Nos queda la Memoria
Una amplia cobertura recibió el Movimiento Estudiantil Mexicano de 1968 por parte de los canales televisivos del Estado Mexicano, el 11 del Politécnico Nacional y el 14 del Sistema de Radio y Televisión oficial. Algunos de los dirigentes históricos de los estudiantes aparecieron en pantalla, hablando como antaño, exigiendo justicia y reparación de los daños. Se ve lejos un reconocimiento del ejército en actos de represión y una disculpa por una actuación como esa, aunque el actual gobierno disolvió al Estado Mayor Presidencial que fue el que tuvo a su cargo la represión en la tarde-noche del 2 de octubre de 1968, como así incluso lo revelan los documentos aportados por el General Marcelino García Barragán y publicados por Julio Scherrer y Carlos Monsiváis en el libro titulado Parte de Guerra: Tlatelolco 1968. Documentos del General Marcelino García Barragán. Los hechos y la historia (México, Editorial Aguilar, 1999). Libro de importancia sobresaliente el escrito por Monsiváis y Scherrer, porque revela la acción gubernamental genocida de aquellos días y la mentalidad hiperconservadora del Presidente Gustavo Díaz Ordaz que provocó la tragedia de Tlatelolco. Debe leerse este libro con la confianza de que sus autores fueron durante su vida parte de la conciencia crítica colectiva del país: Julio Scherrer, periodista sin par y Carlos Monsiváis cronista de lo popular y exponente de la sabiduría crítica en el uso magistral del sentido del humor. Son dos plumas de las que no dudamos. Dejo a los interesados la lectura de este importante texto y paso a exponer una reflexión memoriosa de aquellos días. En primer lugar, la alegría. Vaya que fue alegre el movimiento en medio de la represión. Nos reímos mucho no sólo de nuestro ingenio sino de las torpezas del gobierno. Recuerdo que una mañana en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, entré a un baño y me destornillé de la risa porque en las puertas de los privados de los escusados se leía: “Aula Gustavo Díaz Ordaz”; “Auditorio Luis Echeverría”. Tuvimos festivales con una música que nacía en esos días y que acompañó a las marchas y mítines, reuniones y asambleas. Recuerdo a Oscar Chávez cantando “me vinieron a vender un santo” junto con Amparo Ochoa, con quien solía cantar en bares y cantinas populares del añorado D.F. Era famoso el corrido de “Román Castillo” que con su inigualable acento cantaba Oscar Chávez y que nos recordaba a las gestas de la Revolución Mexicana. Ni que decir del recuerdo de Judith Reyes que a través de sus canciones rememoraba las luchas campesinas del norte del país, con ecos villistas, con sones de la División del Norte, de los Dorados de Pancho Villa. Judith, que cantaba “la Navidad del Niño Vietnamita”: “Din dan, Vietnam; Din don, Vietcong” y con ello arrancaba los aplausos y las vivas de los estudiantes. El odio de Díaz Ordaz hacia Judith Reyes lo llevó a ordenar que la secuestrara el Estado Mayor Presidencial y le diera una golpiza que no la mató de milagro. “Para que sigas cantando” le gritaban los verdugos mientras la pateaban. Pero Judith siguió cantando e influyó sobre figuras del rock mexicano como Rodrigo “Rock” González y Jaime López. En la ENAH escuchábamos a Viky Novelo y Diana Molina, “la Comisión de Festejos” que decíamos porque nos alegraban las tardes y las horas con sus canciones. Viky encendía al Auditorio Sahagún con su voz suave, segura, en llamarada, invocando en cada palabra a la justicia. Era nuestra Joan Báez. Diana la acompañaba con su voz educada, solidaria, plena de compañerismo y calidez. Oscar Chávez cantaba “la balada del Granadero” apoyándose en la música de la “Balada del Vagabundo”. Incluso, para que la cantáramos en las enormes marchas con las que caminamos las calles de la Ciudad de México, el Consejo Nacional de Huelga imprimió miles de ejemplares que llevábamos en las bolsas. Reíamos a mares mientras cantábamos: “Papá, papá, ayer cuando estudiaba/pregunté a un hombre que golpeaba/¿qué es usted?/y dijo: un granadero.
Papá ¿qué cosa es un granadero?
