Afganistán en el olvido
En el mes de agosto pasado se cumplió un año del abandono de Afganistán por parte de los supuestos aliados de su gobierno “democrático”, unos aliados encabezados por Estados Unidos y su ejército. Ese país, un territorio bastante desconocido desde esta parte del mundo, hoy cuenta de nuevo con un gobierno talibán. Digo desconocido porque pocos parecen recordar que en su suelo circularon religiones y caravanas comerciales de largo recorrido histórico, como fue la ruta de la seda. Y lo mismo puede decirse de las religiones puesto que con anterioridad a la expansión del Islam, y previamente a la era cristiana, ya había presencia del budismo entre sus pobladores; un hecho notorio y tristemente conocido por las imágenes de gigantes budas esculpidas en las montañas afganas. Unas esculturas destruidas hace unos años por los propios talibanes como demostración de su intolerancia religiosa y el poco respeto a la historia de la región.
El país afgano se hizo familiar cuando las tropas rusas invadieron su territorio en 1978. La idea era establecer el control sobre un inestable Estado que había mostrado cierta afinidad con la Unión Soviética a través del gobierno establecido, ese mismo año, con el apoyo del Partido Democrático Popular de Afganistán. El conflicto se prolongó hasta 1992 y mostró muchos aspectos para su análisis. Uno de ellos se relaciona con la forma de desplegar los intereses geopolíticos del momento, una realidad que con mayor claridad se ha observado tras la Segunda Guerra Mundial. Es decir, llevar a distintos espacios geográficos las confrontaciones entre potencias o bloques militares. Otro aspecto fue mostrar las dificultades, por decir lo menos, para conformar Estados modernos en territorios donde su estructura social y política era ajena a los casos del mundo occidental. Una cuestión visible, también, en otros continentes donde se impuso el modelo de Estado con sus estructuras políticas. El último aspecto destacado, sin que ello signifique que no existan muchos más, es la clara aparición de un “tradicionalismo de resistencia”, como lo denominó el antropólogo francés Georges Balandier, a través de la emergencia de una ortodoxia islámica que se ha convertido en dictadura política y cultural.
Dejar a la deriva al gobierno de Kabul –la capital afgana- otorgó vía libre a los talibanes, y ha dejado en entredicho los precarios compromisos internacionales de su gobierno para suavizar su política y la represión contra los opositores. La desesperada salida del país de aquellos afganos que no querían regresar a vivir bajo el régimen islámico fue un episodio dramático para quienes lo sufrieron hace un año. Por supuesto, no todos consiguieron su objetivo en la descontrolada huida, misma que demostró, una vez más, la poca importancia otorgada a los seres humanos cuando los intereses políticos se anteponen. Consecuencia de ello es la lucha de familiares que, desde el exterior, todavía batallan por sacar de Afganistán a quienes no lograron cruzar sus fronteras antes de que los talibanes se hicieran con el control del país.
La política de lavarse las manos, al estilo del Poncio Pilatos del evangelio de San Mateo, se ha cumplido de nuevo en el caso de Afganistán. Un hecho observable en otros lugares del planeta y que demuestra que la práctica colonial tiene muchas y distintas caras en la actualidad. Una de ellas se expresa a través de fomentar o intervenir en conflictos bélicos para, con posterioridad, dejar a la deriva y destruidas sociedades y países. Solo hay que ver el Medio Oriente o prestar atención a uno de los ejemplos más terribles, como es el de Libia.
Este caso afgano, como el de Ucrania y la tensión abierta en Asia con China y Taiwán como protagonistas, reaviva incertidumbres sobre el posicionamiento geopolítico de las potencias económicas y militares. Al mismo tiempo, recuerda que los discursos a favor de extender y defender la democracia, o sobre el combate al terrorismo islámico internacional, se convierten en una burla cuando millones de seres humanos se encuentran a la deriva vital y tienen supeditado su presente, y el de sus futuras generaciones, a los vaivenes de intereses que no entienden de la publicitada e inexistente fraternidad.
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