Pegasus y el ciberespionaje en la monarquía neofranquista
Hace varios años que el conocido programa Pegasus, creado por la empresa israelí NSO Group, ha sido motivo de escrutinio y crítica por parte de la prensa especializada en investigación y por organizaciones tan poco dudosas en la defensa de los derechos civiles como Amnistía Internacional. Pegasus es un programa informático dedicado al espionaje introduciéndose en equipos de comunicación personal para escuchar conversaciones, conocer los contactos del usuario, además de poder descargar sus mensajes, fotos, etcétera. Acciones que se complementan con la capacidad de colocar informaciones y documentos ajenos a los propietarios de los equipos. Una vez infiltrado ese malware en el dispositivo electrónico la capacidad para conocer los datos existentes e, incluso, manipularlos se convierte en el ejemplo perfecto del espionaje; aquel que, con anterioridad, se había popularizado a través de novelas y películas.
Una de las singularidades de este programa prácticamente indetectable es que, se supone, solo puede ser vendido a Estados y sus gobiernos reconocidos por no ser dudosos en su calidad democrática. Particularidad justificada, por sus vendedores, por tratarse de un software destinado a prevenir amenazas a la seguridad nacional y defenderse del llamado terrorismo. El binomio terrorismo y seguridad nacional lleva tiempo siendo un recurso fácil para cometer desatinos, por decirlo con suavidad, desde las instituciones de los Estados del planeta. Maniobras de dudosa licitud para espiar a empresarios, políticos y, como no podía ser de otra forma, a defensores de derechos humanos, periodistas y disidentes políticos.
Son muchos los países involucrados en el uso ilícito de este programa de espionaje y, como tampoco resulta extraño, México también aparece en la lista de Estados que han adquirido la tecnología de la compañía israelí. Adquisición y uso que están bajo investigación y que sitúan su compra y las prácticas de espionaje entre los años 2012 y 2018, es decir, durante las presidencias de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Durante el pasado mes de abril el periodista de investigación Ronan Farrow, hijo de Woody Allen y Mia Farrow, publicó en The New Yorker un nuevo episodio de espionaje de este programa en su artículo “How Democracies Spy on Their Citizens” (18 de abril de 1922). En él destapó lo que sería el caso más grave de espionaje, en una supuesta democracia, de los últimos años. Se trata de la confirmación de que más de 60 políticos, funcionarios y periodistas vinculados con el independentismo catalán habían sido espiados incluso después de que se condenara a políticos catalanes por sus ideas en un juicio que, con toda certeza, será reprobado en los próximos años por las instancias jurídicas europeas. Lo anterior confirmó las sospechas de tales espionajes y que habían sido anticipadas por el que fuera presidente del parlamento catalán, Roger Torrent.
Quien tenga interés en la situación política catalana y por lo sucedido en los últimos años, más allá de la prensa centralista y que se comporta como lo que siempre ha deseado ser, la portavoz de la metrópoli colonial que es Madrid, sabrán de las críticas de organizaciones internacionales hacia las prácticas judiciales y políticas del Estado español. La tan cacareada democracia plena española es simplemente un recurso retórico para ocultar que se trata, como mínimo, de una democracia de baja intensidad. Eufemismo para no sentenciar, de manera abierta, que es un Estado donde la democracia resulta una cortina de humo para dar continuidad al más rancio posfranquismo, donde las fuerzas de seguridad y todos los instrumentos estatales, principalmente el poder judicial, se utilizan para defender a privilegiados y perseguir disidentes.
El caso de este espionaje masivo, que con certeza afectará a un mayor número de personas, no solo es el más grave de Europa sino que significa que el simple hecho de pensar de distinta forma es leído como un peligro para el Leviatán hispano. Un Estado que nunca fue liberal y que todavía pregona que salvó a América de la barbarie, practicándola, no puede ser más que un simulacro que deja a los ciudadanos que no desean ser vasallos, siervos, totalmente indefensos ante todos los aparatos de represión estatales de la monarquía neofranquista.
Si ello es sumamente grave, por ir contra la libertad de conciencia y el derecho a la intimidad, más lo es el silencio de políticos, intelectuales y, por supuesto, de la prensa ante tales situaciones. La defensa y unidad del Estado posfranquista se pone por encima de los derechos y libertades civiles de los ciudadanos, al menos de los que no quieren, pacíficamente, ser parte de ese Estado. Hoy, más que nunca, aplica el poema del pastor luterano Martin Niemöller, y que cuenta con distintas versiones, que trata del pusilánime papel de los intelectuales cuando el nazismo se hizo con el poder en Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial:
“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los
comunistas,
guardé silencio,
ya que no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
ya que no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
ya que no era sindicalista.
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
ya que no era judío.
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar”
El modelo de Estado liberal y democrático está en crisis desde hace lustros y las alternativas que se vislumbran en el planeta no son esperanzadoras para el presente y, sobre todo, para las siguientes generaciones. Menos esperanza existirá si se siguen legitimando las acciones que pisotean y destruyen los pocos derechos conseguidos por los ciudadanos gracias a muchas y costosas luchas políticas durante siglos.
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