Crítica y elogio de una vinculación (im)posible*
Pensar los vínculos siempre es un reto formidable. Lo es porque supone adentrarse en esa condición de posibilidad de la vida en común, que es dar y recibir, compartir y distribuir, sumar y colaborar para ensanchar nuestros horizontes de convivencia siempre históricos, es decir, cambiantes. También, porque implica comprender la extrañeza de las fracturas de las lógicas del beneficio mutuo en medio de disensos ideológicos, conflictos de intereses, desigualdades sociales y problemas de comunicación, negociación y traducción cultural.
Puestos en el trance de hilvanar algunas ideas sobre la variabilidad de las formas de estar juntos, tenemos delante una serie de presupuestos, constataciones y emergencias sobre las conflictivas maneras de interactuar, por ejemplo, las llamadas “sociedad civil” y, la otra, la “sociedad política”. No sólo pesa en sus relaciones de qué lado de la historia están, el carácter gubernamental o no de las organizaciones o instancias para la acción pública, sino las diferencias entre las tradiciones políticas y epistemológicas desde las que enmarcan sus repertorios de acciones, sus modos de ver a los otros y las disonancias cuando entran en conflicto o no armonizan sus agendas al evidenciarse las matrices de intereses y de relaciones de poder en que se encarnan. Sin duda, se trata de relaciones difíciles y traumáticas, siempre en el filo de los antagonismos, el hostigamiento y la violencia por abusos de poder o la corrupción de los vínculos cuando se trata de regulaciones de los discursos, cooptaciones políticas o económicas. Empero, en ningún caso podemos reducir simplistamente la diversidad, las divergencias y las múltiples formas de trabajar en conjunto; tampoco, estereotipar ni de un lado, ni del otro, ni oficial o mainstream ni todo lo contrario o underground. Si bien no es recomendable satanizarlas per se, ni institucionalizar los estereotipos, tampoco se trata de endiosarlas.
Ambas “sociedades” remiten a la heterogeneidad metafórica y real de la sociedad en su conjunto, a grados de institucionalidad de la agencia y a la formalización burocrática de las relaciones sociales, a personas de carne y hueso, a vidas que tienen derecho a ser vividas digna y plenamente. De ahí sus complejidades teóricas y sociológicas como construcciones humanas. En cualquier familia hay parientes o amigos que trabajan en el gobierno mientras otros u otras, se ocupan en organizaciones no gubernamentales; a veces las mismas personas están con un pie en cada lado, o se rotan por períodos entre un lado y otro alternando con encargos en los gobiernos o con contratos temporales en distintas dependencias o ámbitos incluso académicos. Independientemente de ello, se constatan “diálogos de sordos”, cuando no confrontaciones campales, a partir de cuestionamientos mutuos y utilizaciones de ambas partes con valencias positivas o negativas en función de los fines que persiguen. La complejidad de las mediaciones políticas y comunicativas no se puede simplificar, ordenar o dominar como a veces pretenden el estado o la sociedad civil sin poner en cuestión sus normas, saberes y prácticas institucionalizadas.[1]El conjunto de articulaciones e influencias entre ambas está en función del contexto, las circunstancias y las situaciones concretas de mayor o menor verticalidad, mismas que no son fijas, ahistóricas o inamovibles porque están en medio de luchas por la hegemonía cultural, cálculos de fuerzas contingentes, acumulaciones de contradicciones, cambios de tácticas y apuestas estratégicas.
Las agencias del estado y los agentes de la sociedad civil experimentan desencantos, descréditos y desconfianzas entre sí ante escenarios de cuestionamientos y hasta de rupturas más o menos radicales entre sus programas. El desencuentro de demandas prácticas y éticas repercute en una mayor o menor capacidad de intervención, resolución, irrupción o interrupción para alcanzar objetivos comunes que beneficien a amplios sectores de la sociedad movilizándolos activamente; o, para cooptar o cortar de un tajo las influencias, las agendas culturales o los proyectos de cambio social y así desmovilizar cualquier agencia transformadora. Por ejemplo, en el ejercicio de los derechos humanos y el uso de las instancias de procuración de justicia y de salud existe un campo de pugnas, tensiones y desencuentros que no pocas veces roza el abismo. Lo que generalmente se constata es un profundo agobio y una aguda ansiedad frente al otro. Hay instaurado un régimen de la sospecha basado en la experiencia histórica y la afirmación cultural de una actitud para nada ingenua ante la audacia sociopolítica del contrario sea para que todo permanezca igual o para que algo cambie para el bien común. De esos regímenes de desconfianza emerge el enorme desafío de distender esos agobios y disgregar esas ansiedades para superar el enfrentamiento y el desencuentro en que están atrapadas, es decir, emerge la posibilidad de apostar por la cooperación, el trabajo horizontal y el diálogo constructivo aunque parezcan imposibles.
