Cuando éramos tan colegas (segunda y última parte)
La socialidad académica está hiperritualizada, algoritmizada, por las mediaciones de los regímenes institucionales y tecnológicos actuales. El colegismo virtual se afianza aprovechando la distancia sin los olores del roce diario. Además de las trayectorias egocentradas, tenemos vidas ensimismadas en microcosmos que enfatizan las de-limitaciones y el encierro sobre algunos vínculos y contactos que también quieren salirse del mundo o bajarse del tren. Las “comunidades institucionales”[1] son menos revolucionarias, menos comunicativas, menos autopoiéticas y menos resilientes. Islotes de elitismos y provincianismos.
Lejos quedó el ejercicio socrático en la enseñanza, el encuentro en los parques, los cafés o las comidas para socializar intergeneracionalmente. Las comunidades se reproducen desde los espacios formales de los programas de licenciatura o posgrados, donde muchas veces los límites institucionales despliegan relaciones verticales y jerárquicas que imponen líneas curriculares y agendas de investigación que ahogan la creatividad y la innovación. El pragmatismo y el utilitarismo dominan las relaciones de formación para maximizar las ganancias gracias al juego del mercado sobre el cual descansa la ideología económica de la sociedad contemporánea.
El aprendizaje intergeneracional supone que, llegado el momento y sobre los hombros de la generación anterior, se estimulen las discontinuidades y las rupturas, pero no necesariamente la negación que implica la aniquilación social de los mayores o sus herencias cuando les es imposible jubilarse, cuando no se abren nuevas plazas o las vacantes se congelan. El enemigo no es de ningún modo el profesor o la profesora experimentada que arrastra los pies; el problema no es “quítate tú, para ponerme yo”, porque la heredad intelectual no se protocoliza ante notario ni se recibe después de un rito religioso. Abrir las oportunidades para los jóvenes, para sus estudios en todos los niveles y para sus trayectorias laborales, es capital para construir lo cultural colectivo a partir de aportes y realizaciones personales, de trabajo compartido o socializado en la diversidad para favorecer la sostenibilidad, la continuidad y el arraigo necesario de las culturas académicas.
Definitivamente éramos más colegas cuando teníamos el control colectivo del espacio o hábitat académico, de las agendas de discusión y los medios, bienes o recursos materiales y culturales para alcanzarlas. Cuando los indicadores de productividad y calidad como los factores de impacto, los burócratas y los falsos expertos monopolizaron ese poder, nos embaucaron. Se ejerció el poder verticalmente, se nos hizo claudicar ante las clasificaciones y las jerarquizaciones racistas y dejamos de llamarnos “profesor” o “profesora” o, simplemente, “colega” o “compañero/a”, para exigir tratos de “Licenciado/a”, “Maestro/a” o “Doctor/a”. Nos impusieron límites internos, jugando con colonialidades internas, cuando se encogió el espacio académico y se estrió el territorio universitario con el uso del concepto de propiedad: “mi cuerpo académico,” “mi grupo de investigación”, “mi proyecto”, “mi clase”, “mi categoría”, “mis logros”, “mi tema”, “mi laboratorio”, “mi cátedra”, “mi ayudante”, “mis resultados”, “mi esfuerzo”, “mi espacio”, “mis derechos”, “mi liderazgo”, “mi historia como fundador o fundadora”. Fuimos cada vez menos colegas o fuimos colegas de otra manera, de lejitos, menos intensos, creyéndonos esas distancias y las diferencias internas, la reificación de esos márgenes, confiando en las medidas de la extensión de la organización y en las carreras en solitario para conseguir el éxito profesional, naturalizando todas las formas de desigualdad de clase, género, sexo, generacionales, de edad, de grados, orígenes, perfiles o niveles dentro de las comunidades. Entonces, cualquier uso de discordancias deliberadas ha sido expresión del colegismo para compartir (y disimular) la responsabilidad de los yerros que atañen a una persona. Para alcanzar el modelo de éxito individual a toda costa y a toda velocidad, se ha aceptado incluso el racismo intelectual, el extractivismo académico, el robo de ideas o resultados de otros colegas y, sobre todo, de los propios estudiantes o colaboradores más jóvenes.
