Cuando éramos tan colegas (primera de dos partes)
Prácticamente no nos acordamos de cuando éramos tan colegas. El tiempo ha pasado de forma tan implacable que casi no recordamos cómo éramos y cómo eran nuestras relaciones interpersonales en la academia. Nuestra memoria sobre el conjunto de lentos cambios que han ido transformado la condición académica, las condiciones laborales, condicionantes sociales y condicionalidades políticas en los espacios universitarios, así como las formas de estar y relacionarnos, está fragmentada. Es necesario juntar algunas piezas sobre cómo éramos antes y cómo somos ahora en los contextos académicos a partir de las mediaciones de las políticas educativas, científicas y culturales a lo largo de las últimas décadas de neoliberalismo.
La memoria, siempre frágil, interesada y engañosa, reúne recuerdos y olvidos de forma selectiva al lidiar con un conjunto de intereses políticos y sociales y de dilemas morales o éticos.[1] Siempre reabre la cuestión de la identidad personal y social al actualizarse en medio de contrapuntos oscilantes entre ser/estar, ellos/nosotros. Las concepciones del tiempo, la historia y la sociedad que sobreviven resultan de fuerzas que operan con una doble valencia, positiva y negativa, constructiva y destructiva, como correlatos de los cambios experimentados para hacer viables unos proyectos, visibles unas cuantas transformaciones e imposibles otras realidades. En este sentido, avanzar no tanto en una ontología del ser académico como en lo que Rodolfo Kusch llamó una “estarlogía”,[2]supone abordar el arraigo y las relaciones de las comunidades académicas en su complejidad interna, con su “bien-estar” y su “mal-estar”. Esto implica mirar debajo de las epidérmicas homogeneizaciones del tiempo vivido, con una perspectiva histórica y antropológica que recupere las dinámicas y las consecuencias de los procesos históricos desde algunas experiencias personales en distintos contextos. Asimismo, reconocer las múltiples causas de los cambios, sus escalas variables, los impactos de las modas, los enroques de poder, la emergencia de diferencias, la normalización de las desigualdades y de las clasificaciones sociales que, indefectiblemente, hablan del tejido de colonialidades internas de la universidad.
Cuando hablo de los cambios en los significados de “ser colegas”, no estoy haciendo un reproche a nadie en particular, ni evoco cual acto nostálgico que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues no he perdido todavía toda la juventud. Tampoco quiero decir que éramos mejores entonces que ahora. No, aunque eche de menos algunas buenas costumbres y prácticas cotidianas. Modestamente me detengo en el nerviosismo que produce en nuestros días pronunciar la palabra “colega” para designar a alguien con quien compartimos una relación, funciones o atribuciones en un espacio de trabajo y estudio. Propongo que rememoremos y celebremos los significados de las palabras “colega”, “colegialidad” y “colegismo” en nuestras formas distintas de estar y de relacionarnos entre académicos y académicas tras las huellas temporales dejadas por las políticas. Sin embargo, me disculpo de antemano porque, con fines argumentativos, seré algo maniqueo en mi configuración narrativa al oponer circunstancias de antes y de ahora que no necesariamente deben leerse de forma radical ni lineal si se admiten como coordenadas de referencia todas las situaciones, las articulaciones y las apreciaciones intermedias. En cualquier caso, es una honesta invitación a buscar un relato reflexivo sobre “lo olvidado que nunca tuvo lugar para ser lo que somos cada uno o una”.[3]
Antes los colegas trabajábamos por y para el prestigio colectivo, por el desarrollo de proyectos institucionales. El respeto era ejercido desde el reconocimiento recíproco y constituía, junto a la solidaridad académica y la ayuda recíproca, un valor practicado cotidianamente. Las redes sociales de colegas, amigos o contactos, eran puestas al servicio de todos/as y de los proyectos de desarrollo institucional. El propósito de las interacciones formales o informales era construir conjuntamente, proponer cómo avanzar desde terrenos innovadores tratando de ir más allá de los límites personales, disciplinares e institucionales. El cuidado mutuo era una de las premisas de esas relaciones. Otra, muchas veces, la resistencia ante poderes externos o las autoridades burocráticas con las que se mantenía un contrapunto como eje de construcción de la identidad colectiva, desde miradas cosmopolitas y trascendentes en el tiempo. (Eso que ha sido rebautizado como proyectos estratégicos de largo aliento.)
Ahora, tras todas las reformas y contrarreformas, los colegas trabajamos por y para el prestigio individual, por el desarrollo de proyectos particulares que usufructúan de los bienes y servicios colectivos. Reinan la competencia por recursos, la acumulación individual de méritos medibles en puntos que se traducen en ingresos extraordinarios y el prestigio adjudicado externamente o la legitimidad otorgada por otros desde afuera. La generosidad y la solidaridad de otrora quedaron reservadas si acaso para círculos muy pequeños de amistad, lealtad incondicional o aparente colegismo. Los contextos acríticos han provocado una indigencia respecto de lo colectivo, promovido visiones esencialistas de la identidad académica y retóricas huecas e hipócritas sobre valores y principios éticos. Las redes son cada vez más un capital individual, un tesoro particular con el que se hacen transacciones o se trafican influencias, mientras que los propósitos de las interacciones son políticos para ascender, promoverse o sobrevivir. El eje identitario es el contrapunto con los otros o las otras internas, que trabajan en los espacios de al lado, la definición de una alteridad situada al interior de la comunidad y la afirmación simbólica de un centro disputado por grupos de poder e interés. Las trayectorias egocentradas, no exentas de simulacros o simulaciones, han favorecido la perdurabilidad de lógicas de poder y de las conflictividades, con las mismas cortas miras de los “totalitarismos de provincia”.[4] (Quizá con algunas conexiones a redes regionales y mundiales de expertos en una especialidad, campo temático o subtema).
