Cinco novelas de Heberto Morales, 2
Casa de citas/ 604
Cinco novelas de Heberto Morales
(Segunda de dos partes)
Héctor Cortés Mandujano
Canción sin letra, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, 1999
En su enunciado proyecto de hablar sólo de Chiapas y su historia, Heberto Morales revisa el movimiento zapatista de 1994 en esta novela. Su fortaleza y su debilidad son la diversidad de voces; así, habla de los asuntos religiosos y sus representantes, de los mestizos y su ciudad, de los indígenas y sus comunidades, de los extranjeros, del Sup. Tal vez lo que falta en la novela es distancia, porque los hechos todavía son muy cercanos y tocan ideológicamente al autor, quien en su afán de acercarse a tantos puntos de vista muestra sus preferencias. Tal vez Heberto, no lo sé, no quiso salirse de la historia, como si lo hace, por ejemplo, Álvaro Uribe en La lotería de San Jorge (1995), una de las pocas novelas que me parecen prodigiosas en la temática de retratar insurrecciones, guerrillas… Sin duda Uribe, el escritor, tiene una postura política, pero su narrador no, algo que es muy difícil de conseguir. Heberto no lo logra.
Un fragmento sobre el Sup (p. 225): “El Sup llegó pateando la puerta. En el arco, bajo la luz de la lámpara que suspiraba en la noche, ardieron en pánico sobre los altos pómulos morenos los ojos aterrorizados del único policía que guardaba la plaza. El Sup lo acribilló con un fogonazo de su A-K 47. Me mata o lo mato. Lo mato”.
Rosa, otro de sus personajes, reflexiona (p. 173): “La ciudad no le sentaba. Rasgaba sus ojos buscando un horizonte sin más tapias que el bosque, y topaban con cercas, o con muros pintarrajeados con la última protesta. Forzaba sus orejas anhelando escuchar los trinos de sus aves, o el rozar de alas de sus jeshes juguetones, y se las horadaba la estridencia de las combis y los autobuses apurados por ganar la siguiente corrida. Ensanchaba sus narices para sorber el suave olor del romerillo, de la albahaca o de la yerbabuena, y se las llenaba, en cambio, el pútrido tufo de los tubos de escape. Estiraba sus manos, ansiosas de enredarse en el maizal para la limpia, la dobla o la cosecha, y encontraba que sólo le servían para agitarlas al aire espantando sus viejas pesadillas y sus nunca olvidados tormentos”.
Sangre en la niebla, Universidad Intercultural de Chiapas, 2006
Me parece la menos lograda de las novelas suyas que he leído. Es una novela policiaca, que enlaza el mundo indígena con el mestizo y que hace aparecer por primera vez un personaje que también será parte de su siguiente trabajo novelístico.
La trama es muy sencilla, muy previsible.
En todas sus novelas, pone Heberto fragmentos de introspección. Me gustan. Aquí uno (p. 159): “Las marchas habían sido por un tiempo espectáculos aterradores. La gente se encerraba en su casa. Los negocios atrancaban sus puertas y los dueños se escondían alejados para evitar que los reconocieran. Los empleados de las diversas oficinas inventaban viajes de urgencia para evitar las encerronas, fuera de aquellos infelices que no tenían suficiente importancia y debían atender al público o perder su sueldo por abandono. A éstos, que poco o nada podían resolver, los secuestraban a pan y agua hasta que alguien de mayor alcurnia se daba ánimos para llegar, hacer un trato a ciegas y firmar una minuta de compromiso que, por supuesto, no tenía nadie ninguna intención de cumplir, a no ser que otra marcha volviera a imponer la ley de la selva. Pero con el tiempo las marchas se volvieron el pan de cada día. Marchaban por la paz, contra la guerra, por los derechos de los niños, contra las rozaduras, por el ser el Día Mundial de la Mujer o para liberar a algún bandido que no había podido encontrar algún cómplice que lo ayudara a no ir a parar a Cerro Hueco. Y la gente se fue haciendo a la idea de que con marchas o sin ellas tendría que seguir viviendo, y ya a nadie le importaron. Menos al gobierno”.
Cántaros, Universidad Autónoma de Chiapas, 2006
¿Por qué queremos guardar recuerdos los viejos, pensé,
si nosotros mismos ya no somos más que eso?
Heberto Morales,
en Cántaros
Esta es, me parece, de las cinco que he leído, la mejor de las novelas de Heberto Morales. También es policiaca, pero hay aquí una trama que enlaza la religión, el narcotráfico, la violencia, el asesinato y el intríngulis entre la justicia y la política, entre lo que debe hacerse y lo que se hace.
La novela tiene tensión, retratos bien resueltos de la compleja realidad y de los personajes tridimensionales, es incluso divertida en algunos momentos, y nos deja ver a un autor en plena posesión de sus facultades narrativas. No es frívola, sino al contrario, analítica sin exagerar; sin fuera un platillo diría que tiene el punto exacto de ingredientes y de cocción.
No tengo ningún reparo que poner, salvo que tendría que ser más difundida, más leída.
El detective, que en realidad es un policía con muchos defectos, reflexiona: (p. 163): “Me senté en una banca, haciendo a un lado los restos de cacahuates y de frutas y las latas vacías. Me sentí donde yo quería. Solo, pero rodeado. De voces. De colores. De sudor. De gritos. De odio. De miedo. Varias pancartas me hicieron casita. Yo me enrollé dentro de mí. ¡Cómo pudieran inventar otras injurias, pensé, que no fueran gobierno ladrón, gobierno inepto! Estas, de resobadas, ya no molestan, me dije. Y poco a poco me fui hundiendo hacia un adentro tan vacío y tan triste, que me habría hecho despertar y salir huyendo si no fuera por las copas de comiteco que me reborujaban hasta la visión. El pueblo. Unido. Si siquiera fuera el pueblo, recuerdo que me susurró una vocecita, suave y coqueta. ¡Ah, si fuera de verdad el pueblo! Pero el pueblo está demasiado ocupado buscando qué comer. Dónde dormir. Con qué trapos taparse. Cuando abrí los ojos, vi que era de noche. La plaza vacía, llena de basura, me saludó con hedor de podredumbre”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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