Morir para ayudar a Dios
Casa de citas/ 572
Morir para ayudar a Dios
(Primera de dos partes)
Héctor Cortés Mandujano
Leo el voluminoso primer volumen de Historia de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de la orden de predicadores (Coneculta-Chiapas, 1999), escrita por el reverendo padre predicador general Fray Francisco Ximénez, de la misma provincia.
Este primer librote, de cinco, fue publicado por primera vez en 1929. Su autor nació en Andalucía, en 1666; llegó a Guatemala en 1688 y (p. 10) “su labor como doctrinero le permitió dominar con gran perfección varios idiomas mayenses, comprender y explicar la organización social de los indígenas, leyes y costumbres; […] (es) quizás el principal historiador de su época”.
El libro es una compilación de traducciones, libros citados y comentados, crónicas, diarios de fatigas, opiniones… Lo primero que hallamos es la traducción del Popol Vuh (o Pop Vuh, como se supone se debe escribir). Es evidente que, como libro sagrado, su obvia alusión es la Biblia reinterpretada; así, Ixquic (la virgen María transfigurada), la madre de los gemelos Hunahpu e Xbalanqué, tiene a sus hijos con una intervención mágica. El padre, muerto por los señores de Xibalbá, se volvió un árbol de jícaras hasta donde la doncella llega. Extendió la mano derecha, como la cabeza que estaba entre las jícaras se lo pidió (86) “y le vino derecho a la mano como un chisquete de saliva, […] sintiéndose luego preñada con solo aquella saliva se le fue levantando el vientre en que había concebido”.
Si en la Biblia los primeros pobladores de la tierra son Adán y Eva, para los mayas quichés fueron cuatro hombres (p. 100) “nuestros padres originarios” y cuatro mujeres de donde “descienden todas las gentes y pueblos y de donde descendemos nosotros los quichés”.
Me encanta la versatilidad del rey Cucumatz (p. 111): “Siete días se subía al cielo, otros siete bajaba al infierno, otros siete días se estaba hecho culebra […], otros siete días se convertía en águila, otros siete días se convertía en tigre, otros siete días se convertía en sangre cuajada”… ¿Sangre cuajada? Cuánta diversidad.
Aunque Fray Francisco nos da su traducción, hace comentarios sobre la misma; por ejemplo, cuando menciona a Xquic –que es como nombran los mayas a la virgen María– dice (p. 116): “La que dice ser Madre del Hijo se llama xquic; que quiere decir sangre, antepuesta la x por ser nombre de mujer”.
Cita en extenso escritos de Fray Jerónimo Román. Hay una frase que muestra el desdén que desde siempre se ha tenido por la gente de ciencia, por los lectores (p. 127): “¡Oh feliz gente que no tuvisteis letrados!”.
Al español hablado en México le llama Ximénez “mejicano” (p. 128): “Desde Escuintla hasta San Salvador y más adelante hasta Nicaragua todo ello se habla mejicano y así la orilla y costa del mar del Sur”.
En los eufemismos para no decir hijo de la chingada o hijo de puta, que en las viejas novelas y películas se solucionaba con hijo de la tiznada o de la tostada o de la guayaba, agrego esta fórmula de Ximénez (p. 135): “Han de ser unos hombres muy terribles y crueles hijos de la teja”.
Fray Jerónimo Román cuenta que los antiguos quichés, en el altar de sacrificio, acostaban a la víctima (p. 142) “sacaban el corazón y lo ofrecían al ídolo. […] Ponían las cabezas de los sacrificados sobre unos palos en cierto altar. […] Los cuerpos de los sacrificados eran cocidos y comíanse como parte santificada; las manos y los pies y otras cosas delicadas presentábanse al gran sacerdote y al rey como cosa más sabrosa”. Además (p. 143), “procuraban cuando hacían una casa poner en los cimientos o tapias un cadáver para que guardara la casa”.
Cita un texto de Román de cuando los jóvenes se casaban (p. 153): “A la noche dos mujeres honradas y viejas metíanles en una pieza y enseñábanles cómo habían de haberse en matrimonio”; agrega Ximénez: “Hasta hoy, tocante a esto, se estilan mil porquerías”.
Para justificar la muerte de muchos, en una pandemia o peste (p. 156) “dicen que Dios tiene una obra y ha menester gente”. Tal vez, pienso mientras leo, quiere hacer un castillo en las nubes y necesita peones, obreros, cocineras…
Los españoles civiles, dice, venían por codicia, aunque decían que a evangelizar a los indios (p. 219), “siendo así que ni se les predicaba ni se les había predicado”; en cambio (p. 222), “la esclavitud tan tirana en que los tenían muertos de hambre, desollados a azotes, al sol, al agua, al frío, desnudos en carnes, que siquiera con qué cubrirse no les daban aquellos tiranos que se llamaban señores”. Y en eso participan también los mastines de la iglesia, con excepciones bondadosas como las del “padre fray Bartolomé de las Casas”, a quien Ximénez constantemente dedica páginas elogiosas.
En el capítulo denominado “De la terrible y espantosa ruina de la ciudad de Guatemala”, se refiere pormenorizadamente a una inundación donde el agua (pp. 258-259) “arranca las casas por los cimientos y las llevaba enteras por aquella ladera abajo. Murieron muchos españoles y de algunas casas en que murieron, murió, marido, mujer e hijos y todos los indios criados y esclavos. […] El número de los difuntos fueron seiscientos indios y muchos españoles».
Llovió y tembló (p. 261): “Amaneció aquel día todo funesto, no sólo por el espectáculo lastimoso que era ver tanto estrago, sino porque no cesaba de llover; ni la tierra les daba sosiego”.
Las crónicas de viaje son tremendas: incomodidades, hambre, enfermedades, muerte; dice en una de éstas, cuando llegan a una posada (p. 279): “Dormimos en las xamas que allí nos dieron: que eran como solían, duras y ruines”. Cuando salen de Sevilla y sabían (p. 287) “que íbamos a las Indias y que llegaríamos ricos si llegásemos con el pellejo».
Las penas empiezan desde el barco que sale de España (p. 295): “Hay más en el navío mucho vómito y mala disposición que van como fuera de sí. […] Hay infinitos piojos que comen a los hombres vivos; […] hay mal olor especialmente debajo de cubierta, intolerable en todo el navío cuando anda la bomba; […] es para echar fuera el agua que entra en el navío, es muy hedionda”.
Comida y agua estaban racionadas (p. 300): “Quien nos daba una vez de agua nos hacía ricos. […] los marineros pescaban tiburones que comíamos todos”.
En algún lugar les regalan plátanos y como era fruta desconocida, la describe (p. 302): “Son casi como la muñeca de gordos y en los extremos casi parecen morcillas atadas; […] tienen un cuero a modo de carnero: desnúdaseles fácilmente, quedan dentro blancos que tiran a amarillos”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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