Travestismo político o muerte, esa es la cuestión
No existe una sola lectura acerca de lo ocurrido en las elecciones del pasado domingo 5 de junio. Una primera interpretación de los resultados apegada a la simpleza de los datos o lo que arrojan las cifras hasta ahora difundidas por la autoridad electoral, implica el reconocimiento de que Morena gana cuatro gubernaturas, mientras que la coalición Va por México se queda con dos.
Otra lectura posible es que la ciudadanía cumplió simple y llanamente su papel de espectador y elector de una burocracia política, no la que desearíamos, sino la que ofrece un sistema de partidos agotado que no hace más que autoreproducirse con más de lo mismo. Políticos de viejo cuño en franquicias partidistas que se venden al mejor postor.
Pero podemos, también, obtener como lección del pasado proceso electoral que, si tomamos en cuenta la tradición política o, mejor dicho, la trayectoria de los candidatos el PAN únicamente refrendaría su sobrevivencia política con el triunfo en Aguascalientes, donde su candidata ha sido parte de su prosapia ideológica desde hace años. Mientras que, en Morena, salvo los casos de Oaxaca y Quintana Roo, sus triunfos en Tamaulipas e Hidalgo obedecen a desprendimientos del PRI, de modo que se trata de candidatos recién conversos al oficialismo actual. En este sentido, el viejo régimen sigue vivito y coleando.
Bajo la lógica de la reproducción del régimen político, entonces, no existiría nada nuevo bajo el sol. Aunque caduco, existe una integración funcional entre los distintos actores que participan del proceso político-electoral. La ciudadanía “participa” otorgando su apoyo o castigando a los candidatos. Ese hecho no es poca cosa, si consideramos que veníamos de una tradición política en la que el voto ni importaba, ni se contaba razonablemente bien. Pero la ciudadanía continúa siendo una suerte de invitado de piedra en una fiesta a la que solamente ve pasar los miembros distinguidos de una élite del poder a la cual no controla.
Desde esta perspectiva, si bien con matices, lo que vemos es más de lo mismo, puesto que no existe prácticamente ningún tipo de control social previo a la selección de los candidatos. Es decir, una elección de candidatos en que la ciudadanía tenga un peso específico donde pueda hacer efectivo su respaldo a candidatos y no que estos se ofrezcan como un menú definido desde las burocracias partidistas.
Desde luego que las elecciones sean creíbles es un salto copernicano nada desdeñable y ha costado mucho trabajo construir un marco institucional que permita alguna certeza en los resultados de los procesos electorales, pero este hecho resulta limitado frente a los cambios que se han venido presentando en las sociedades actuales, de actores políticos que se resisten a otorgar mayor poder de control de la ciudadanía sobre ellos mismos.
¿Qué nos asegura que los recién conversos no actúen a la manera tradicional con la que aprendieron el oficio de políticos profesionales? Actuarán conforme a la pedagogía política que les inculcaron y que han cultivado con más o menos ahínco. En ese sentido, el PRI tendrá miembros destacados en tres de los gobiernos estatales disputados el domingo pasado.
Morena no mira a la sociedad y recoge a lo mejor de ella, sino que mira y entresaca de la vieja clase política a candidatos que pueden eventualmente ser competitivos, pero que responden a las añejas lógicas de la cultura política que se fraguó en el periodo posrevolucionario. Morena medra al PRI y lo orilla al precipicio de la extinción para recuperar la hegemonía de la vieja tradición política nacionalista que fue derrotada con los gobiernos neoliberales de finales de los 70 y, sobre todo, de principios de los 80 del siglo pasado.
Chapado a la antigua, el cuarto prócer de la patria prefiere la incondicional lealtad de sus correligionarios, que renovar sus liderazgos desde lo que emerge de las demandas sentidas de la población; se siente más cómodo con los coyotes de la política que con dirigentes sociales cuya autonomía de conciencia pueden quizás incomodarlo, pero eventualmente podrían no ser seguidores vergonzantes de consignas impuestas desde el poder. Por ello es incapaz de ver que la sociedad civil no es un conjunto de sectores acomodados solamente, sino una pluralidad de intereses que en sí misma es irrepresentable, pero de la cual pueden emerger liderazgos políticos que podrían contribuir a un cambio verdadero, porque las “innovaciones” que enarbola este gobierno no podrán alcanzarse sin una circulación de élites que exprese finalmente la diversidad existente en la sociedad y eso implica una renovación completa de la clase política que ha usufructuado todos los beneficios del poder. Se revierte, entonces, la frase de que no se puede poner vino nuevo en copas viejas que, en palabras del jefe máximo del poder constituido, resulta un enorme obstáculo para los cambios que, en teoría, se pretenden alcanzar.
El triste papel de la oposición incapaz de reformarse no sólo discursivamente, cosa no menor, sino principalmente en la renovación de dirigentes desde la sociedad misma, ofrece un panorama desalentador para la joven democracia mexicana. La oposición prefiere la apatía de no empeñarse en recuperar las demandas ciudadanas y reconocer a sus liderazgos, para retener el poder de burocracias parasitarias. Una oposición retobona e incapaz de autoregenerarse le hace un flaco favor a la sociedad que dice representar y sin otra misión más que de oponerse al orden existente, por el hecho mismo de jugar ese papel, otorga al régimen los incentivos necesarios para su perpetuación. Sin ideas renovadoras y refrescantes, una oposición así más que a la sociedad termina por servir de manera patética a un régimen político que mal o bien ya cumplió con su misión y se prepara para su lenta, pero inexorable extinción para bien de todo el país.
La opción de izquierda, por ejemplo, no se encuentra en los partidos tradicionales, es decir, en toda la oferta de expresiones políticas que contempla nuestro sistema de representación actual. Esta opción se encuentra diseminada, a veces de forma difusa, entre la sociedad, resulta muchas veces marginal y tiene escaso poder, salvo en los nuevos movimientos de protesta, particularmente el de mujeres y de la diversidad sexual, por cierto, de carácter global; así como el de los derechos humanos y la protección al ambiente, que también tienen agendas globales.
No cabe la menor duda que Morena se apresta a gobernarnos por más de un sexenio, pero es de dudarse que podamos de nuevo vivir otros 70 años de gloria de un solo partido. Eso no depende de Morena, ni de los actores políticos que engrasan los ejes del sistema político, sino de las capacidades de innovación y movilización de la propia sociedad. Ya veremos lo que nos depara el destino próximo.
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