El instructivo inútil
Nuestro ingreso a la modernidad supuso un impresionante desarrollo de la tecnología, es decir, la aplicación de los conocimientos para la confección de herramientas que contribuyeran a solventar las ingratitudes de la vida diaria y, más ambiciosamente, incrementar los beneficios que podríamos obtener a través del “control de la naturaleza”. Con el tiempo, se inventaron herramientas y artefactos cada vez más complejos, hasta que llegamos como humanidad a fabricar máquinas para producir cada vez más instrumentos más complejos. Así, muchos instrumentos que usamos a diario se convirtieron en una extensión de nuestras manos, nuestros pies y, en general, de todo nuestro cuerpo con el fin de facilitarnos la existencia.
Sin embargo, con la invención de artículos e instrumentos cada vez más complejos se generó la imperiosa necesidad de diseñar manuales para un funcionamiento óptimo, al mismo tiempo en que se hacía del conocimiento de los usuarios los riesgos y las precauciones indispensables para evitar accidentes. La invención del foco, por ejemplo, funcionó como una extensión de nuestros ojos, aunque su uso inadecuado presupone riesgos de un corto circuito, la posibilidad de un incendio y sufrir una eventual descarga eléctrica poniendo en peligro nuestros vidas.
Hoy en día tenemos máquinas tan complejas como los autos, los teléfonos celulares o las computadoras que requieren instructivos para un uso adecuado de los mismos. Y en la vida doméstica se suman a esta pequeñísima lista los hornos de micro-ondas, las licuadoras, los refrigeradores, las estufas, los calentadores, la plancha, entre muchísimos más artefactos que cumplen distintas funciones desde que nos despertamos hasta que intentamos conciliar el sueño por las noches.
Hace algunos años una amiga me dijo que era el único bicho raro que se atrevía a leer los instructivos de los aparatos, pero no creo contar con semejante disposición, aunque sí hago esfuerzos por descifrar los contenidos de los manuales de los dispositivos (esa chocante palabrita que todos empleamos para sentirnos a la moda en el uso del lenguaje) que a menudo utilizo.
Más aún, descubro con cierto pasmo los efectos secundarios de los medicamentos porque hasta los llamados suplementos alimenticios traen sus propias indicaciones de uso y de como estos pueden resultar contraproducentes en algunos casos. A decir verdad, nunca nos pasa por nuestra cabeza siquiera que a quien recomendamos algún fármaco o remedio, pudiera ser sensible a los contenidos provocándole efectos adversos. Con la costumbre muy mexicana de convertirnos en médicos espontáneos con el fin de evitar las incomodidades físicas, el dolor y la muerte de quienes están más cerca de nosotros, inventamos historias de los efectos maravillosos de los medicamentos que hemos ingerido o de los remedios que en algún momento sanaron nuestros cuerpos. Pero a pesar que los medicamentos claramente dicen que no solamente no debemos automedicarnos sino que, además, de manera inocente o temeraria nos atrevemos a recomendar medicamentos, lo cual resulta un riesgo para la salud de las personas y familiares. Con la famosa frase de que “el uso de este artículo es responsabilidad de quien lo usa y quien lo recomienda” damos rienda suelta a nuestra predisposición muy humana a evitar el dolor.
Con todo, francamente nunca nos detenemos a revisar los instructivos. Pensamos que no son necesarios o que podemos prescindir de ellos porque lo importante es el uso inmediato para satisfacer nuestras necesidades o aliviar nuestros infortunios.
Steve Job, el genio que creó las computadoras Macintosh, no solamente era exigente con sus diseñadores, de modo que alcanzaran la excelsitud en el diseño y funcionalidad de sus aparatos. Se dice que presionaba a sus empleados para hacer explotar todo su talento, puesto que no solamente exigía computadoras visualmente atractivas, sino que el ciudadano americano promedio fuera capaz de manipularlas como si usara una licuadora. Con otras palabras, Job tenía claro que el usuario final de sus aparatos ignoraría completamente un manual de uso; por esas razones es que el diseño de sus computadoras resulta muy intuitivo y simple como abrir y cerrar ventanas. He ahí el incentivo inadecuado para nuestro escaso aprecio por las reglas que nos indican el uso apropiado de los artefactos de la vida moderna.
Hace unos días escuché una narración que resultó ser la prueba material de por qué arrumbamos al reino de lo inservible a los prontuarios de uso de los artefactos de la vida moderna. Pero lo que más llamó mi atención fue el ingenio y la experiencia práctica que, también, supone una disposición al conocimiento basado en el ensayo y el error, aunque esto pueda conducirnos a situaciones de riesgo. Una persona que, para el caso vamos a llamar Carolina, se empeña en explicarme que ha comprendido la manera en que obtiene los mejores beneficios de su boiler, dada su afición a tomar sus baños corporales con agua extremadamente caliente. Con lujo de detalles fue describiéndome que, después de casi tres años de contar con el calentador, no había podido encontrar la fórmula para que funcionara conforme a sus deseos. Hasta que un día maravilloso descubrió que si giraba la perilla que regula el calor y dejaba que funcionara dos minutos (no tres o cinco, sino estrictamente dos minutos) el quemador del boiler, tendría el agua a la temperatura deseada durante todo el rato que permanece debajo de la regadera. Ingenuamente pregunté si en algún momento había leído el manual. Por supuesto que no, me dijo. Su respuesta fue letal y me dejó tan frío como el agua que desprecia. Luego vinieron las risas dado el evidente teatro del absurdo. No queremos perder un instante en nuestra alocada carrera por obtener beneficios inmediatos, aunque invirtamos demasiado tiempo en comprender el uso adecuado de nuestros aparatos.
El descargo de nuestra condición repelente hacia los instructivos, cabe reconocer que los manuales de operación o guías de uso no siempre son lo suficientemente claros, lo cual incide en el poco aprecio que otorgamos a su lectura, pese a que esto puede salvarnos de vivir algún tipo de percance o acaso cosas más graves. O, también, evitarnos la pena del ensayo y error, o la pérdida de tiempo hasta que encontramos (qué maravilla!!!) las condiciones óptimas de uso de nuestros aparatos domésticos.
Por eso creo que este país no es de científicos sino de poetas, la creatividad desborda cualquier forma de racionalidad o pensamiento objetivo, aunque a menudo podemos poner en peligro nuestras ingratas vidas.
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