El imaginario del miedo de los trabajadores académicos universitarios en el siglo XXI
Desde hace rato, el miedo a la pérdida del trabajo se impone en la subjetividad de la población trabajadora como la marca distintiva del siglo XXI. Su origen deviene de la precariedad o inexistencia laboral, dotada del sentido de la contingencia, en el que la temporalidad y la incertidumbre minan todo rasgo de libertad para decidir sobre la vida presente y futura del trabajador y su familia. La duda e incertidumbre y los imaginarios construidos destruyen las dimensiones vitales que alteran la capacidad cognitiva, paralizando toda acción social, incluyendo la palabra, esto es, enmudece al sujeto. Para las grandes mayorías, la particularidad del miedo a la pérdida de trabajo es no solo la imposibilidad de huir del lugar en el que se trabaja, sino también del lugar de morada; cierto, muchos/as emigran, pero son mucho más los que se quedan, para desde la precariedad material, sortear la subsistencia cotidiana.
En el caso de los trabajadores académicos de las universidades públicas el miedo, y el consecuente silencio, es la paradoja de una realidad que no es nueva, pero desde hace tres décadas trastoca el sentido entre conocimiento y realidad. Las universidades no son ajenas a los procesos de mercantilización que trajo consigo la globalización neoliberal, y solo basta una lectura de la realidad en que viven las universidades locales para comprender la tragedia que hoy las definen. Desde esos años se gestan dos procesos paralelos derivados de la “reforma universitaria”: el proceso de su privatización, y detrás de este, un proceso que pareciera negar al primero. Nos referimos al segundo proceso que decanta en el engendro de la corrupción de una elite académica y, en el caso de muchas universidades públicas locales, en el usufructo alevoso de los recintos universitarios por una rancia clase política, imposibilitada a cambiar. El formidable endeudamiento de crisis financiera de las universidades del país es solo uno de sus impactos, pero las sitúa en el precipicio[2].
En el caso de Chiapas, hemos sido testigos del significado innombrable que para esta clase política y elite académica local tiene el ejercicio político-administrativo de la educación superior: al patrimonialismo, y el “no pago para que me peguen”, se suma la corrupción institucional e interinstitucional, sin menguar el hurto hecho por cada uno sus responsables, en atención al tamaño de su jerarquía. Los académicos, docentes e investigadores, terminan siendo “los convidados agosto”, como si éste y el oficio que porta ya no es la fuerza motriz de la universidad, en tanto la sustituye la tecnología, hoy digital, que es ciencia desde la abstracción, y desde la interpretación de la educación superior de las elites que la dirigen.
Nada extraño que la nueva fenomenología y metamorfosis del mundo académico de las universidades, visibilice la normalización de la desvalorización de sus ideales y principios, sin obviar, desde el discurso, el valor del predicado de su ser y deber ser: la posesión de una instrucción universitaria como sustento de los fines de su trabajo: educar, formar e instruir con el primado de la razón y de la ética. El problema es que dichos fines no son posibles. Elite política y elite académica, y contexto irrumpen dicho cometido, lo hacen desde diversos mecanismos, como el control de la planta laboral académica o la mercantilización de la práctica universitaria. En tanto práctica democrática, priva el derecho sindical, pero la experiencia sobre este derecho es ampliamente conocida y corroborada: el poder rectoral modula y dirige al sindicato académico respectivo a sus intereses, suprimiendo los derechos laborales de los académicos, normalizado desde el famoso “cochupo” o “tranza” en la jerga universitaria.
En este escenario, el miedo y el silenció de la gran mayoría de los académicos cierra recurrentemente el potencial cognitivo en la educación universitaria, para someter a quienes enseñan en un camino entrampado: mayoritariamente sujetos a contrataciones laborales por materia (cercano al 80 de su planta docente); pierde el sentido de sus funciones de crítica hacia las autoridades y hacia las políticas y programas educativos implementados, por el miedo al despido laboral; pierde el derecho de participar en los debates sobre los procesos de construcción de la misión y visión de la universidad; y en no pocos casos, mina su desempeño profesional por la búsqueda de trabajos adicionales ajenos al campo de su formación profesional, pero que les permiten subsanar los ingresos faltantes para la manutención familiar. Pierde el alumnado universitario, mayormente empobrecido, con una educación que no le permitirá el desarrollo profesional futuro requerido. Pierden las autoridades universitarias en su misión de remontar las grandes precariedades de la educación universitaria.