A las comunidades académicas nos ha pasado lo mismo que a las comunidades rurales y urbanas después de las transferencias condicionadas y, quizá como ellas, debemos reconocer que “éramos más felices, cuando éramos más pobres.” La corrupción de los vínculos comunitarios con el dinero u otros recursos escasos y preciados da cuenta de las traiciones y los engaños que han calado las relaciones de dependencia recíproca y de cooperación entre comunidades humanas a lo largo de historias concretas. Ahora, somos, por decirlo de alguna manera, “más pobres y más infelices”.
Las muestras de solidaridad, compañerismo y civismo como responsabilidad colectiva se tensan con la preponderancia del interés individual y la intolerancia. Antes éramos más colectivistas sin asfixiar a nadie individualmente; ahora somos más individualistas, asfixiamos al prójimo y nos sofocamos a nosotros mismos con la ceguera y la sordera del egoísmo. Algunas formas de colectivismo murieron con el neoliberalismo porque como dice el refrán: “verbo y billetes matan carita.” No tenemos el mismo cuidado de los más vulnerables, no exigimos apoyos para su desarrollo, más bien todo lo contrario. Total, hay una gran demanda de trabajo y existe un ejército laboral de reserva dispuesto a aceptar cualquier precariedad.
¡Qué gran dilema! La interlocución, el intercambio y la colaboración entre colegas es necesaria en la configuración crítica de comunidades diversas, dialogantes, virtuosas, creativas, innovadoras y trascendentes en el tiempo. Seguramente tenemos diferentes percepciones sobre los límites y los fines de la convivencia académica, así como interpretaciones disímiles sobre el valor social de las instituciones educativas y de investigación. Sin embargo, sabemos que la colegialidad es una cualidad de las relaciones académicas que define la organización de la vida universitaria porque a partir de la capacidad de colegiar en igualdad de condiciones se conforma una voluntad colectiva, se construyen acuerdos académicos, se reconoce colectivamente la pluralidad, se aprende socialmente como comunidad de buenas prácticas sin dejar de garantizar la independencia individual y de promover la realización social del conocimiento. ¿Qué pasa cuando esa colegialidad es artificial, teatralmente operada para manipular o cooptar la comunicación entre pares?
La pérdida de confianza social significa la pérdida de una condición de posibilidad del trabajo, del ser relacional que somos. No se trata tanto de una pérdida de confianza profesional, aunque podría serlo en el caso de la pérdida de fe o confianza en la ciencia. Más bien remito al deterioro de la confianza interpersonal y de la confianza institucional, de pérdidas de pertenencia a comunidades académicas con normatividades colegiadas. De esa epidemia de etnocentrismos que incapacita para reconocer errores, transparentar la gestión, socializar la información y democratizar los espacios con relaciones horizontales. La desconfianza entre colegas es un factor grave del deterioro de los contextos laborales y una de las muestras de la fragmentación de las comunidades, de su polarización. Sus causas están profundamente relacionadas con la gran desigualdad existente al interior de comunidades académicas y los usos políticos de las diferencias y esas desigualdades. De ahí la vulnerabilidad ante imposiciones políticas, la falta de cohesión, la emergencia de más problemas y de peores condiciones para enfrentarlos. La confianza es fundamental para construir en colectivo sino impera la ley de la selva, el autoritarismo del más fuerte, el sálvese quien pueda y cómo pueda.
