México y los Acuerdos de Paz en El Salvador
Por Carlos Mauricio Hernández*
Hace 30 años se llevó a cabo uno de los procesos de pacificación más relevantes en el hemisferio occidental, después de la caída del Muro de Berlín. En la década de los ochenta Centroamérica padecía de sangrientas situaciones bélicas internas, particularmente en El Salvador, Nicaragua y Guatemala, con financiamiento mayoritario desde el gobierno de Estados Unidos. Para la súper potencia norteamericana la región centroamericana fue un laboratorio de la Guerra Fría. En su enfrentamiento contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) convirtió el descontento social –con sus respectivas exigencias de cambios a través de organizaciones populares, de las agónicas expresiones partidarias o de sectores eclesiales progresistas– en mera lucha anticomunista bajo el juego de lenguaje de la doctrina llamada “Seguridad Nacional”. Por esas paradojas de la vida, no se trataba de una política o de una diplomacia que promoviera la seguridad regional (no estaba dirigida contra la delincuencia común) o al interior de los Estados latinoamericanos. Todo lo contrario, esas cantidades de recursos llevaron a los Estados a atentar contra su misma ciudadanía, tal es el caso de la masacre de El Mozote (1981), una de las más significativas en todo el siglo XX en América.
En su miopía, el interés superior era la seguridad estadounidense aunque eso implicar crear infiernos en otros países. En nombre de la lucha anticomunista, se ocultaba la crisis creada por un sistema económico de corte capitalista apadrinado por gobiernos militares autoritarios, incapaces e insensibles frente a la pobreza, a la falta de desarrollo humano (trabajo digno, salario decente, educación, salud, vivienda, acceso al arte y desarrollo tecnológico, salud mental, etc.). En ese contexto, se dio la guerra civil (1980-1992) en el llamado “Pulgarcito de América”, el país más pequeño de Centroamérica, con alta densidad poblacional y con una inicua concentración de riqueza en pocas familias, además de la represión militar y paramilitar, sin espacios de expresión política ni partidaria ni de organización social por medios democráticos de las distintas corrientes que había en el país.
En términos de política exterior, México a diferencia de su vecino bélico del norte, propuso vías de salida negociada a los conflictos en Centroamérica. Para el caso salvadoreño, desde 1981 con la Declaración Franco-Mexicana sobre El Salvador, se promovió el fin de la guerra y de encausar las diferencias políticas en procesos electorales e instituciones democráticas en lugar de la matonería armada y asesina. Luego, cuando la negociación fue avanzando –con vaivenes– entre la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno de El Salvador, desde México se facilitó en varias ocasiones su territorio, recursos y logística para agilizar el fin de la guerra. Al grado que la Firma de los Acuerdos de Paz acaeció en el Castillo de Chapultepec el 16 de enero de 1992, fruto de las intensan negociaciones con una fuerte mediación también de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que tomó un rol más activo desde 1990.
A treinta años de aquél histórico acontecimiento que puso fin a una guerra civil, se puede concluir que El Salvador no ha sido el paraíso en la tierra pero dejó de recibir recursos para su autodestrucción como país. Esto tiene un enorme valor humano. Continúan los problemas económicos, sociales y políticos que no se solucionaron con los Acuerdos ni posteriormente. Lo cual no desmerita la importancia que tuvo la salida negociada a la guerra que le dio al país posibilidades de invertir en infraestructura, educación, salud y en general de respeto por los derechos humanos en un ambiente medianamente democrático (inexistente durante la guerra dada la desviación de Estado terrorista en que se constituyó en ese período).
El reconocimiento del aporte para terminar esa guerra por la vía negociada tiene rostros más allá de los gobiernos o de la Política Exterior. En El Salvador, los Acuerdos de Paz, le dieron la razón a personajes de la talla del arzobispo salvadoreño Oscar Romero (asesinado en 1980) o del rector de la universidad jesuita Ignacio Ellacuría (asesinado en noviembre de 1989) que promovieron medidas dirigidas a transformar la raíz de la violencia: señalaron que la violencia estructural era esa fuente desde la cual brotó la violencia armada que se expresó guerra.
Del lado mexicano, un personaje representativo es Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca entre 1952 y 1982. Desde la sociedad civil y la Iglesia misma, procuró ponerle fin al sufrimiento del pueblo salvadoreño desde redes solidarias y su comunicación con actores de la guerra. Sus últimas tres cartas que escribió antes de morir (6 de febrero de 1992) fueron dirigidas a tres personajes con alto protagonismo en la negociación que puso fin a la guerra.
Publicadas en Proceso (N° 797-01), Méndez Arceo se dirigió al arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas: “Los seguiremos paso a paso ahora más que nunca, en la ardua e insustituible labor de caminar con su pueblo en seguimiento a Jesús”. Al líder del FMLN, Shafik Handal le expresó que había “seguido minuciosamente el ondular ansioso de ustedes en el arriesgado esfuerzo por alcanzar el bienestar del pueblo salvadoreño, sintiéndose, particularmente después de la Declaración conjunta de México y Francia, centro focal de la expectación de los pueblos ansiosos de libertad en justicia y democracia”. Finalmente, al entonces presidente de la república salvadoreña, Alfredo Cristiani, le expresó su admiración por haberse abierto al diálogo con la guerrilla y su sentir “como mexicano ofendido por la intervención del gobierno norteamericano en desangrante guerra contra el pueblo mayoritario en El Salvador”.
El contenido de estas tres cartas y las acciones del gobierno, dejan evidencia que desde México hubo presiones a distintos niveles para acabar con la guerra y de esta manera, procurar condiciones a la sociedad salvadoreña de construir sendas de paz. Una utopía válida para hace treinta años con vigencia presente, tanto para El Salvador como para México, que animan a enfrentar las distintas expresiones de violencia con esperanza. De este hecho histórico se pueden desmenuzar varias lecciones para el presente.
*Posdoctorante del CIMSUR-UNAM
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