Antes de las olas neoliberales, lo personal era colectivo. Antes trabajábamos colectivamente, a la vez, conjuntamente, con ilusión para transformar. Antes lo colectivo era encarnado. Socializábamos cada información con la esperanza de ayudar a sustentar posiciones diferentes y de hacer florecer el ecosistema académico. Nos leíamos, comentábamos, estimulábamos y apoyábamos. Procurábamos acuerdos y desacuerdos razonados y, más allá de las diferencias profundas, proyectábamos relaciones horizontales de amistad.
Ahora como consecuencia de las marejadas políticas, lo personal es ajeno de lo colectivo. Ahora trabajamos individualmente, solos, aisladamente, para conservar prebendas particulares, alianzas, grupos o estructuras de poder. Ahora lo colectivo es extraño. La negación de información, es concentración de poder. Nos obviamos, ignoramos, frenamos y desacreditamos. Nos quedamos rígidos, insolventes o irreflexivos y, con el dedo puesto en las diferencias radicales, se cabildea una relación vertical de rivalidad.
Antes, además de compartir nuestros capitales sociales con generosidad, honestidad y franqueza, para beneficio de proyectos colectivos y el bien de todos/as, gestionábamos proyectos con recursos extraordinarios para ampliar y sostener compromisos institucionales y sociales. La donación de tiempo y de trabajo para el desarrollo institucional era reconocida y agradecida como parte de una suma de voluntades, donaciones y aportes. Ahora, todo el capital social es individual, casi nada se comparte en medio de la competencia, el desánimo y la frustración, solo se piensa en uno mismo, en la competitividad. Si se comparte algo es por un audaz cálculo utilitarista de ganancias personales o grupales, no al servicio real de lo común. Desempeñar responsabilidades institucionales es un suplicio desgastante, un ejercicio solitario e ingrato, sin reconocimiento de nadie.
¿Qué hay detrás de este misterio psicológico y sociológico? Advierto, en primera instancia, un desierto, un asolamiento, producto de políticas concretas y maneras de gestionarlas. Un sisma en la sociabilidad académica que no depende tanto de la dedicación o el compromiso intelectual de antes o de ahora, ni del amiguismo y los niveles de exigencia, ni de los cambios generacionales, aunque estos no deben perderse de vista. Quizá atravesamos momentos de ciclos vitales y trayectorias intelectuales desencontrados, no nos fiamos tanto de lo que no da seguridad, del otro o la otra, de la autoridad que escuchamos sin que nos escuche. Pareciera que, atrapados en situaciones percibidas como peligrosas y en circunstancias vaciadas del sentido relacional, de compañerismo y de confianza mutua, escondemos o enterramos la cabeza como el avestruz.
Sin embargo, el avestruz no es tan cobarde como lo pintan, ni evade las confrontaciones, los problemas o las responsabilidades. No debemos clavarnos en una visión victimizadora de la academia. A pesar de todo hemos resistido con configuraciones críticas y más allí donde alguna institucionalidad se construyó y las normatividades y los códigos no escritos han sido respetados. Lo que pasa es que nuestras identidades están siendo procesadas en una tensión permanente entre mínimas formas de convivencia institucional y evasiones individuales. Las condiciones institucionales persistentes, más o menos cambiantes, y la oscilación entre ellas, favorecen las expresiones de desafección colectiva a la vida institucional, es decir, especies de fugas interiores que los poetas llaman insilios, cuando el silencio expresa un encierro psicológico, o inxilios, cuando se cierran las puertas de las casas o los cubículos para no ver a nadie.
En esas formas de estar sin ser han influido, sin duda, los impactos críticos de liderazgos destructivos y los entornos institucionales tóxicos. Por ejemplo, la gestión institucional de las evaluaciones utilizadas más para sancionar que para ayudar a mejorar o reconocer el trabajo con dignidad, para prevenir los conflictos, asumir los problemas de reconocimiento o tomar decisiones informadas y consensadas. La balcanización al interior de los espacios académicos y la individualización que nos pone a unos frente a otros, han sido resultados de la máxima estratégica divide et vinces, divide ut imperes y divide ut regnes. (Continuará)
Notas y referencias
[1] Maurice Halbawchs, La memoria colectiva. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. 2004.
[2] Rodolfo Kusch, “Esbozo de una antropología filosófica americana.” En Obras completas, tomo III. Rosario: Fundación Ross, 1998 [1978], pp. 241-434.
[3] Paul Ricoeur, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid: Arrecife / Universidad Autónoma de Madrid, 1999, p. 54.
[4] Rita Segato ha advertido magistralmente con este concepto un conjunto de expresiones del dominio territorial absoluto, del accionar sistemático y organizado en circuitos de un segundo estado, segunda realidad o segunda economía informal, de tramas secretas de las estructuras de poder donde operan pactos de silencio como el del orden patriarcal con sus mandatos de masculinidad. Rita Segato, Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado: la escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Brasilia: Serie Antropológica 362, 2004; Rita Segato, La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Buenos Aires, Tinta Limón, 2013.
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