La socialización académica consiste en un proceso de transformación crítica a partir de las interacciones sociales y los intercambios comunicativos con otros y otras para el aprendizaje dialógico, la integración social o la transculturación en comunidades de formación, investigación, estudio o trabajo. De ahí su centralidad para la construcción y el devenir de las identidades universitarias y su importancia en la reproducción sostenible de las culturas académicas y profesionales. También, de las culturas institucionales u organizacionales. La fragmentada y débil sociabilidad actual, en cuanto calidad o cualidad de convivir en sociedad, pone en peligro la colaboración y la colegialidad como espacio de trabajo común donde se comparten puntos de vista, se hacen consultas mutuas y trasmiten normas, códigos éticos, valores ideológico-políticos y capitales sociales y cognitivos a las nuevas generaciones. No perdamos de vista que los riesgos en la reproducción de las relaciones sociales de producción académica, tensionan y ponen en serio peligro la reproducción de la fuerza de trabajo e, incluso, la reproducción sociocultural y biológica de las personas y sus familias. La profunda imbricación de las dinámicas de estos procesos, deja clara la complejidad y el gran alcance de las situaciones de las que hablamos en términos biopolíticos.[2]
A modo de síntesis, permítaseme formular dos, o acaso tres, proposiciones sociológicas. Si cuesta cada vez más ser una comunidad académica, se seguirá en las orillas de otras comunidades hegemónicas y cada vez más lejos de la posibilidad histórica de constituir comunidades epistemológicas.[3] Cuando la confianza y el compromiso colectivos levantan cabeza, entonces sí se pueden nombrar los legados y trasmitirlos en libertad a otros y otras; a más confianza social, más colegismo genuino, más convivialidad y más posibilidades de reproducción digna de las comunidades profesionales, científicas o de creadores, de los grupos e instituciones colegiadamente regladas, así como de la sociedad en su conjunto y de la especie humana en general.
El problema es cómo salimos de las malas sombras de la noche donde predominan el individualismo y la competencia, y nos encontramos con los colegas a luz de día para poder convivir y compartir con seguridad y sensibilidad sobre las cosas cotidianas, para intercambiar opiniones sincera y sencillamente, sin dobleces ni segundas intenciones. Definitivamente no hay mejor decir a un amigo y compañero inseparable que el martiano:
¿Habré, como me aconseja
un corazón mal nacido,
de dejar en el olvido
a aquel que nunca me deja?
¡Verso, nos hablan de un Dios
adonde van los difuntos:
verso, o nos condenan juntos,
o nos salvamos los dos![4]
Notas y referencias
[1] Juego con este concepto en el sentido crítico con que lo acuñara desde 1994 el gran antropólogo y extraordinario maestro y colega Jan Rus, «La Comunidad Revolucionaria Institucional: La subversión del gobierno indígena en los Altos de Chiapas, 1936-1968.» En Chiapas: Los rumbos de otra historia, coordinado por Juan Pedro Viqueira y Mario Humberto Ruz. México: UNAM-CIESAS-CEMCA-UAG, 2003, pp. 251-277.
[2] Agradezco las observaciones en este sentido de mi querido maestro y amigo Juan Manuel Castro Albarran. Ver: Michel Foucault, El nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007. Roberto Esposito,Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires: Amorrortu, 2011. Achille Mbembe, Necropolítica. Madrid: Melusina, 2011.
[3] Las comunidades epistemológicas o epistémicas son aquellas comunidades científicas que comparten un conjunto de referencias, principios éticos, criterios de validez, compromisos normativos, metas, objetivos e intereses, se articulan solidariamente para la producción y difusión de conocimientos consensuados e intervienen con voluntad práctica en los debates públicos sobre la realidad social promoviendo la reflexividad y el mejoramiento desde el reconocimiento colectivo de sus experiencias y autoridad intelectual. Peter M. Haas “Introduction: Epistemic Communities and International Policy Coordination.” International Organization, vol. 46, núm. 1, winter, 1992, pp. 1-35. <http://www.jstor.org/stable/2706951>. Hebe Vessuri, “¿Quién es el científico social en el siglo XXI? Comentarios desde los contextos académicos y aplicados y desde la corriente principal y la periferia.” Sociológica, año 28, núm. 79, mayo-agosto de 2013, pp. 201-231. León Olivé, La ciencia y la tecnología en la sociedad del conocimiento: ética, política y epistemología. México: Fondo de Cultura Económica, 2007. Luis Villoro, Creer, saber y conocer. México: Siglo XXI Editores, 2009 [1982].
[4] José Martí, “XLVI. Vierte, corazón, tu pena”. Obras completas. Versos Sencillos, tomo XVI. La Habana: Ciencias Sociales, p. 126.
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