El concreto real de este escenario “legalmente” instituido, es el fondo obscuro de una normalidad universitaria que hoy estalla en la llamada “crisis” del sistema universitario mexicano, cuyo fuselaje es la corrupción. La credibilidad de la Universidad se derriba y las improvisaciones visibilizan la ignorancia y los apetitos políticos y fantasiosos de sus responsables, imitando estar a tono con el nuevo credo de la globalización y sus exigencias,
Esta realidad, con sus matices y tonos, define a las universidades de las entidades federativas, y Chiapas no es la excepción. Se crean dos grandes riesgos concatenados. El primero es externo e interno, referido al marcaje, con sentido de poder, de los escenarios de futuro de los recintos universitarios bajo la rectoría del Estado y su gobierno, en la que se conjuntan las directrices de las políticas de educación superior, con los poderes de las autoridades universitaria locales, responsables del despliegue de las primeras.
El segundo riesgo es interno, referido a los actores nodos de toda comunidad universitaria, esto es, los docentes e investigadores y los estudiantes en toda su pluralidad y complejidad. En ambos la mezcla de incertidumbre produce la pérdida de identidad individual y colectiva, debilitando el carácter no solo de las respuestas a recurrentes conflictos con las autoridades instituidas, sino fundamentalmente inhibe las posibilidades de lo posible, un posible distinto al escenario de destrucción y reconfiguración mercantilizada de la universidad pública de las últimas décadas.
En concreto, particularizado a la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH), un recinto de educación superior que opera desde su empobrecimiento y el empobrecimiento de la mayoría de sus estudiantes y profesorado, el desafío para los académicos universitarios es fundacional: en ellos reside la posibilidad de construir un horizonte posible. Aunque el trabajo de enseñar no es valorado por quienes administran la educación, es el trabajo cotidiano que hacen en el aula, el que hace posible a la Universidad; por el tamaño de su trabajo, le define una identidad colectiva e individual, con un sentido de responsabilidad ética hacia sus estudiantes y hacia la sociedad, que les permite no solo la enseñanza per sé, sino la construcción de una lectura crítica a las políticas y reformas de educación superior que inhiba los desbordes sistémicos y concretos que moralmente le impactan, sino fundamentalmente, una lectura abierta al debate referido a los cambios y mutaciones de la sociedad, en particular a los cambios socioculturales de la población estudiantil, objeto de formación, entre los que destacan el crecimiento y la heterogeneidad de los grupos, y los desafíos y las implicaciones de la integración de la digitalización y del internet a los sistemas de enseñanza. Pensar estos desafíos desde el empobrecimiento que definen a la Universidad y a sus estudiantes, no es un desafío menor, exige una remodelación de la identidad profesional circunscrita al campo de la enseñanza y sus entornos.
¿Es racionalmente posible este desafío? Lo es, si lo asumimos como procesos que exigen la deconstrucción del lenguaje y de la acción instituida, volcándola hacia una construcción identitaria del ser académico, que recupere, desde la palabra, el marco nodal de su deber ser, y organice ideas y coordenadas posibles que articulen pensamiento y práctica; es una deconstrucción colectiva que implica despojarse del sentido devictimización y de defensa individual. La tarea y el desafío es inhibir el poder de las subjetividades e imaginarios que dibujan, ante el cúmulo de desgracias, la imagen de un académico inerme, callado y sin libertad, portador, en suma, de una subjetividad que fragua decisiones permiten acciones y elecciones forzadas.
La Cuarta Transformación hace suya la destrucción de esa relación perversa entre el poder universitario instituido, los docentes, y los sindicatos. Por primera vez la Ley otorga el derecho de autonomía sindical a sus trabajadores docentes y administrativos; el Voto es Secreto, corta de tajo el poder de ambos extremos, y se espera sea puntal de una relación política que revierta no solo la perversa relación entre Rectoría y Sindicato, sino también de todas las relaciones que debilitan a las universidades sin fincárseles responsabilidad alguna.
[1] Investigadora-docente del CESMECA-UNICACH.
[2] Véase Ballinas, Víctor y Andrea Becerril. “Aumentaron más del doble adeudos de estados para con sus universidades en el año: SEP”, La Jornada, 9 de diciembre de 2021, página 17.
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