El color del mundo

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El color del mundo

Héctor Cortés Mandujano

 

He leído varios libros de Mario Bunge. Leo uno más: Seudociencia e ideología (Alianza Editorial, 1985), una colección de ensayos breves sobre lo que propone el título.

En “Seudociencia y seudotecnología” dice (p. 63): “El hombre, supremo creador, es también el máximo falsificador, puedo falsificarlo todo, desde billetes de banco hasta la amistad”.

Su crítica se mueve hacia todos lados (p. 75): “La ciencia no tiene el monopolio de la verdad, y la tecnología no tiene el monopolio de la eficacia. La guía telefónica de una ciudad contiene más verdades que todas las ciencias sociales juntas, pero esto no la hace científica”.

En “Alcance de la ciencia” escribe (p. 179): “Pese a todas nuestras ventajas, otras especies nos aventajan en varios respectos, tales como fuerza y velocidad. Nuestras mayores ventajas son el cerebro y la longevidad. Nuestro cerebro es el más plástico de todos los cerebros conocidos y por esto el más capaz de aprender. […] Por cierto, que a medida que se sabe más hay más por aprender”.

Y se aprende de los vivos y de los muertos (pp. 180-181): “El estudioso no cuenta sólo consigo mismo, sino también con otros miembros de sus comunidad. La cooperación, con vivos y muertos, supera las limitaciones personales. Lo que sabe la humanidad, lo sabe colectivamente. No hay sabio aislado. Incluso el científico que trabaja ocasionalmente solo está en contacto con otros miles, a través de libros y revistas. […] Lejos de ser autónoma, la ciencia florece o se marchita con la sociedad. Lo mismo pasa con la tecnología, las humanidades y las artes”.

Porque depende de la sociedad, del Estado (p. 188): “La ciencia ya murió varias veces por falta de interés o a consecuencia de la censura ideológica”.

En el último ensayo, “Informática: ¿ciencia, técnica o religión?” habla de lo positivo y lo negativo en el uso de la información computarizada. Tomo dos de sus usos negativos (p. 245): “El uso masivo del ordenador, que consume teorías ya hechas, hace perder de vista el objetivo de reexaminar, criticar, reformar y aun substituir teorías”, y “el ordenador puede servir de taparrabos para ocultar la indigencia intelectual. […] El impostor intelectual puede fabricar basura cultural más rápidamente con ayuda de un ordenador, y los burócratas a  cargo de los subsidios de investigación estarán encantados de darle cuento dinero pida, porque el ordenador confiere respetabilidad científica”.

 

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Ilustración: Juan Ángel Esteban Cruz

No he leído muchos libros de física, por eso no tuve reparos en comprar y leer 50 cosas que hay que saber sobre física (Editorial Planeta, 2009), de Joanne Baker. Hallé en él nuevos conocimientos y reafirmaciones. Te comparto algunos, lector, lectora.

Sin la física, dice la autora en el prólogo (p. 7), “no habría mediodía, ni arco iris, ni diamantes. Incluso la sangre que fluye por nuestras arterias se rige por las leyes de la física”.

El libro tiene recuadros, cronologías, biografías, resúmenes, al margen de la corriente principal que explica las 50 cosas. En la página 18 hay un recuadro con una idea de Stephen Hawking: “Sólo somos una raza avanzada de monos en un planeta menor de una estrella promedio. Pero podemos entender el universo. Eso nos hace muy especiales”.

Otro recuadro (p. 42): “Recientemente los astrónomos trataron de calcular el color medio del universo sumando la luz de todas las estrellas, y descubrieron que no es amarillo brillante, ni rosa, ni azul pálido, sino un beige bastante deprimente”.

El número 10, de las 50, es el cero absoluto (p. 44): “El cero absoluto no ha llegado a alcanzarse jamás, ni en la naturaleza, ni en el laboratorio”. La presión alta, que tantos líos trae a la gente, es sólo mala circulación (casi siempre por comer muchos azúcares y no hacer ejercicio) y eso lo explicó “La ecuación de Bernoulli”, la cosa 13, desde 1738 (p. 56): “Un aumento en la velocidad de los fluidos provoca un descenso de la presión”.

La 26 es “El principio de incertidumbre de Heisenberg”, que en resumen dice (p. 111): “El camino sólo existe cuando lo contemplamos. No tenemos modo alguno de saber dónde está una cosa hasta que la medimos”. También señaló que tampoco es posible predecir la trayectoria futura de una partícula. “A causa de estas profundas incertidumbres sobre su posición y velocidad, el resultado futuro también es impredecible”.

“La interpretación de Copenhague”, la 27, de Neils Bohr, propone que (p. 114) “nunca podemos separar por completo al observador del sistema que él o ella quieren medir. […] Aunque miráramos una manzana, era necesario considerar las propiedades cuánticas del sistema en su conjunto, incluyendo el sistema visual de nuestro cerebro que procesa los fotones de la manzana”.

En la 32, “El átomo de Rutherford”, se habla de algo que ya sabía, pero no está de más apuntar (p. 135): “La fuerza nuclear fuerte es una de las cuatro fuerzas fundamentales, junto con la gravedad, el electromagnetismo y otra fuerza nuclear llamada fuerza débil”.

“La fisión nuclear”, la 34, llevó a la muerte. Llamaron a las bombas muy risueñamente, pero trajeron sólo desgracias (p. 143): “El 6 de agosto, ‘Little Boy’ fue lanzada sobre Hiroshima. Tres días después, ‘Fat Man’ destruyó Nagasaki. Cada bomba liberó el equivalente de unas 20,000 toneladas de dinamita, matando en el acto entre 70,000 y 100,000 personas, y el doble a más largo plazo”.

Recuadro con las palabras de Sir Arthur Eddington (p. 147): “Somos pequeños fragmentos de materia estelar que se enfriaron por accidente, fragmentos de una estrella desviada”. Las partículas más pequeñas de la materia, dice el 36, “El modelo estándar”, se llaman quarks (p. 149): “Fueron bautizados con ese nombre por una frase en El despertar de Finnegan, de James Joyce, en que describía el grito de las gaviotas”.

Se ha buscado una teoría del todo, dice la 39, “Teoría de las cuerdas”, para explicar “todo el zoo de partículas e interacciones” (p. 162): “Einstein trató de unificar la teoría cuántica y la gravedad en la década de 1940, pero nunca lo logró, ni nadie desde entonces”; en la 40, “Relatividad especial”, me llama la atención esto, que para los físicos debe ser básico (p. 184): “En 1887, un famoso experimento demostró que el éter no existía”.

En “La paradoja de Olbers”, la 43, explica la autora (p. 178): “La luz del Sol tarda 8 minutos en llegar hasta nosotros, pero desde la estrella más cercana, Alfa Centauri, tarda 4 años, y hasta cien mil años desde las estrellas que se encuentran al otro lado de nuestra propia galaxia. La luz de la siguiente galaxia más cercana, Andrómeda, tarda 2 millones de años en alcanzarnos”.

Dice Saul Perimutter en un recuadro (p. 195): “El universo está compuesto de materia oscura y energía oscura, y no sabemos qué son ninguna de las dos”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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