La otra mejilla
Casa de citas/ 568
La otra mejilla
Héctor Cortés Mandujano
Lo primero que hace Pablo Fernández-Berrocal en Inteligencia emocional. Aprender a gestionar las emociones (Emse Edapp-Editorial Salvat, 2019) es aclarar que el término no lo inventó Daniel Goleman, autor de Inteligencia emocional, un libro que desde 1995 arrasa en ventas. Al texto de Goleman no le otorga ningún carácter científico; es más bien (p. 17) “un texto periodístico de divulgación científica”.
Los científicos que acuñaron el término son Peter Salovey y John Mayer que, en 1990, la llamaron así, a partir de ideas precursoras sobre (p. 18) “la inteligencia social, las inteligencias múltiples y las investigaciones sobre emoción y cognición”.
Ya Howard Gardner, en la década de los 70, hablaba de ocho inteligencias; dentro de ellas, la interpersonal y la intrapersonal, que (p. 19) “serían las más conectadas de forma directa con la inteligencia emocional y formarían lo que él designa como ‘inteligencias personales’ ”.
Para Salovey y Mayer (p. 26) “la inteligencia emocional es una inteligencia genuina basada en el uso adaptativo de las emociones para solucionar problemas y adaptarse de forma eficaz al medio”, y se plantea como un conjunto de cuatro habilidades o ramas, que el libro explica a detalle (p. 26): 1. Percepción, evaluación y expresión de las emociones; 2. La emoción facilitadora del pensamiento; 3. Comprensión y análisis de las emociones: conocimiento emocional; y 4. Regulación de las emociones.
Me gustaron mucho los epígrafes que Fernández-Berrocal utiliza como inicio de capítulos o dentro de su discurso ensayístico. Éste es de Albert Einstein (p. 7): “Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo”; éste de Oscar Wilde (p. 75): “Hay personas que causan felicidad allí donde van; otras, siempre que se van”; y éste de Albert Camus (p. 83): “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí se encuentra un invencible verano”.
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Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros (Tusquets, 1999), de Konrad Lorenz (1903-1989), Premio Nobel de Medicina 1973, es una colección de ensayos, cuyo título alude a lo que se supone el rey Salomón hacía, y que tratan, justamente, de lo que Konrad hizo en su profundo amor por los animales.
En “Algo que nunca puede causar daño: un acuario” habla de la contemplación absorta del movimiento de los peces (p. 36): “Si pudiera poner en uno de los platillos de una balanza todo lo que gané en percepción en estas horas de meditación ante el acuario y lo que me enseñaron los libros, a buen seguro que el segundo platillo se elevaría hasta las nubes”.
Hay varios pájaros que hablan, pero cuenta en “El anillo del rey Salomón” (p. 117): “Otto Koehler, que ha alcanzado los mayores éxitos en el adiestramiento científico de las aves, que ha sabido educar palomas y lograr que supieran contar hasta seis, intentó también enseñar a su papagayo ‘Buitre’ –ya mencionado como ave de grandes aptitudes– para que dijera ‘comer’ cuando tuviera apetito, o ‘agua’ si estaba sediento. No lo consiguió, ni nadie más ha podido conseguir cosa parecida”. Los pájaros tienen su propio lenguaje y se entienden sólo entre ellos.
En cierta comparación que hace entre humanos y animales, en “Nuestra pequeña Martina”, salimos perdiendo (pp. 128-129): “La estúpida risa de los modernos hombres civilizados, que ni siquiera disponen de tiempo para adquirir una verdadera cultura, es algo completamente extraño a los animales. Incluso las abejas y hormigas, símbolos de la laboriosidad, pasan la mayor parte del día en el ‘dolce far niente’; lo que ocurre es que entonces no se dejan ver los muy ladinos, porque permanecen dentro de sus construcciones, en la que no trabajan. A los animales no hay que andarles con prisa”.
En “Hazme caso y no compres ningún pinzón”, dice Lorenz (p- 142): “Cuando entro en la habitación de una persona aficionada a las plantas y veo que todas ellas se desarrollan bien, sé que he encontrado un hermano espiritual. No puedo tolerar en mi habitación plantas que se mueran, aunque lo hagan lentamente”.
Dice también que en la naturaleza puede que el canto de un ave suene dulce y suave; sin embargo (p. 151), “cuando un tordo o un ruiseñor macho da rienda suelta a su canto en el interior de una habitación, empiezan a vibrar los cristales de las ventanas, y el servicio del café danza sobre la mesita”.
En “La compasión hacia los animales” habla de las águilas (p. 157): “Lo cierto es que todas las aves de rapiña son animales muy estúpidos comparados con los pájaros canoros o los papagayos. Por cierto que el águila real, el ‘águila’ de nuestras montañas y de nuestros poetas, es una de las más estúpidas, más aún que cualquier ave de corral”.
En “La moral y las armas” afirma Lorenz que los animales pacíficos, en ciertas circunstancias son más salvajes que los agresivos: una tortolita, encerrada con otra, puede desplumar y matar lentamente a su compañera; los venados son cuidadosos para poner los cuernos sobre sus rivales (otro ciervo o un humano), pero luego sus choques son poderosos y perforantes. Los lobos, en cambio, se pelean hasta que el que se siente vencido ofrece al otro su cuello como señal de paz. El otro podría tomar esa parte vulnerable y matarlo. Pero no lo hace (p. 181): “Un lobo me ha enseñado: debes ofrecer la otra mejilla a tu enemigo no para que te vuelva a herir, sino para hacerle imposible que pueda continuar haciéndote daño”. No sé si funcionará con los humanos.
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En la introducción sin datos de autor o autora de la Antología poética (Planeta, 1999), de Goethe, se dice que la obra de este genio alemán (p. 11) “es un denodado esfuerzo para lograr que la inteligencia y el orden ocupen el primer lugar de la creación literaria, liberada del azar y el caos”.
No me llamaron la atención muchos poemas, pero sí el titulado “Feliz acogimiento y despedida”. Es un poema nocturno y dice en un verso (p. 86): “La noche me miraba con cien negras pupilas”. Me gustó también la imagen de un árbol, vestido con una capa: “Un roble con su clámide de niebla”.
Finalmente, escribe Goethe sobre la diferencia entre amar y ser amado (p. 87): “¡Qué gran felicidad el ser querido!/ Mas, querer, ¡oh, dioses, qué desventura!”.
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