Tres en uno

Otoño en la sierra

Ese viernes el sol no se levantó tan temprano, aún así la familia de Cristina madrugó para realizar sus actividades cotidianas. Don Martín y doña Hortensia vendían atoles y tamales, solían viajar a la ciudad todos los días, vivían en una ranchería que estaba como a 40 minutos de distancia. Cristina y Agustín, sus hijos, también madrugaban. Agustín iba con sus papás porque la escuela primaria les quedaba cerca del mercado donde vendían los alimentos. Cristina, en cambio, tomaba otra ruta para ir a la secundaria. Se despidieron como de costumbre, deseando llegar con bien a sus destinos y cada quien emprendió su camino.

En la ruta donde solía esperar el colectivo Cristina, normalmente, permanecía 15 o 20 minutos hasta que el cupo del transporte se llenaba. Cuando Cristina llegó se sentó en banca de la parada, el colectivo aún no llegaba. Revisó su reloj, estaba 10 minutos antes de lo que acostumbraba.

—Ahora sí te gané, señor solecito —dijo para sí, al ver que el sol aún no se animaba a dar señales de luz, mientras dibujaba una sonrisa de complicidad.

Se acomodó el gorro de su sudadera, esa mañana el viento soplaba y llevaba consigo un aire frío, como indicando la cercanía del mes de noviembre. Cristina se acordó de la frase que solían decir en su familia, ya se acerca Todo santo, se siente y se huele en el aire.

Abrazó su mochila y se dispuso a observar qué pasaba mientras llegaba la combi. En un abrir y cerrar de ojos fue asomándose el sol, acompañado de unas nubecitas que eran como filtro para que sus rayos fueran menos intensos. La gente que transitaba a pie iba a paso presuroso, algunas señoras usando rebozos, con sus canastas llenas de productos para vender, se iban sumando a la espera del transporte.

El viento continuaba meciendo las hojas de los árboles, Cristina estaba atenta viendo cómo las ramas se movían al vaivén del viento y los pastizales que estaban en el terreno frente a la terminal se agitaban suavemente. Se imaginaba que era como cuando se colorea un dibujo, el paisaje era sumamente apacible.

Un ruido fuerte le hizo volver la vista, era una pequeña moto con tres tripulantes jóvenes, ninguno llevaba casco. El conductor tenía la mano derecha en el volante y en la izquierda llevaba una pala. El de enmedio llevaba en la mano izquierda un colador de arena y el último tripulante tenía un martillo en la mano derecha. Esa imagen estaba para foto, tres en uno, no solo Cristina sino las otras personas que estaban en la parada los siguieron con la vista, con mirada de asombro.

Por la mente de Cristina pasaron muchas ideas, qué intrépidos esos muchachos, pero a la vez pensó que era un riesgo que fueran tantas personas en un transporte como la moto y con instrumentos de trabajo que podrían ser peligrosos si tenían un accidente. Nadie llevaba casco. En eso estaba cuando el colectivo hizo su llegada. Rápidamente se bajó de la banca donde estaba para formarse en la fila y abordar.

Una vez sentada en el colectivo se quitó el gorro de la sudadera, dentro se sentía menos frío, se preparó para el viaje mientras llegaba a la escuela. En su mente seguía la imagen de la moto, tres en uno. El cuchicheo de las señoras con sus canastas la hizo volver su atención a la plática,

—A ver cómo está la venta el día de hoy doña Trini, ayer no me fue tan bien, regresé con la mitad de mis panes…

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