La violencia incomprendida en el fútbol
Todo México se rasga con razón las vestiduras y se cuestiona los motivos que propiciaron la violencia desatada en el partido de fútbol entre el Querétaro y el Atlas, en el Estadio Corregidora de la primera ciudad. Violencia que, en las primeras informaciones, se había cobrado la vida de varias personas pero que, según los últimos datos, solo reconoce más de una veintena de heridos. Cuantificar los afectados es lo de menos, como también es lo de menos el lugar donde se ha producido esta desgracia, porque podría haber sucedido en cualquier parte del país. De la misma forma, sería necesario revisar la actuación de los cuerpos de seguridad encargados de controlar a las aficiones rivales, un hecho que en cualquier parte del mundo significa tener las suficientes medidas de protección de los espectadores, en especial, de los hinchas visitantes. Dispositivos de seguridad que en México llevan años siendo aplicados, como muchos trabajos de antropólogos han descrito en sus investigaciones.
Entre las primeras reacciones que he escuchado, porque no logré conocer todas, se ha insistido en el siempre presente, y reiterado, discurso que atribuye a “pseudoaficionados” y a “gente sin cabeza” la responsabilidad de esta violencia asesina. Análisis simplista que impide observar otras causas estructurales que provocan este tipo de situaciones, aquellas que, por su complejidad, no tienen una única motivación y explicación. Seguramente se debería pensar en múltiples razones que trascienden a individuos concretos afectados por algún defecto psíquico o biológico, o a masas descontroladas incapaces de pensar, como si esa visión de una especie de gregarismo irracional no contara con espontáneas estructuras organizativas para la violencia o para el apoyo en situaciones dramáticas. Estas últimas ilustradas, tantas veces en México, a través de la improvisada solidaridad tras desgracias naturales en ciudades y regiones. Como lleva años señalando mi profesor Manuel Delgado Ruiz, la espontaneidad es una característica de las agrupaciones humanas en circunstancias determinadas y no siempre transita por lechos de rosas. Son respuestas humanas cualquiera que sea el camino tomado; el ensalzado por ser solidario y positivo, o el negativo y denostado por su carácter violento.
El fútbol, como cualquier otra actividad que construye identificaciones sociales, no es ajeno a la sociedad donde se desarrolla. Es decir, no simplemente es un espectáculo de masas sino que todo lo que le rodea se imbrica con la propia dinámica de la sociedad en la que el fútbol se practica. Por tal motivo, pensar en la violencia futbolística como un hecho aislado es tanto como afirmar que ese espectáculo deportivo debe ser leído y explicado como un fenómeno incomunicado de los seres humanos y la sociedad que lo albergan.
Muchas explicaciones facilonas ubican a ciertas disciplinas deportivas, con gran número de espectadores, como una posibilidad de desahogo de frustraciones y violencias soterradas en la psique de los individuos. Por muy cómodo que resulte identificarse con este tipo de explicaciones también es sencillo ponerlas en cuarentena, puesto que la existencia de esas justas deportivas eliminaría cualquier expresión violenta en la sociedad. México, en ese sentido, está muy lejos de alejarse de expresiones violentas cotidianas.
No cabe duda que el propio deporte, desde sus orígenes, está relacionado con manifestaciones de masculinidad, de hombría, siempre rodeadas de violencia desde que la humanidad tiene conciencia de ella. El fútbol, en sí mismo, es un enfrentamiento entre rivales, entre contrincantes, que dirimen, a través de específicas reglas, combates por el objetivo principal: la victoria del superior sobre el inferior, aunque la reproducción continuada de esas confrontaciones otorgue la posibilidad de alcanzar la victoria en algún momento. Una competencia ritualizada y sin fin.
¿Acaso no es la competencia feroz la lógica de la sociedad en la que vivimos, aquella que exige a los ciudadanos obtener sus metas ya sea con violencia física o simbólica? Una sociedad en la que solo gana o asciende socialmente quien resulta más fuerte, más poderoso, como suele expresarse en los campos de fútbol, no puede pensar que espectáculos de masas son ajenos a lógicas triunfadoras a cualquier precio.
Como casi siempre, y ha sucedido en otros países, la culpa recaerá en las masas de jóvenes desclasados o de quienes se ubican en el escalón más bajo de la pirámide social. Es lo más común y la manida explicación para otorgar la culpa a los más indefensos de la sociedad. Tal vez es buen momento para recordar que el país lleva años hundido en una violencia estructural y que, de forma reiterada, tal violencia se populariza en canciones o series televisivas; un modelo de acción y de triunfo repetido hasta la saciedad, aunque el éxito sea tan efímero como en el fútbol.
Las victorias en el balompié, como parecen serlo en la vida cotidiana, son pasajeras, pero lo que siempre está presente son los obstáculos y los rivales que confrontar. La cuestión principal consiste en saber qué mecanismos tenemos para hacer frente cotidianamente a esas circunstancias y, al parecer, dichos mecanismos cada son más escasos o solo apuntan hacia una modalidad: la violencia.
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