Mercantilizar el conocimiento; extraviar la creación
Hace poco recibí un correo del director de la dependencia universitaria donde trabajo, en él mandaba un enlace sobre un libro. En concreto se trata de la traducción al castellano, por parte de la Universidad de Granada (España), del texto de Maggie Berg y Barbara Seeber, The Slow Professor: desafiando la cultura de la rapidez académica (2022 [2016]). El libro aborda cuestiones que, desde hace años, se vislumbran y exponen pero, sobre todo, se sufren en el medio académico. Sin embargo, y por conocidas que sean esas problemáticas, no parecen tener remedio inmediato porque se relacionan con las modalidades de trabajo que se imponen en las nuevas formas del capitalismo y la comunicación mundial. Incluso, el lenguaje de esas formas económicas contemporáneas ha invadido el mundo universitario, muchas veces con la complacencia de los actores sociales que lo sufren. En definitiva, el libro en cuestión evidencia este camino emprendido por universidades y centros de investigación al mismo tiempo que propone algunas alternativas. No se enumerarán todos estos problemas que, desde otra perspectiva, seguramente viven más personas en otros empleos porque nadie es ajeno a esas dinámicas que privilegian la cuantificación de la productividad y la celeridad para lograrla.
Es de todos conocido que las instituciones universitarias que se dedican a formar recursos humanos también tienen en la investigación otra de sus misiones. Indagaciones destinadas a crear conocimientos que sean fundamentales para entendernos como individuos y sociedades, o para lograr transformaciones científicas y tecnológicas. Si ello es comprensible y sabido, lo que se ignora es que los proyectos de investigación cada vez cuentan con menos recursos para realizarse pero, especialmente, con menos tiempo. Al ritmo de maquila las investigaciones se asumen como objetivos inmediatos, sin la posibilidad de llevarse a cabo con la duración suficiente para buscar información y experimentar y, lo que es peor, sin tener tiempo para la reflexión que significa el proceso lógico de creación de conocimiento. Además, mostrar intereses diversos resulta perjudicial dado que la única manera de sobrevivir es dar vueltas sobre el mismo tema. El discernimiento se torna repetitivo para acelerar la obtención de resultados en forma de publicaciones.
Las inquietudes que crean interrogantes lógicos y que incitan a la exploración son coartadas por un sistema que privilegia la inmediatez por encima de los saberes novedosos. Además, cualquier alejamiento del carril es imposible que se libre de ser cuestionado dado que la revisión es constante a través de informes, evaluaciones, etcétera. El proceso creativo desaparece para privilegiarse la burocratización del conocimiento. Todo se mide, se cuantifica, y si no se logra cumplir en el tiempo fijado se ponen seriamente en duda las posibilidades de sobrevivir en el medio.
Los periodos para asimilar lecturas, repensar experimentos o datos, en definitiva, para el análisis quedan sometidos a la retórica de la productividad. Compartir debates de ideas se ha convertido en una quimera en pos de la lógica, también mercantil, de la competencia. Ya sea por entrar plenamente en esa dinámica, o por apartarse de ella, los diálogos académicos desaparecen porque los “otros” no son sujetos para la deliberación sino competidores en el mercado académico.
Similares situaciones se viven si el posicionamiento personal se aleja de la dictadura de las modas teórico-metodológicas y de la estructura formal de los resultados de investigación. De esta manera, los artículos académicos, por ejemplo, cada vez se asemejan a formularios burocráticos, sin posibilidades de creación propia. A lo anterior hay que agregar el cobro por publicar en ciertas revistas y las redes de citación entre grupos de interés para aumentar, de nuevo en número, la presencia de unos autores y textos por encima de otros.
En fin, este proceso de degradación de la inseparable inventiva que entorna la creación de conocimiento se disemina por todo el mundo académico como una plaga invasiva, destructiva. Para quienes quieran conocer más de esta situación el libro los guiará por muchas de estas desagradables sinuosidades que se viven hoy en día. Visión pesimista, no cabe duda, pero que las autoras suavizan con algunas propuestas vinculadas al “Movimiento Slow”. Ese posicionamiento ciudadano que sugiere vivir con mayor calma en busca de una vida más plena. Así, y siguiendo este movimiento que nació a finales del siglo pasado con las protestas por la instalación de un McDonald’s en la plaza de España de Roma, las autoras hacen una loa de la calma, de la lentitud en el trabajo universitario. Una reivindicación que, desde otra perspectiva, hizo hace algunos años el sociólogo estadounidense Richard Sennett en su libro El artesano, originalmente publicado en 2008.
Además de lo expresado por estas autoras, tal vez sería adecuado reivindicar una visión y posición más heterodoxa de los actores que conforman el mundo académico. Heterodoxia que dude de todo y, si se me permite, que no se case con ningún tipo de creencias, principalmente por las modas impuestas y la uniformización de los conocimientos.
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