Un acuerdo en un mar convulso
Mientras en el mundo corre el pánico por la cuarta ola de la nueva versión de SARS CoV 2 y los gobiernos establecen medidas restrictivas para evitar al máximo las consecuencias negativas en un escenario de multiplicación de contagios; en México transitamos en el debate político de las críticas por la designación de la nueva gobernadora del Banco Central, las inquietudes en Morena por el método para elegir al futuro candidato en las elecciones de 2024, el acuerdo que protege las obras públicas emblemáticas del presente gobierno, el sistema de plantación implantado en Tabasco para producir chocolate que beneficia a los hijos del presidente, la inflación, el precio del dólar y las recientes derrotas de la selección mexicana. Sin que esto signifique, desde luego, que los problemas de siempre hayan perdido vigencia, pues ni la violencia criminal, ni la pobreza, ni la corrupción han llegado a una suerte de manejo óptimo por el cual podamos sentirnos medianamente satisfechos. Con otras palabras, todavía contamos con deudas acumuladas que no se han podido resolver adecuadamente.
Y, sin embargo, el respaldo a este gobierno sigue estando en niveles altos, tal y como lo reflejan los datos de la última encuesta publicada hace unos días en un periódico de larga historia en los medios escritos de nuestro país. En esta medición, casi el 70% de los encuestados respaldan la gestión del presidente López Obrador. Este aparente o real respaldo popular al gobierno contrasta con el descontento que puebla en la generalidad de los medios. Hay algo en todo esto que parece no estarse registrando adecuadamente. No podemos decir que la encuesta está “cuchareada” porque la publica un medio impreso cuyas posturas son contrarias al presidente. Por lo tanto, son los medios los que traen y negocian su propia agenda, de modo que no han querido ser el vehículo a través del cual pueda expresarse la pluralidad social existente e incluso las críticas que desde abajo no han podido emerger en la presente coyuntura.
En este escenario, todo parece indicar que el presidente se crece ante el castigo. Salvo la Jornada, la generalidad de los medios someten a una crítica sistemática y despiadada a este gobierno. Más aún, una periodista que podría decirse conserva cierta simpatía por el actual gobierno como, Carmen Ariztegui, ha sido cuestionada por el presidente calificándola como conservadora y parte del gremio mediático contrario a su gobierno, por una investigación periodística en la que están involucrados algunos de sus hijos, en la que se describe la implantación de un modelo de plantación para la producción de cacao en Tabasco donde uno de ellos es socio. No está mal que la prensa emita juicios sobre los temas de la agenda, en la medida en que debe ser vigilante del poder público y ya era hora que esto ocurriera, cuando ha sido largo el ayuno de medios genuinamente libres y críticos. Frente a gobiernos autoritarios o corruptos, siempre le correspondió una prensa dócil, extorsionadora o proclive al cohecho. Este gobierno ha instaurado la práctica de no “comprar” espacio en los medios, ni granjearse la simpatía de periodistas por la vía del presupuesto y esto explica, en parte, el grado de incomodidad e incluso el tono en que se intenta someter al régimen de la 4T.
El vendaval del sureste ha dejado a su paso varios damnificados. Primero, fue Carlos Urzúa y el último es Arturo Herrera, sin olvidar a Santiago Nieto, Irma Eréndira Sandoval; entre otros. Por diversas razones, todos estos funcionarios y otros más dejaron sus cargos por discrepancias con el presidente o porque su conducta, de acuerdo a los criterios de este gobierno, resultaban contrarios a las políticas de austeridad y moderación que impulsa el propio mandatario. Pero, más allá de todo esto, los funcionarios que se han quedado en el camino tuvieron diferencias con el presidente y la independencia de criterio no es algo bien visto en la administración pública, donde a menudo se incuban comportamientos virreinales y la opinión propia se traduce como deslealtad.
Sin embargo, el acuerdo en el que se establece como de “interés público y seguridad nacional” ciertas obras del gobierno acaparó la atención de algunos medios y analistas. Los más estridentes califican la medida como una suerte de “golpe de Estado” o que estamos al borde de la tiranía. Otros, aunque reconocen los motivos que lo estimulan, señalan igualmente algunos riesgos no para esta administración que sistemáticamente ha sido bloqueada con amparos recurrentes, sino para el futuro. Es cierto que esta decisión no puede evitar los riesgos de decisiones autoritarias en el porvenir, pero igualmente relevante es el hecho de que varias de las obras que este gobierno ha emprendido con frecuencia se obstaculizan interponiendo amparos para detenerlas. En general, no se trata de una oposición a las acciones del gobierno debido a la inviabilidad de las obras o a las consecuencias que estas podrían tener en términos presupuestales o ambientales; de lo que no parece haber duda es que la oposición sistemática implica la temeraria apuesta de que a este gobierno le vaya mal para que no cumpla con lo que ha prometido. He ahí la razón que justifica la medida.
El presidente ha sido fiel a su compromiso con los pobres y no está mal que así sea. Existe una gran deuda con los desamparados de este país que en los últimos, a pesar de los programas de combate a la pobreza, fueron prácticamente olvidados por el régimen. Es cierto que los pobres se diseminan por todo el país, pero no deja de ser una verdad moralmente inaceptable que la mayoría de ellos se concentran del centro del país hacia el sureste. Es verdad, también, que al menos desde 1994 se canalizaron más recursos públicos hacia estas partes del país donde las desigualdades resultan insultantes. Lo cierto es que los recursos invertidos no aliviaron los males que supuestamente pretendían erradicar.
Es ahora que un gobierno decide cumplir una deuda histórica con los pobres de este país y que se concentran en el sur-sureste de la república, cuando brotan las inconformidades por quienes ni siquiera puede decirse que serían afectados directos de estas obras, salvo el hecho de que estén cancelados ciertos beneficios derivados de contratos o algún otro tipo de coyotaje mientras el gobierno invierte recursos a través de grandes proyectos de infraestructura. Por lo pronto, no es en estas zonas olvidadas del país desde donde emergen las protestas y quizás habría que sentir el hambre, la injusticia y la carencia de oportunidades para comprender por qué un ciudadano sureño pobre ve con alguna simpatía lo que recibe como dádiva. Pueden ser criticables las acciones emprendidas por este gobierno, pero será muy difícil oponerse a la derrama económica que genera empleo a través de sus proyectos más emblemáticos. Saldar estas deudas con los desheredados puede no gustar a algunos, pero resulta moralmente inaceptable que quienes lo tiene todo a manos llenas exhiban semejantes imposturas porque entre más se oponen parecen fortalecer más todavía al presidente.
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