El VAR matará los sueños
No cabe duda que nuestra vocación melodramática nos habrá de perseguir hasta el final de los tiempos. Mexicanos y argentinos nos parecemos justamente en la intensidad de nuestras infinitas pasiones y la trágica sensación con la que vivimos nuestra predisposición al sacrificio.
Los mexicanos podemos perder un partido de futbol, pero jamás daremos tregua al desmadre. Algo de eso nos distingue a escala global; el ambiente festivo es lo que nos caracteriza y hasta en los momentos emocionalmente más fuertes, como el fallecimiento de algún ser querido, no vacilamos en imaginar las bromas del más negro humor para paliar el malestar o las incomodidades del momento. Por eso los velorios no solamente son el escenario perfecto donde experimentamos el sufrimiento de los dolientes sino que, también, es el insólito territorio en que se expresa más de una ocurrencia macabra. Un acto ceremonial convertido en un pasatiempo o una liberación lúdica de los pesares propios y ajenos.
Algo parecido nos pasa cuando cuando con pasión desenfrenada vivimos las tramas que todo juego nos depara. En el caso del futbol, a pesar de que somos conscientes de las limitaciones de nuestro equipo malamente designado como nacional, siempre conservamos la esperanza de alguna gesta heroica en los jugadores. El juego, que afortunadamente cada vez más mujeres practican o lo encuentran atractivo para la convivencia o el pasatiempo, incide negativamente en nuestras actividades diarias. Hace unos días leía un tuit en donde un empleado se comunicaba con el jefe y, alegóricamente, insinuaba si se suspenderían las actividades ante el inminente juego de la selección frente a Arabia. Si usted ha sido convocado por el Tata Martino, respondía el jefe, por supuesto que puede faltar ese día.
Cuando el espectáculo nos abruma por los malos resultados o nos provoca más tedio que alegría, ignoramos lo que nos duele el lastimoso desempeño del equipo de nuestros amores, mientras que en las gradas o fuera del estadio estallamos de júbilo para atenuar las tristezas. El hecho que lo motiva puede ser trivial, lo importante es suscitar en los estados de aflicción algo de entusiasmo para la siguiente caída.
En el partido de México contra Polonia mirábamos un enfrentamiento como hace mucho no sucedía. Un desempeño aceptable de la escuadra nacional e incluso con una propuesta interesante y con un talante con deseos de gloria, jugadores afanosos buscando vulnerar la portería contraria y con espíritu ganador. Pero la mala suerte siempre tiene escondida sus armas con las que pretende siempre coronar nuestra inclinación al martirio. Una jugada típicamente futbolera en la retaguardia nos coloca al borde del infarto y pocos son los aficionados que pueden contener las lágrimas. Una cámara indiscreta enfoca a un hincha nacional quien se lleva las manos a la cabeza y con lapidaria expresión da paso a lo inimaginable: no mames!!!
En efecto, el espléndido jugador, Héctor Moreno, el guerrero azteca de la saga central en su encomienda de marcar al peligroso delantero, Robert Lewandowski, comete un imperceptible desplazamiento del jugador polaco. De jugadas de este tipo están plagados todos los partidos. El defensor mexicano aplicó la máxima que dice que primero muertos antes que dejar a un delantero vulnere nuestra meta. El arbitro se deja presionar y se apresta a consultar al VAR, cual ojo avizor chivatea en nuestra contra. Aguantando la respiración, la afición ya espera el juicio que antecede a la catástrofe. Después de unos segundos el juez del partido se percata de la rigurosísima falta dentro del área y marca como castigo la más indigna penalización futbolera: un disparo franco al marco y como único obstáculo un guardameta que tiene la más formidable de las misiones; de paso, nuestro defensor se lleva un cartón amarillo.
Pero esta vez nuestras invocaciones a los dioses y toda clase de conjuros ante el castigo que se aprecia injusto harán su labor de infundir con la mala suerte al jugador más letal en el futbol actual. Y a propósito de bendiciones y maldiciones, Lewandowski, se prepara, toma el balón en sus manos y lo besa como si se tratara de su hermana. Con la soberbia de quien se siente un artillero imbatible por su gran capacidad para romper las redes, el delantero del Barcelona se prepara para cobrar la pena máxima. Apenas da unos pasos hacia atrás para tomar algo de impulso, quizá con la excesiva confianza de quien se siente con la seguridad del triunfo en la bolsa. Guillermo Ochoa se coloca exactamente en la marca que antecede el precipicio o la gloria, mueve las manos y aletea cual pájaro en pos de su presa. Y como si se tratase de justicia divina el cancerbero nacional detiene el castigo que nosotros apreciamos como injusto, desde luego. Con un certero manotazo, Ochoa desvía el balón y evita el gol que estaba cantadísimo.
La hazaña de Ochoa configura un nuevo patrón en el ánimo deportivo y los nacionales acarician los sueños de triunfo. La heroica atajada del portero nacional no solamente enciende los ánimos de sus colegas, sino que inspira al graderío tan necesitado del regocijo que ofrecen las buenas noticias. Pero el partido no mostró mucho más aparte de estos destellos. La afición tuvo que conformarse con un insípido empate que si bien no es malo, enciende las luces de las cochinas dudas porque el siguiente rival a vencer serían nada más y nada menos que el equipo Argentino.
Y las preocupaciones no eran infundadas. Aunque el equipo mexicano no se vio mal, tampoco convenció mucho en el juego que desplegó en el primer encuentro.
