (p. 55) “recelo hacia el delirio profético” y eso explica “el significado peyorativo del término vate y del verbo ‘vaticinar’, que en latín significa ‘divagar con palabras incoherentes’ ”.

Schopenhauer, dice Serna (pp. 69-70), “uno de los mejores prosistas alemanes de su tiempo, impugnó con ira la mistificación del lenguaje filosófico. ‘Las palabras no carecen de dueño –protestó– y atribuirles un sentido totalmente distinto del que hasta ahora han tenido significa abusar de ellas’… […] Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario oscurece el significado, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, cuyos autores se han permitido una enorme cantidad de licencias”.

En contraste, cita La montaña mágica, de Thomas Mann (p. 71): “El lenguaje, en sí mismo, es civilización. Toda palabra, incluso la más contradictoria, es vinculante”. También cita, en la misma página, a Mario Bunge: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? El ser es ello mismo. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo”.

¿Por qué ocurre que ciertas obras se vuelven intocables? Propone Serna (p. 72): “El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo a la crítica”.

Ilustración: Efraín Bartolomé/ Juan Ángel Esteban Cruz

Algunos suponen que son inteligentes porque pueden citar a autores que tienen fama de serlo. Eso no es cierto, escribe Serna (p. 82): “Como los académicos de la actualidad, los sofistas creían que cualquier discusión podría zanjarse con una cita irrefutable, no tanto por su pertinencia, sino por la reputación del autor citado. En el Protágoras, Sócrates ridiculiza esta manera de polemizar: ‘No me salgas con citas de Simónides, porque estaríamos como los hombres incapaces de conversar, que ceden la palabra a la música que contratan para amenizar sus reuniones’ ”.

Adelardo de Bath, en el siglo XII (p. 89), “denunció a sus contemporáneos por poner sus propias ideas en boca de Aristóteles”; ironizó (p. 90): “Cuando tengo una idea personal, si quiero publicarla se la atribuyo a un autor antiguo traducido al árabe para evitar que se piense que yo, pobre ignorante, he sacado la idea de mi propia cabeza”.

No todos son de la misma laya (p. 97): “Leonardo da Vinci aceptaba con orgullo ser un ‘hombre sin letras’, y se mofaba con sorna de los ‘recitadores y trompetas de las ajenas opiniones’ ”. Por eso, la crítica de Serna no para mientes en señalar los despropósitos de quienes entronizan autores que son estatuas de sal (p. 110): “El otorgamiento del Premio Nobel a escritores de ínfima categoría como Elfride Jelinek o Jean-Marie Le Clézio, representantes del pensamiento fósil conocido como ‘corrección política’, ha dejado en entredicho la probidad de la Academia Sueca”.

La soberbia intelectual supone a los demás por debajo de los artistas, de los creadores, de los académicos (p. 121): “Despreciar al prójimo porque sabe menos que uno, o porque se deja engañar con facilidad: he ahí el fundamento del autoritarismo intelectual en todas las épocas”. Pero los déspotas odian a los intelectuales, cazan a los pensadores, a los artistas disidentes. O los contratan, los compran, los ponen de su lado (p. 127): “Aunque tenga un reino a sus pies, el déspota sabe que no llegó al poder por aclamación y que la gente lo aplaude por temor a su guardia pretoriana. Como él no puede ascender a las alturas del genio, se complace en humillarlo y procura por todos los medios atraerlo a su lodazal”.  Voltaire confesó, dice Serna (p. 139): “Para hacer la más pequeña fortuna vale más decirle cuatro palabras a la amante de un rey que haber escrito cien volúmenes”.

Pero la influencia de los escritores ha disminuido en la actualidad (p. 148): “Si los novelistas renunciaran a opinar de política en los diarios no dejarían un gran vacío: ese papel lo ocupan ya los politólogos con posgrado universitario. Lo que sí puede empobrecer a la humanidad es la renuncia del escritor a influir en la opinión pública tangencialmente”.

De todos modos, los poetas indescifrables que gozaron y gozan de lectores fieles ya no son tan bien vistos ahora (p. 189): “Por eso José Alfredo Jiménez, Bob Dylan o Joaquín Sabina han tomado el lugar que antes ocupaban Shakespeare, Victor Hugo o García Lorca, y cuando surge un gran poeta popular como Jaime Sabines, los guardianes de la tiniebla sienten amenazadas las bases de su poder”. Ahora bien (p. 191), “la literatura y las disciplinas humanísticas tienen una aureola de prestigio que algunos codician, pero el verdadero poder está en otra parte: en las ciencias, en la economía, en la tecnología y en la política”. Y más (p. 192): “El poder cultural jamás ha dominado a la inteligencia iletrada, más bien ha sucedido lo contrario: la historia universal está llena de líderes, tiranos y caudillos que se sirvieron de los intelectuales para llegar al poder y después los desecharon con una patada en el trasero”.

Señala con precisión otra actividad llena de soberbia: la de los investigadores (p. 211): “Muchos académicos siguen actuando como si la opinión pública no existiera y sólo escriben para otros especialistas, porque se consideran la autoridad máxima en sus disciplinas, cuando lo cierto es que sus obras no llegan al hombre común porque son ilegibles”.

Analiza de nuevo, al final, lo incomprensible que resulta Heidegger (“¿Cuál es la situación en torno a la Nada? La nada misma nadea”) y su enorme influencia, el montón de gente que no le entiende, pero le quema incienso. El mismo Heidegger se cura en salud (p. 381): “Tanto la pregunta como la respuesta a la Nada en sí mismas son un contrasentido. […] La norma fundamental del pensamiento a la cual se apela comúnmente, el principio de la contradicción, rechaza esta pregunta. ¡Tanto peor para la lógica! Debemos abolir su soberanía”; sin embargo, dice Serna (p. 383): “Ante la dificultad de subsanar  la insuficiencias de una lengua, la única postura honesta es tratar de perfeccionarla, no crear una jerga de uso personal. Cuando un alfarero fracasa en el empeño de moldear una vasija no culpa al barro sino a sí mismo por no saber darle forma”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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