La esperanza, el amor y la guerra
Casa de citas/ 575
La esperanza, el amor y la guerra
Héctor Cortés Mandujano
Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, quien participó en la guerra que relata, es considerado uno de los primeros libros de historia (mi ejemplar es de Editorial Porrúa, 2003, con introducción de Edmundo O’gorman).
La obra parece muy claramente dividida entre el libro uno, que son antecedentes de la guerra, y los siguientes, del dos al ocho, que son la narración de la guerra misma. Dice O’gorman (p. XVII): “Ya dijimos que esta segunda parte de la obra quedó trunca, supuesto que sólo alcanzó a dar cuenta de los primeros veintiún años de la guerra, cuya duración total fue de veintisiete años”.
El enfrentamiento bélico intestino se da entre Esparta y Atenas, cada cual con aliados, y se supone que el acto desencadenante fue que los atenienses habían violado un tratado de paz; en realidad, plantea Tucídides, fue por el temor que hubo, entre los espartanos y lacedemonios, de que los atenienses acumularan tanta fuerza que llegaran a dominar la mayor parte de Grecia. Tucídides era de Atenas y Atenas fue la ciudad más habitada porque su tierra (p. 3) “por ser estéril y ruin estaba más pacífica y sin alborotos”.
Se dice que Pélope llegó con mucho dinero desde Asia (p. 6) “alcanzó poder y fuerzas, ganó, a pesar de ser extranjero, la voluntad de los hombres de la tierra, que eran pobres y menesterosos, y por esto la tierra se llamó de su nombre Peloponeso”. Dice el pie de esta página: “Las cinco partes del Peloponeso eran la Laconia, la Mesenia, la Argólida, la Arcadia y la Élida. Pertenecían a los lacedemonios la Laconia y la Mesenia”. Había una diferencia entre espartanos y lacedemonios (p. 217): “Eran los primeros los ciudadanos de Esparta, donde a nadie se concedía derecho de ciudadanía, por lo cual nunca fue su número considerable y disminuía cada año”.
Después de ocurrida la guerra de Troya, con la Grecia pacífica (p. 8), “los atenienses poblaron la Jonia y muchas de sus islas, y los peloponesos, la mayor parte de Sicilia e Italia, y otras ciudades de Grecia”. Y estas dos ciudades (p. 11) “eran las más poderosas de Grecia: Lacedemonia por tierra y Atenas por mar”.
Tucídides deja clara su intención de contar esta guerra (p. 13): “Mi intención no es componer farsa o comedia que dé placer por un rato, sino una historia provechosa que dure para siempre”.
Se enfrentaron por mar y tierra, y (p. 28) “en verdad, fue esta la mayor batalla de mar de griegos contra griegos que hasta el día de hoy fue vista ni oída, y donde mayor número de barcos se juntaron”.
El libro está lleno de arengas y discursos de uno y otro bando. Dice el famoso Pericles a su batallón (p. 106): “No necesitamos al poeta Homero ni a otro alguno, para encarecer nuestros hechos con elogios poéticos, pues la verdad pura de las cosas disipa la duda y falsa opinión”. Tucídides dice que los oidores y miradores de palabras (p. 168) “escuchaban las narraciones de los grandes hechos como cuentos interesantes”.
Ambos bandos, cuando tomaban una ciudad a sangre y armas, también talaban sus bosques y destruían sus casas, incendiaban todo. En el segundo año de la guerra sobrevino en los atenienses una epidemia muy grande. Perdían los enfermos los ojos y la memoria, y (p. 111) “las aves y las fieras que suelen comer carne humana, no tocaban a los muertos”. Eso hizo que la gente, a sabiendas que iban a morir, por guerra o por peste, se descarara, se volviera impúdica (p. 112): “No tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite”.
En otro discurso, Diodoto dice a sus huestes de dos cosas que impulsan a los hombres (p. 174): “La esperanza y el amor; el uno les guía, y la otra les acompaña”. Para los griegos, los oráculos eran imbatibles. A Hesíodo, el poeta, le profetizaron que moriría en Nemea (p. 202) “y él entendió la ciudad de Nemea, siendo aquel lugar el templo de Zeus que tenía por sobrenombre Nemea”. Allí murió, en el templo, no en la ciudad. El oráculo no se equivocaba.
Tucídides cuenta atrocidades, por supuesto. Los atenienses entregan prisioneros a los habitantes de Corcira y éstos los meten (pp. 238-239) “en un gran edificio y después los mandaron sacar fuera de veinte en veinte atados y pasar por medio de dos hileras de hombres armados. […] Le picaban y punzaban y asimismo los verdugos que los llevaban los herían cuando no se apresuraban. […] Fueron muertos y hechos piezas. Mataron sesenta”. Cuando los que estaban dentro se dieron cuenta, se mataron a sí mismos con flechas que les habían lanzado, con piedras, con cuerdas, “de suerte que entre aquel día y la noche siguiente fueron todos muertos”.
La guerra hace que pueblos que antes estaban con los atenienses se cambien al partido de los peloponenses y al revés; también pactan treguas que no respetan. La paz (p. 302) “no fue guardada ni ejecutada por ninguna de las partes”. La guerra es un continuo talar bosques, destruir ciudades y matarse sin piedad. Estos actos (p. 418) “eran más bien actos de latrocinio que de guerra”. Los ganadores despojaban a los muertos de sus armas y con ellas levantaban un trofeo de victoria.
No eran pocos los muertos en las batallas. Por ejemplo, en una (p. 331) “de los de Argos, Cleones y Ornes, cerca de setecientos, de los matineos doscientos, y otros tantos de los atenienses y de los aginetas; […] de los lacedemonios… cerca de trescientos”. Además (p. 434): “había muchas escaramuzas y encuentros pequeños de todas suertes, maneras y ocasiones que era posible”.
Los tracios entraron en una ciudad y (pp. 437-438) “entre otras muchas crueldades, hicieron una muy grande, que fue entrar en las escuelas donde estaban los niños y escolares aprendiendo, y que eran en gran número, y los mataron a todos. Fue esta desventura tan grande y tan súbita, y no pensada, cual nunca jamás se vio en una ciudad”. Causaron indignación y los siguieron; fueron muertos (p. 438), “de manera que de mil trescientos tracios que eran, no escaparon sino doscientos cincuenta”.
Los atenienses trataron de conquistar Sicilia y fueron vencidos. Les fue mal con los italianos y en una de sus batallas fueron muertos Demóstenes y Nicias, que eran expertos capitanes. A los prisioneros los trataron como animales y los amontonaron en un solo lugar (p. 477), “eran forzados a hacer allí sus necesidades, y los que morían así de heridas como de enfermedades los enterraban allí, produciéndose un hedor intolerable”. A los pocos que sobrevivieron, los vendieron como esclavos.
Aunque fueron veintisiete años de lucha fratricida, las últimas líneas de Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, dicen (p. 548): “En el invierno venidero, después de este verano, finaliza el año veintiuno de esta guerra”. Quién sabe cuántas atrocidades más quedaron sin contarse.
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