Muchas preguntas adquieren actualidad y revelan las disputas de sentido histórico en que estamos embarcados. ¿Es recuperable el Estado para los fines de la sociedad toda? ¿Nos representa poco o nada? ¿Aún sirve históricamente en medio del desgobierno y el segundo estado o paraestado realmente existente? ¿Para qué sirve realmente? ¿A quiénes sirve? ¿A intereses personales, privados o públicos? Al mismo tiempo: ¿es la sociedad civil capaz de ir más allá de las protestas para exigir respeto a los derechos y cumplimiento de los encargos constitucionales o para denunciar violaciones, maltratos e irresponsabilidades? ¿Puede aportar a la articulación de disidencias sociales y conciencia política apuntando a proyectos alternativos? ¿Es la suma crítica de esos proyectos un horizonte histórico con potencial incluyente? Sin duda, necesitamos creer que sí es posible otro proyecto histórico, otra articulación política, otra cultura política y otra política cultural porque ninguna hegemonía agota el potencial del conocimiento ni pone fin al horizonte histórico.
Algunos puntos de anclaje y de fuga para abonar las convergencias más sustantivas en torno a otras posibilidades históricas podrían ser: a) poner en el centro el bien común para tejer tramas de relaciones sociales sólidas, complejas, tupidas, de lazos y nudos duraderos y sustentables; b) no reducir ni anular la diversidad que nos constituye y nos abre las puertas de la sobrevivencia como especie; c) poner por delante el interés colectivo sobre el individualismo competitivo; d) luchar contra el utilitarismo en las relaciones sociales que impone la cultura del descarte, de la desechabilidad, del usar y tirar, del sirve o no sirve, hay o no hay. Dicho con otras palabras, tras el disentimiento individual o grupal no nos queda de otra que reconocer las prácticas asimétricas del poder y poner frenos a la mercantilización de la vida, a la lógica de la acumulación de saber, riqueza y poder para perpetuar desigualdades sociales, jerarquizaciones y modelos de clasificación que refuerzan las leyes de las fronteras sociales.
Otro punto fundamental donde fondea la discusión de este tema es el de los supuestos trascendentales de nuestros actos y prácticas. Definitivamente se trata de cómo reconstruir los imperativos éticos, de las dimensiones y explicaciones éticas de la acción yendo más allá del dinero, el lucro, del mercado y la mercantilización, situando en el centro de las cuestiones el valor humano, la responsabilidad y el compromiso social. La razón ética y la razón utópica van de la mano como la posibilidad del encuentro y del estar fundado en lazos de reciprocidad, en vínculos horizontales bajo valores como la justicia, en las necesidades y las demandas mutuas. Más allá de las anulaciones, tenemos la necesidad de reconocer saberes y prácticas, de un profundo conocimiento mutuo por la vía comunicativa. Ser menesteroso de esta vía comunicativa implica ser proactivo en la producción de sentido para poner en común, para la puesta en común de sentidos de lo que es necesario para la vida colectiva. Ello implica conocernos más e incluye negociar en los conflictos, sin negarlos, sin institucionalizarlos, sin infantilizar ni revictimizar, sin foclorizar, ni negar a ninguna de las partes. También necesitamos transparencia para pensar y compartir alternativas de solución a los problemas y muchísima humildad y humanidad para reconocer y reparar los daños con amplios repertorios de acciones complementarias.
Si se suma a la discusión una genuina pregunta sobre qué aporta socialmente el sector académico de las ciencias, las tecnologías, las artes y las humanidades, no solo constataremos un divorcio mal llevado si no un ensimismamiento en trayectorias egocentradas y encerradas en torres de marfil, cristal, brujas o magos. Cierto modelo de desarrollo científico cristalizó y hasta fosilizó la aportación del sector académico de las instituciones de educación superior situándolo entre dos ejes o hélices como el Estado con su sector gubernamental y el sector productivo o empresarial. La sociedad en su real pluralidad, quedaba relegada de ese modelo dominante o situada más allá como contexto casi neutral o vacio. ¿Cómo se puede salir del encierro claustrofóbico, de la voluntad individual, del soliloquio sin escucha y de los repliegues estratégicos?
En este aspecto puede mostrarse el papel de la academia y de las universidades públicas, mismas que hay que seguir defendiendo aunque sea difícil militar en ellas. El rol de estas puede ser muy activo al desplegar mediaciones que aporten a desradicalizar los puntos de vista, desacralizar falsos profetismos del Estado, las ONGs y la propia academia, historizar las relaciones informadas por desigualdades de género, clase o etnia, la violencia estructural y la presencia cambiante del Estado y apostar por el intercambio y la intercomunicación sin aniquilar al otro. Así podrían explorarse creativa e innovadoramente las maneras de cumplir con sus responsabilidades sociales y culturales enraizándose en los contextos locales a través de proyectos comunes posicionados y situados donde se ubiquen múltiples formas de política cultural, a través de las cuales lo cultural devenga en política[2] y las politicidades en politizaciones de la acción colectiva.
