Brasil, desde Centroamérica, no debería estar tan lejos

Por MR y SM | OTRAS MIRADAS

Lula ha ganado las elecciones en Brasil la noche de este 30 de octubre. Con un 50.9% de los votos y con menos de un 2% de ventaja sobre el actual presidente y ultraderechista Jair Bolsonaro. De este modo, Luiz Inácio Lula da Silva vuelve a la presidencia de la economía más grande de la región, sumándose a esa «ola rosada» de gobiernos de izquierda en la mayor parte de los grandes países del subcontinente.

A pesar de la violencia y polarización que caracterizó la campaña, con episodios protagonizados en su mayoría por simpatizantes de Bolsonaro, atacando a militantes del Partido de los Trabajadores (PT), se impuso el voto de la mayoría, aunque por un apretado margen. El primer discurso de Lula, al conocer los resultados, se centró en un urgente esfuerzo de unión de un país dividido entre lo que representa su propuesta y la de Bolsonaro. Este último, es la cabeza de una política militarista, bravucona y errática, que no solo negó el impacto del cambio climático sino hasta las consecuencias mortales de la pandemia, en un primer instante, lo que tuvo consecuencias funestas para cientos de miles de brasileros. Sin embargo, su adhesión a las creencias más conservadoras le granjeó la simpatía y apoyo de ese sector político y social, así como de otros tan influyentes, como el de las iglesias evangélicas que han ganado terreno en número de fieles a la católica. Un panorama ya extendido a toda América Latina y que algunos gobiernos autoritarios, particularmente en Centroamérica, conocen bien.

Para casi la mitad de la población, aún pesan los escándalos de corrupción que se desarrollaron durante el gobierno de Lula. Además, su cercanía, durante su anterior mandato, con los regímenes de Cuba y Venezuela levantaron el temor de la población conservadora. Durante la campaña, Centroamérica ha sido un factor de discusión entre los dos grandes candidatos. Nicaragua se convirtió en un ejemplo de posicionamiento en política internacional. Mientras que Bolsonaro apoya las sanciones contra el régimen de Ortega-Murillo, Lula se movió desde un discurso previo y claro, con recomendaciones a Ortega para que abandonara el poder, a mensajes menos rotundos, de no injerencia, lo que disgustó a muchos, al tratarse de una cuestión no solo de soberanía, sino de respeto básico a los derechos humanos.

A pesar de ello, hay lecciones que dejan estos comicios, como la devolución de la confianza en los procesos electorales, tan deslegitimados en la región; la fortaleza del juicio crítico de una ciudadanía que se ha enfrentado a las noticias falsas, los discursos de odio y el negacionismo que campea a través de las redes sociales. Pero también se confirma la fuerza que puede tener la ultraderecha, en estos momentos, en la región. Algo que debe alertar a los partidos y propuestas progresistas. No cabe duda que América Latina enfrenta un nuevo ciclo de su historia.

Lo que ha ocurrido en Brasil no es comparable con otros países de la región, pero a Centroamérica llega un mensaje claro de reforzar la confianza y preservación de la democracia. Y eso que, mientras escribimos estas líneas, el perdedor oficial de las elecciones, Jair Bolsonaro, ni ha reconocido ni ha aceptado aún los resultados. Al cierre de este artículo, el presidente actual se debate entre una reacción «trumpista» de no reconocimiento y acusación de manipulación a las autoridades electorales, como ya venía advirtiendo durante la campaña, o de la solicitud de recuento. Sería una sorpresa que Bolsonaro admitiese el resultado sin más.

En Centroamérica, con gobiernos que cambien la constitución a su antojo y persiguen a la prensa libre, a los defensores del medioambiente y de los derechos humanos, Brasil supone un mensaje a contracorriente. Sólo el respeto a valores y procesos limpios y democráticos protege a un país del totalitarismo y el abuso. Y está claro que la desigualdad no la soluciona ninguno de los dos sistemas, pero con el segundo, se hace un camino más oscuro y difícil.

Pero la marea rosa que encabezan Boric, en Chile, Petro, en Colombia y, ahora, Lula, en Brasil, está muy lejos de Centroamérica. En ninguno de los países del istmo es posible encontrar partidos políticos o fuerzas con suficiente legitimidad como para llegar al poder, que abanderen una apuesta clara contra las desigualdades que están en el origen de la pobreza extrema que ataca a la subregión. Tampoco se encuentran partidos influyentes que defiendan claramente los derechos de las mujeres, de la comunidad LGBTIQ+, o de las comunidades indígenas y afrodescendientes.

Por el contrario, vemos una Centroamérica donde se representa lo más rancio de la política, con un gobierno atornillado al poder, el de Ortega y Murillo, que pasa por encima de cualquier derecho humano y que enarbola la bandera de una izquierda que no es la de Lula, Boric o Petro.  Encontramos en El Salvador a un presidente, Nayib Bukele que, en aras de mantenerse en el poder, desdeña su propia constitución política y se esfuerza en seguir, al pie de la letra, el manual de las peores mañas despóticas de los caudillos que han pasado por las repúblicas de la región en sus 200 años de existencia. En Guatemala, el gobierno ha cooptado por completo el poder judicial para tapar la corrupción que gotea por todas las esquinas. En Honduras, se abrió una pequeña rendija en la ventana del cambio, con la elección de Xiomara Castro, pero aún se cuestiona si su gobierno será realmente un cambio de fondo o solo una fachada cosmética para ocultar las mismas prácticas de su antecesor, Juan Orlando Hernández.

Los mensajes que enviaron Boric y Petro hacia, por ejemplo, el régimen de Ortega-Murillo fueron claros y precisos en cuanto al rechazo y distanciamiento que sienten con esa izquierda autoritaria que representan Cuba, Venezuela y Nicaragua. Lo que haga y diga Lula, desde Brasil, en este nuevo período presidencial, será muy importante para respaldar o no la unidad del continente frente a las violaciones de los derechos humanos. También lo será su política económica social, que, según el compromiso adquirido en su discurso se centrará en reducir la pobreza y la desigualdad, una ruta deseada por la región, pero que tiene ante sí un enorme espejo, Brasil, donde unos 33 millones de personas pasan hambre.

En Colombia, el presidente Gustavo Petro se comprometió a hacer de la preservación del Amazonas un eje de su política ambiental, en clara oposición con las prácticas de Bolsonaro, que no solo negó el cambio climático, sino que fomentó la explotación del Amazonas, al que no considera un área sensible para el mundo, sino un territorio de soberanía exclusivamente brasileña del que sacar ganancia, como afirmó en sus discursos.

Centroamérica y Brasil deben articular respuestas coordinadas ante el fenómeno migratorio de una manera humana y eficaz. Además, la región comparte el dolor de una violencia que se cobra más víctimas por homicidios que en ninguna parte del mundo. Y no menos importante, será la política sobre el narcotráfico, en lo que solo se puede avanzar juntos, puesto que ningún país va a salir a flote por sí solo en ese tema.  Pero esa articulación tendrá más solidez y sentido cuando se realice entre gobiernos y sistemas que respetan las reglas básicas de la libertad y la democracia, como ha demostrado Brasil, ahora. Centroamérica aún está lejos.

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