Un granadero es un hombre analfabeta/que golpea a todo el estudiante/sin esperanza de amar a un semejante/”
La última estrofa no tiene desperdicio: “Jamás nosotros seremos granaderos/y malos gobernantes en este mundo/ni tu ni yo iremos por el mundo/matando estudiantes e inocentes”. Seguro que cuando Díaz Ordaz escuchaba estas estrofas ardía en odio porque su alma era la de un granadero. Y seguro que montaba en cólera ante la alegría desbordante de las marchas. Y como Díaz Ordaz proclamaba que éramos una turba “grosera” y admiradora de héroes extranjeros como el Che Guevara, Ho Chi Min y Simón Bolívar, acordamos llamar a una Marcha del Silencio pero con las imágenes de los luchadores sociales mexicanos a quienes considerábamos nuestra inspiración para luchar por un país democrático y justo. El 13 de septiembre de 1968, la Marcha del Silencio, más de 400,000 estudiantes según nuestros cálculos,300,000 según otras fuentes y sólo 5,000 según la policía de la época, partió de la Explanada del Museo Nacional de Antropología en Chapultepec, es decir, la sede de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, para caminar por toda la avenida Reforma hasta alcanzar el zócalo, la zona sagrada de Díaz Ordaz. Fue impresionante el silencio absoluto. Sólo se escuchaba el rastrillar de los zapatos sobre el pavimento. Y las pancartas lucían al viento en una tarde de sol maravillosa con las figuras de Emiliano Zapata, Francisco Villa, los hermanos Flores Magón, Ricardo, Enrique y Jesús, es decir, la raíz de la Revolución Mexicana de 1910. Más de ocho horas nos tomó el trayecto, dada lo numerosa que fue la marcha. Fue una demostración cívica de vital importancia en la historia contemporánea del país. Fue una lección de la conciencia juvenil enraizada en las corrientes populares de México. Contra eso no hay victoria. Represión si, y brutal: tanques y blindados; la infantería con sus botas y bayonetas; los helicópteros. La furia ordazista llevó a sus sicarios a destruir los autos estacionados en el Museo Nacional de Antropología porque suponían que pertenecían todos a los estudiantes. Recuerdo a la Marcha del Silencio como una de las manifestaciones políticas más importantes del siglo XX mexicano, como la demostración de la madurez de una juventud que imbuida de un amor desbordante por su tierra, clamaba justicia. Es uno de los gritos que más recuerdo de aquellas manifestaciones: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia! A un personaje de las cavernas más sórdidas como Díaz Ordaz aquello ha de haber resonado en sus oídos como una voz que había que apagar y para siempre. Lo demostró la tarde-noche del 2 de octubre de 1968 con la masacre de Tlatelolco. Díaz Ordaz se murió odiando a los jóvenes mexicanos, llevándose su rabia entre los dientes, supurando veneno desde sus entrañas.
Un recuerdo muy cálido me queda de nuestras compañeras en aquellos días. Sin ellas, es imposible explicarnos al movimiento estudiantil mexicano de 1968. La valentía de una Roberta Avendaño, la Tita o de una Ana Ignacia Rodríguez Márquez, la Nacha, representantes ambas del espíritu y voluntad de lucha de las jóvenes de México de aquellos días, es un recuerdo imborrable. La alegría que nuestras compañeras le otorgaban a las marchas, la seguridad que nos transmitía su presencia, la calidez que portaban es un recuerdo de toda la vida. ¡Que maravilla verlas y marchar junto a ellas! De aquí surgió el feminismo como un movimiento plural que hace aportes básicos a la vida del país. Me queda el recuerdo de unos días intensos en los que fuimos modelados y que, por lo menos a mí, me afianzó en mi vocación de científico social y de guiarme en la reflexión a través del pensamiento crítico, buscando siempre, como en aquellas luminosas jornadas de 1968, combatir la desigualdad social, el flagelo del mundo contemporáneo.
No menos emocionante y cálido es recordar a los compañeros de aquella luminosa generación de la ENAH: José Lameiras, Brixi Boehm, Gastón Kerriou, Beatriz Bueno, Adolfo “Fito” Sánchez Rebolledo, Isacc Teitelbaum, Javier Guerrero, Luis Barjau, Virgilio Caballero, Jaime Nieto, Aurora Castillo, y tantos más, como mis compañeros Carlos Aguirre y Abraham Carro Avitia (+) con quienes fuimos representantes de la Asamblea de Estudiantes de la ENAH ante el Consejo Nacional de Huelga. Un privilegio haber pertenecido a esa generación contestataria de la juventud de México. Y la oportunidad de aprender como la que tuve en medio del Movimiento Estudiantil, de personajes como José Revueltas, Roberto Escudero, Luis González de Alba, Raúl Álvarez Garín, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Félix Hernández Gamundi, para mencionar a los que recuerdo con mayor frecuencia.
Ajijic. Ribera del Lago de Chapala, A 8 de octubre de 2022.
Post Data.- Sugerencias de lecturas: Fabricio Mejía Madrid, Esa Luz que nos Deslumbra, México, Grijalbo, 2018; Erwin Rodríguez Díaz, La Generación Mexicana de los 60. Los hijos ingratos de la Revolución, México,Gustavo Monroy Pérez, Editor, 2017; Fabricio Mejía Madrid, Disparos en la oscuridad, México, Santillana Editorial, 2011; Raúl Álvarez Garín, La Estela de Tlateloloco. Una reconstrucción histórica del movimiento estudiantil del 68, México, Editorial Itaca/Comité del 68, 2002; Jorge Volpi, La Imaginación y el Poder. Una historia intelectual de 1968, México, ERA, (1998), 2018; Ana Ignacia Rodríguez Márquez, Cartas de Libertad, Compilación de Citlalli Esparza González, México, Ediciones Quinto Sol, 2018; Héctor Jiménez Guzmán, El 68 y sus rutas de interpretación. Una historia sobre las historias del movimiento estudiantil mexicano, México, Fondo de Cultura Económica, 2018.
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