Las constataciones, las emergencias y los puntos de fuga resumidos de manera muy sintética permiten mostrar la necesidad de no perder pie en la realidad, de la cooperación humana, la búsqueda de acuerdos, de la concordia (con el corazón), para la convivencia social siempre atravesada por múltiples relaciones centradas en la producción de vínculos entre todos como dones y contradones que se dan y se reciben, la producción de lo vinculante y de la vinculación misma como proceso de construcción de comunidad, creando e innovando socialmente las posibilidades de cruces por nuevos mundos de vida posibles. Es aquí donde se revela imprescindible la reflexividad sobre las propias prácticas históricas de todos y, en ese sentido, la particular aportación del sector académico y profesional con el desarrollo de la conciencia crítica del orden de las cosas y la intervención colaborativa de forma directa en los campos de vida. Sin embargo, su mediación política y cultural servirá si todos y todas no ponemos en el centro la voluntad común de pensar primero en las personas, en sus necesidades y problemas, en el bien común y el bienestar colectivo. Solo así adquirirá resonancia y será productivo el encuentro entre la sociedad civil y la sociedad política a sabiendas de que ambas necesitan de distancias y desencuentros críticos para que pongan los pies en la tierra y reflexionen sobre su propia historicidad, sus sustentos epistemológicos y la dimensión terrenal de sus actos en el ámbito de lo humano y lo social.
Estoy convencido de que para abrir ese gran limes o surco donde se pueda sembrar la reinvención del país se necesita de la gran sensibilidad de la sociedad civil organizada e independiente, su capacidad de sentir los latidos o pulsaciones sociales, de escuchar voces de los excluidos y de visibilizar los silencios, los murmullos, los gritos y los clamores desesperados y desesperanzados. También, la capacidad del Estado a través de los gobiernos con sus distintas dependencias para no desgarrar los tejidos sociales, incluir a los diferentes y los disidentes sin representaciones totalitarias, conjuntar instrumentos contra las desigualdades y traducir necesidades y demandas en satisfactores y respuestas pertinentes. El horizonte de la acción y la vida pública siempre será de lucha social, misma que, sin duda, podría desarrollarse concertando perspectivas distintas a las del presente y la construcción de ciudadanías que cuenten libremente con los medios para servir a la vida más que de medios para vivir al servir. (Por ello, frente a la corrupción que es la fuente principal de la desconfianza social, debemos tenerse cero tolerancia.) Hay que lidiar con horizontes repletos de conflictos, con los límites y las presiones de las cambiantes condiciones, tanto como cada quien lidia con sus propias contradicciones personales y de clase. Los conflictos y las contradicciones de los que se deriva el potencial disidente advierten las fallas de los sistemas y la emergencia de sus alternativas. La sociedad civil y el Estado pueden trabajar en el espacio público desde lugares diferentes pero no ajenos, pueden actuar como fuerzas históricas activas sin girar en círculos para renovar el espacio político de convivencia.
Definir una posibilidad en términos de la evidente imposibilidad para trabajar juntas parece una herejía heterodoxa, pero el carácter democrático de nuestra sociedad se realiza y legitima en esa indecibilidad de la posibilidad misma y de la necesidad de saber soñar. El reto plausible en el campo político es transformar reflexivamente el murmullo en palabras, las palabras en acciones concretas, estás en comportamientos responsables y las buenas prácticas en políticas de desarrollo de ideales de sociedad y humanidad. Se trata de un contrapunteo formidable para el reemsamblaje social de lo público y lo común, la interconexión entre proyectos de cambio y sociedad real al politizar la vida. ¿Cómo el murmullo se convierte en solidaridad efectiva más que en asistencialismos y buenas voluntades que solo se arraigan en las retóricas oportunistas de cada ensoñación estacional (léase sexenal) y en las violentas culturas institucionales? Quizá tengamos que reiniciarnos y contar con herramientas útiles de trabajo político y cultural basadas en el respeto mutuo como aserto moral, en ligazones éticas y vínculos de dependencia y reciprocidad,[3] así como la humanización de todas las relaciones entre las personas, los seres vivos y la naturaleza en su conjunto. Solo así podría adquirir un mejor sentido la vigía de lo real y un rumbo permanente tanto el elogio equilibrado y motivador como la crítica constructiva y propositiva de la vinculación entre lo político y lo civil, el político y el ciudadano.
Notas y referencias
* Basado en la presentación realizada en el marco del 4° Taller de formación de líderes en igualdad de género y no violencia contra la mujer, organizado los días 5 y 6 de octubre de 2015 por el CONACYT y el CESMECA-UNICACH, con el título “La importancia de la vinculación entre sociedad civil y organismos gubernamentales: ¿beneficios mutuos y disensos ideológicos?”, gracias a una invitación de Montserrat Bosch.
[1] Sarah Corona Berkin y Olaf Kaltmeier (coords.), En diálogo. Métodos horizontales para las Ciencias Sociales y Culturales.Barcelona: Gedisa, 2012.
[2] Arturo Escobar,“El lugar de la naturaleza y la naturaleza del lugar: ¿globalización o postdesarrollo?” En: Edgardo Lander, La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO, 2000, pp.113-143.
[3] José Miguel Marinas, El síntoma comunitario: entre polis y mercado, Madrid: Antonio Machado Libros, 2006.
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