El fiscal de hierro en sus propias palabras

Para Danae Estrada, por este libro

 

Las memorias de Javier Coello Trejo, tituladas El fiscal de hierro, despiertan el interés por la historia inmediata, narrada desde el personalísimo punto de vista del protagonista.

Es un libro de fácil lectura, bien surtido de chismes políticos, locales y nacionales. Gravita, sobre todo, en el entresijo político de la justicia: como ministerio público, subprocurador y mano ejecutora del presidente de la República para casos delicados que, en su momento, cimbraron el paisaje público: la detención de la Quina, el poderoso líder petrolero que acumuló más poder que algunos mandatarios, y la lucha inicial contra el narcotráfico a fines de los ochenta.

Los comentarios sobre Chiapas, en donde Javier Coello Trejo se desempeñó por tres años como secretario de Gobierno, dan cuenta del particular estilo de gobernar de Absalón Castellanos Domínguez, a quien le fascinaba el oropel del poder, más que el poder en sí mismo, y el desastre que han encaminado los gobernantes a Chiapas.

Aunque nació en la Ciudad de México (22 de octubre de 1948), sus antecedentes están en Chiapas. Su padre, Roberto Coello Lescieur, se inició en el periodismo en San Cristóbal; en 1949, fundó La Voz de Chiapas y Oaxaca, que a la postre cambió por La Voz del Sureste, y que tuvo amplia circulación desde el Distrito Federal hasta Campeche, pasando por Oaxaca, Chiapas y Tabasco.

Su padre, recuerda con amargura, “era mala copa”, “cabrón”, pero leal, quien, al perder la gubernatura en 1970, “dejó la política y se dedicó a escribir y a beber”, hasta que lo mató un infarto el 28 de octubre de 1974, cuando había cumplido 55 años. A su madre, Rosa del Carmen Trejo Quevedo, le tocó la responsabilidad de encargarse de la decena de hijos: Roberto, Jorge, Javier, Flor de María, María del Carmen, María Guadalupe, Beatriz Eugenia, Arturo Enrique y Blanca Margarita.

De niño, cuando su familia vía en la Ciudad de México, fue cantor en la Basílica de Guadalupe, en donde conoció a Guillermo Schulenburg, el abad quien después de 30 años en el cargo, dijo que Juan Diego no había existido. Al terminar la primaria ya medía 1.85: “Mi problema es que siempre fui muy alto y muy gordo”.

Después de sus estudios de preparatoria, se trasladó a Chiapas, la tierra de sus padres, en donde ingresó en la Escuela de Derecho de San Cristóbal. Cuando cursaba el segundo año, el gobernador José Castillo Tiélemans lo nombró ministerio público en Chiapa de Corzo, así que repartió sus obligaciones como estudiante y MP. Por esos años, encabezó la investigación sobre falsificación de título de profesores, un mecanismo que permitió a personas sin estudios desempeñarse como maestros de primaria. La pesquisa arrojó más de 400 personas involucradas y detenidas, entre otras, el oficial mayor del Congreso de Chiapas, Jesús Flores Meléndez.

Por esos tiempos, se casó con Jovita Zuarth Corzo, pese a la oposición inicial de la familia porque le encantaba “el pedo, la bohemia y los amigos; declamaba y cantaba”.

Regresó a la Ciudad de México, cobijado por Pedro Ojeda Paullada, quien lo convirtió en ministerio público federal, y posteriormente, al lado del procurador Óscar Flores Sánchez, registraría sus mayores logros.

No buscó Javier Coello escribir una obra maestra, sino un texto que reflejara su personalidad, y que también permitiera explicar y justificar su vida como servidor público. Desde esa óptica, tiene sus propios intereses y es normal que se trate con benevolencia; al fin, las memorias, buscan explicar, pero también reivindicar las acciones en el nebuloso territorio de la política.

Leerlo es como escucharlo; directo y bronco: “Apenas le rascamos tantito por aquí y por allá y encontramos un pinche robadero de la chingada”. “El ministro me ofreció un cargo de actuario interino y don Salomón me mandó olímpicamente a la chingada”. “La delincuencia se combate con “güevos, decisión, y no con abrazos ni con sacerdotes”. “Era una hija de la chingada, cuando se emborrachaba sacaba la pistola como quien saca un kleenex”.

Su frase: “Justicia sin reo no es justicia”, la aprendió del procurador Óscar Flores Sánchez, exgobernador de Chihuahua, quien se hiciera célebre porque al detener a unos delincuentes, informó: “fíjese, señor secretario, que los asaltabancos se ahorcaron…”.

Se explaya en su particular filosofía: “Cuídate de las malas pasiones, no de las buenas pasiones”. “Yo prefiero un funcionario ratero a un funcionario pendejo, porque si es pendejo es pendejo esférico. Al ratero no más hay que cuidarle las manos. Si es un funcionario ratero nomás cuídele las manos, pero al pendejo cómo lo cuida”. “Militar sin gorra vale una chingada”.

“Dicen que soy un cabrón; sí lo he sido; he tenido que matar en defensa propia y en cumplimiento de mi deber, sirviendo a mi país, y lo hice porque siempre entendí que yo un soldado del gobierno”.

“Segundos que parecían horas, la eternidad reflejada en el pinche reloj”.

“De pronto comenzamos a percibir que los delincuentes usaban el argumento del respeto a los derechos humanos para evadir la justicia. Para mí lo fundamental, lo verdaderamente importante, era defender los derechos humanos de la gente honesta, de la que sale a trabajar, de la que paga sus impuestos y respeta la ley. A los criminales a chingar a su madre porque lastimaban –lo siguen haciendo– a la sociedad y era obligación del Estado proteger a los buenos mexicanos”.

Termina su libro, con un párrafo que bien podría ser empleado en los cursos de autoayuda:

            “Para mí la vida es una carretera que tiene desviaciones, curvas, derrumbes, hoyos, baches. El éxito del ser humano es recorrerla, sin volver atrás, pasando por esos baches, tomando las curvas, evadiendo los derrumbes, sin detenernos, pero tampoco sin apresurarnos. Y en ese camino uno tiene que sembrar. Si sembramos odio, cosecharemos odio, si sembramos afecto, cosecharemos afecto. Ese ha sido y va a ser mi bastión hasta que muera”.

Es, pues, un libro entretenido, incluso revelador de los resortes internos en que se mueven los políticos mexicanos.

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