Réquiem por la soberanía

José Clemente Orozco, El réquiem, 1928. Litografía. 40 x 57.5 cm. Museo de Arte Carrillo Gil, Ciudad de México.

 

La soberanía ha muerto. Al menos ciertas formas de entenderla han venido perdiendo su vigencia hacia la segunda década del siglo XXI. Ya no es tanto la cualidad virtuosa de un soberano como su dolor de cabeza renovado cada mañana. O, acaso, el malabarismo del poder político de un Estado cuya independencia y autonomía están en jaque, es decir, cuestionadas, amenazadas y relativizadas por telarañas ideológicas y por redes de poderes, tanto de facto como de jure, de naturaleza transnacional y alcance global, que lo comprenden y condicionan llegando a imponer sus propias leyes.

La idea de soberanía no está tan de moda. Su colorido, como el de todos los conceptos, pasa la prueba del tiempo perdiendo la intensidad del brillo y la pureza misma de los colores que lo constituyen. La soberanía política está des-teñida porque por su misma amplitud encierra una ambivalencia de origen, positiva y negativa, en tanto una idea-fuerza para la movilización y el cambio social y una idea-ancla para el conservadurismo social y la defensa del estatus quo. Así ha sido la paradoja histórica: en nombre de la voluntad general se estropea a las minorías y en nombre de los derechos individuales se sacrifican los derechos de las mayorías. Por eso el liberalismo redujo salomónicamente el ejercicio revolucionario de la soberanía del pueblo, la soberanía popular, al sufragio universal y conservó el ejercicio de la soberanía nacional en manos de las elites parlamentarias con sus votos representativos.

Los recientes debates públicos sobre la soberanía en México evidencian como el orden material de las cosas supera cualquier ejercicio soberano de quienes creen detentar el control del Estado. Sus excelencias están rebasadas. Un orden posnacional se ha tejido bajo los designios del capital, sin patria ni fronteras para la reproducción de sus ganancias, y de un ordenamiento político a través de normas, tratados y acuerdos internacionales impuestos unilateralmente como si fueran voluntad multilateral. Se trata de un ordenamiento político que permite el gran juego del orden económico internacional basado en los ideales del libre comercio, la explotación sin fin del planeta y sus habitantes y la extracción de valor para multiplicar las ganancias de unos cuantos a toda costa. En esos juegos globales del poder participan las élites económicas y políticas de nuestros países, emparentadas con sangre y con dineros, reales o prometidos, al creerse la ilusión de su ascenso a las salas VIP de la élite mundial. Sus señorías están atadas de pies, manos y lengua.

            Décadas de neoliberalismo nos legaron un Estado que no ha desertado en el ejercicio de sus poderes centrales pero que opera con capacidades restringidísimas para garantizar los mínimos de gubernamentalidad exigidos por poderes cuyos intereses multinacionales son determinantes.

La soberanía política para ejercer, por ejemplo, un orden propio en las fronteras territoriales de la Nación o regímenes autodeterminados sobre los recursos estratégicos para la seguridad nacional y de la población que habita en el territorio soberano, está sometida o cooptada por voluntades extraterritoriales de otros Estados y de actores transnacionales capitales para el orden global. Así, con los verdaderos límites de la autoridad en la que reside el poder político legislativo, queda expuesta la debilidad del umbral normalizado del pacto social donde estamos. Ese umbral lo he adjetivado de manera poco creativa como posnacional porque el carácter de los flujos, de las dinámicas transfronterizas y la dependencia de interferencias e imposiciones externas, en alianza con actores y fuerzas internas, hacen que el gobierno propio basado en decisiones autónomas y su autoridad soberana sobre la gobernabilidad, estén muy mediatizados. Digamos que la naturaleza del Estado, la Nación y el pueblo como los sujetos de la soberanía ha cambiado muchísimo, tanto como se ha actualizado la identidad de nuestra sociedad, la patria, “lo popular”, “lo nacional”, “lo cívico” y “lo público.”

Sin embargo, cuando el ejercicio de toma de decisiones y de control de recursos vitales como la tierra y el territorio, es practicado autónoma y soberanamente desde abajo por cuerpos políticos que son parte significativa del pueblo en cualquier espacio vital, se nos revelan nuevamente la necesidad y la posibilidad de proyectos históricos con un potencial político incluyente que pongan por delante el interés colectivo, el bien común y lo común. Estas alternativas soberanas en cualquier campo de la vida social, desde el científico hasta el alimentario, luchan con los poderes constituidos y se enfrentan al desmontaje del sacrosanto concepto de “la propiedad” que remite a lo largo de la historia, sobre todo moderna, a la imposición de formas de dominación y de control individualistas para adueñarse del mundo y colonizar todas las formas de vida estrangulando el acceso a los recursos o bienes fundamentales de reproducción social y biológica de la especie humana.

Ante ejemplos dignísimos de luchas sacrificadas y responsables por la soberanía y por el ejercicio democrático de los derechos de distintas colectividades, quién soy yo para cantarle tan temprano una misa de difuntos a la soberanía política nacional. No obstante, el lector identificará conmigo en medio de la incertidumbre y la opacidad que en el aire hay un mal tufo acre que lo contamina todo. O, si se quiere darle menos vueltas a las cosas, una peste a muerto muy persistente e inconfundible que habla por sí sola de la soledad de la vida de los vivos.

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