Argentina, para sorpresa de todos, inició con una agria derrota ante los árabes. Eso era más que suficiente para pensar el enorme reto que tenía que afrontar el equipo nacional. Así de insólita era la derrota Argentina, como lo es la de Alemania, otro de los equipos grandes y fuerte candidato a la conquista de la ansiada copa. En este momento, nadie auguraba el peor fiasco del equipo germano en muchos años.
Con la arrogancia de tener en sus filas a uno de los jugadores más talentosos del momento en el futbol mundial, Argentina paga el costo de su insolencia ante un rival que sorprendió a todo mundo. Creyeron que el juego era meramente un trámite y que los goles llegarían no por su desempeño en el campo de batalla, sino por la jerarquía que los convierte en favoritos indiscutibles y por sus propios méritos. Aunque Messi ya va de salida, con sus capacidades más que probadas no necesita más que un destello de genialidad para poner al equipo en la senda del triunfo. Pero la disciplina y el férreo marcaje del equipo árabe rindió sus frutos. La ansiedad y la displicencia frente al rival puso a los argentinos en el terrible golpe anímico que deviene de la derrota. Era tal su deseo de horadar la portería contraria que olvidaban al omnipresente centinela mata pasiones que todo lo ve: el VAR, una video cámara que auxilia a los arbitros a tomar decisiones quizás más acertadas o, visto de otro modo, menos injustas.
En su debut, los argentinos se presentaron con el donaire del que se sabe superior. Los jugadores de la albiceleste se imaginaban que no era necesario impartir cátedra frente a la rusticidad de una escuadra de plebeyos pretendiendo desafiar a uno de los grandes. Pero subestimar a un rival que, en efecto, puede dar muestras de sus errores elementales o la falta de destrezas fruto de la escasa experiencia, puede configurar un exceso de confianza que termine por invertir los papeles de la fragilidad. Argentina confió en que su primer encuentro sería un día de campo; tarde se percató que los errores y los desplantes pueden pagarse caros. Teniendo deportistas de muy alto nivel es una ventaja para un país que produce tal cantidad de jugadores como si fuera una máquina de tortillas o una panificadora. Pero depender de los golpes de genialidad de sus jugadores más excelsos resulta un desafío desmedido y una afrenta para un juego que privilegia la armonización sistemática de sus piezas.
Los árabes fueron fieles al esquema de juego planteado por su director técnico de origen francés, Hervé Renard. Jugar al filo de la navaja contra los argentinos que, con tal ansiedad de ganar, serían pillados en fuera de lugar durante todo el partido. El golpe anímico por los goles anulados caló hondo en ellos. Con la osadía del planteamiento y las ayudas del VAR, los albicelestes no supieron romper el cerco defensivo y pagaron cara semejante incapacidad.
La derrota Argentina encendió las luces de alarma y precipitó las inquietudes entre los hinchas. Los aficionados mexicanos y argentinos se enfrentan en un duelo de cánticos y consignas. De las agresiones y retos verbales algunos pasan a los puños y las patadas. Nadie es detenido, pero la pasión desbordada calienta los ánimos previo al encuentro.
Como animal herido, era de imaginar que Argentina enfrentaría a México con todos sus argumentos futbolísticos con el propósito de ganar el partido sí o sí. Sabían que el Tri no era un equipo como el que apenas les había hecho bailar un tango con su derrota. Se prepararon e hicieron los cambios que consideraron necesarios con el propósito de obtener el mejor resultado posible.
Para sorpresa de propios y extraños, México adoptó una postura inaudita y casi suicida, quizás con la esperanza de que la virgen de Guadalupe con su toque mágico permitiera un golpe de genialidad al Chucki Lozano. Solo y su alma, la labor era titánica y casi imposible frente a un equipo como Argentina. El Tata Martino colocó un muro defensivo, prácticamente renunciando a la ofensiva. Jugar a la italiana, todos echados hacia atrás, es verdad que lo dominan a la perfección los europeos mediterráneos, pero México no es Italia. Plantear como recurso el pelotazo puede ser admisible para un equipo que carece de argumentos futbolísticos. La debacle únicamente era cuestión de tiempo. Los argentinos fueron perseverantes, pero fue hasta el tiempo complementario cuando dos auténticos golazos, uno de Messi y otro de Fernández, terminaron por destruir las expectativas nacionales de un mejor resultado que el planteamiento inicial del equipo mexicano no parecía garantizar.
Menos mal que Messi ya va de salida. Nadie en su sano juicio puede menospreciar a un jugador tan excelso en el juego como Lionel Messi. El problema es que hoy el futbol se juega con una intensidad al borde del infarto; tanto por las emociones, como por el gran derroche físico. ¿Cómo tener una buena técnica para controlar el balón y saber qué hacer a la velocidad de un rayo? Messi es un jugador muy talentoso, pero escasamente corre como lo hacía hace 10 o 15 años. Si retrocedemos la película hacia esos tiempo, no creo equivocarme si digo que Messi hubiese hecho pedazos al equipo mexicano; no nos hubiera anotado un gol de estupenda manufactura sino hasta cuatro como mínimo.
De nuevo, la afición vive su noche triste, pero nuestra propensión al relajo nos hará olvidar las penas que hoy nos embargan. Azuzados por la pasión o el morbo, por los medios y las corporaciones que controlan al tiempo que destruyen el juego, volveremos a ver y a creer en el equipo nacional de nuestros amores. Pese a los infortunios y la perversidad de los poderosos, no existe afición más fiel y crédula que la mexicana. Más nos vale cambiar antes que el ánimo se esfume.
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