La transparencia como aspiración y tiranía
Si hoy se realizara una encuesta sobre la obligatoriedad de la transparencia en la vida pública es indudable que muy pocas personas se mostrarían contrarias a ese ejercicio. Seguramente la falta de confianza respecto a los servidores públicos que encabezan las instituciones, dada la historia de corrupciones y malos manejos en las administraciones, condiciona esa exigencia de transparencia. Reclamo lógico que no siempre es compartido como deseable en la vida social. Es decir, remitir “la transparencia tan solo a la corrupción y a la libertad de información desconoce su envergadura” (p. 12). Tal afirmación la efectuó el filósofo coreano, residente en Alemania, Byung-Chul Han, en una de sus múltiples y breves obras titulada La sociedad de la transparencia. Libro publicado en su versión original en alemán en el año 2012 y que lleva varias reimpresiones en castellano.
Para el prolijo y cuestionado autor, y solo hay que leer el libro de varias autoras titulado ¿Por qué (no) leer a Byung-Chul Han (Buenos Aires, Ubu Ediciones, 2018) para percatarse de ello, el mundo actual ha dotado a la transparencia de una trascendencia que va más allá de la lucha contra la posible corrupción para instalarse en un requisito del vivir en la sociedad considerada positiva. Positividad marcada, entre otros aspectos, por la vigilancia permanente, la aceleración constante de las acciones humanas o la conversión de todo comportamiento en espectáculo.
En definitiva, lo que se cuestiona no es tanto la necesaria transparencia en las mencionadas actuaciones de las administraciones públicas, sino que el vivir en sociedad deba mostrarse públicamente. Esa traslucidez, para el filósofo coreano, convierte la vida humana en imagen que tiene necesariamente que ser mostrada debido al “contacto inmediato entre la imagen y el ojo” (p. 12). Una realidad que elimina el misterio propiciado por la interpretación y que se ejemplifica de manera rotunda a través de la pornografía.
También, para Byung-Chul Han el lenguaje usado por la transparencia es “maquinal, operacional”, un hecho que homogeneiza las formas de expresión e imposibilita admitir la ambivalencia, las múltiples interpretaciones. En tal sentido, los enigmas del vivir y decir, aquellos que están estructurados por pasiones y sufrimientos, son leídos como hechos negativos, en vez de ser parte de nuestra construcción personal (p. 13).
No cabe duda que para ciertos lectores estas reflexiones deben parecer extrañas, como mínimo, o simplemente ociosidades del pensar filosófico. Pese a ello, no cabe duda que la creciente exposición pública a través de la imagen y del habla no siempre responde a la deseada transparencia política, sino que esa visibilidad se convierte en exigencia y duda de nuestro accionar al convertirlo en sospechoso.
Mostrar o mostrarse siempre públicamente no tiene que ser una imposición puesto que no contarlo todo, no hacer explícitos los motivos de las acciones humanas que se emprenden, significa mentir o un comportamiento doloso. Callar o no exhibirse es un derecho individual y, también, forma parte de la capacidad de jugar, de descubrir y, como dice el filósofo coreano, de interpretar. Cuando todo es público los enigmas se desvanecen y es fácil, por probable, que desaparezcan los estímulos por descubrir y conocer. Esas acciones que incentivan la tan necesaria curiosidad humana.
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