La belleza convertida en basura
Casa de citas/ 561
La belleza convertida en basura
Héctor Cortés Mandujano
Leo el lujoso tomo II de Lecturas de poesía clásica, de la edad media al siglo XIX (Conaculta, 2001), con selección, presentación y notas de Francisco Serrano. Ya he hablado del tomo I en una Casa de citas anterior; ambos tomos fueron regalo de mi amiga Linda Esquinca.
Lo que se interna en nuestra memoria, de la poesía que leemos, a veces no está en el poema completo ni en un verso. Basta una idea, tres palabras, como en “De cristal son los ríos…”, de Giovanni Boccacio (1313-1375) donde leo esto, que me encanta (p. 37): “Hay árboles desnudos”.
Creo que nunca he leído nada más que lo seleccionado aquí de Juan Álvarez Gato (1430-1496). El recuerdo actualiza el hecho recordado. Lo dice bien en su “Canción” (p. 46): “A las veces el olvido/ es un concierto de amor”.
En la “Canción quinta”, de Garcilazo de la Vega, se menciona a Anajérete. Francisco Serrano nos dice en su pie de página (p. 66): “Anajérete fue convertida en mármol, porque habiendo desdeñado el amor del joven Ifis, que apareció muerto frente a su puerta, no se condolió durante su entierro”.
Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575) dice en “Viéndose sujeto al amor” algo muy logrado sobre la tortura del amor (p. 68): “Hasta cuando estoy durmiendo/ estoy soñando que lloro”.
Me encanta un verso del gran Luis de Camões (1524-1580), de su poema “Pobre de mí, que lloro al par que río” (p. 72): “Hablo de amor mejor cuando enmudezco”.
Hay poetas generosos. Gracias a ellos conocemos a otros; de los muchos ejemplos tomo dos: Juan Boscán fue quien publicó los poemas de Garcilazo de la Vega y, según la nota de Serrano (p. 80), Quevedo fue quien dio a conocer la poesía de Fray Luis de León. Se necesita tener alto el nido para eso.
Me gustan los poetas concentrados en su labor literaria, aunque sus personas tengan posiciones políticas, actividades sociales concretas, etcétera. En general, no me gusta la poesía, la literatura militante; suele ser pretexto para escribir tonterías “revolucionarias”. Dice Góngora (1561-1627) en sus “Letrillas” (p. 97): “Traten otros del gobierno/ del mundo y sus monarquías”; en ese mismo poema dice más adelante: “Morir maravilla quiero/ y no vivir alhelí” y “Sublime girasol/ Matusalén de las flores”.
John Donne (1572-1631) dice en “Elegía: antes de acostarse” varios versos eróticos (p. 113): “Descálzate y camina sin miedo hasta la cama […] sé natural como en el parto […] ¿qué mejor manta para tu desnudez, que yo, desnudo?”.
Dice Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) en “La noche” (p. 120): “Si un día es el siglo de las flores,/ una noche es la edad de las estrellas”.
Alexander Pushkin (1799-1837) escribió hace mucho, en “Canción triste”, algo que ahora, por la pandemia, lamentablemente parece muy actual (p. 174): “Tan sólo hay vida en el muerto/ bullicio del camposanto./ Allá van constantemente/ nuevos despojos mortales”.
Sobre el amor infantil escribe Víctor Hugo (1802-1885) en “Lise” (p. 178): “Yo tenía doce años; dieciséis ella al menos. […] Fuimos dos niños puros, dos perfumes, dos luces. […] El domingo, en las vísperas, desplegar su ala blanca/ sobre nuestras cabezas yo veía a los ángeles”.
En mi novela Vanterros usé como epígrafe en un capítulo estos versos de Víctor Hugo que me encuentro de nuevo aquí y que pertenecen a “La noche del océano” (p. 180): “Fueron hojas que el viento dispersó en el oleaje./ Hoy sus huesos descansan en abismos sin luna./ Las olas dividen la labor: mientras una/ hiere el barco, la otra se encarga del pasaje”.
Camões escribió un poema a Catalina sobre lo bellos que le parecían sus ojos. Cuando Catalina murió, la poeta Elizabeth Barret Browning (1806-1861) escribió un poema como si ella fuera Catalina escribiendo a Camões. Así se llama “Catalina a Camões” y dice (p. 182): “Benditos sean mis ojos/ si le parecen tan dulces”.
En “Dafne”, Gérard de Nerval (1808-1855) habla de los tesoros que hay escondidos en las cuevas de las montañas. Los llama de una manera peculiar, en una larga interrogación que yo he suprimido (p. 185): “Y la gruta, al intruso funesta, y su tesoro:/ el semen del dragón en su entraña dormida”.
Ah, “El cuervo”, de Edgar Allan Poe, lo he leído tanto. Aquí está de nuevo y de nuevo cito uno de sus versos (p.190): “¡Quita el pico de mi pecho! ¡Deja a mi alma en soledad!”.
Sobre “Andrea del Sarto (a quien llamaron el pintor perfecto)” escribe Robert Browning (1812-1889). Francisco Serrano, en el pie de página, hace esta nota (p. 194): “En Andrea del Sarto, Browning trata el tema del artista frustrado, como creador y como amante. El matrimonio del pintor con Lucrezia di Fede era insostenible. Ella le servía de modelo para sus cuadros más importantes, pero el interés de la mujer era económico. Incapaz de satisfacerla, del Sarto, además, debía aceptar que Lucrezia tuviera un amante”.
Este libro tiene a varios de mis poetas de cabecera. Walt Whitman (1819-1892) es uno de ellos. De su célebre “Canto de mí mismo” son estos versos (p. 198): “¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?/ Me apresuro a informarle que no es menos afortunado morir, y sé lo que digo”.
Charles Baudelaire (1821-1867) cuenta en “Una escoria” sobre un despojo maloliente que él y su amada vieron (p. 200): “Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,/ ardiente y sudando venenos,/ abría de manera despreocupada y cínica/ su vientre de hedores repleto” y luego dice a su amada: “Y pensar que serás igual que esa basura,/ que esa repugnante infección,/ estrella de mis ojos, sol mío, vida mía,/ tú, mi ángel y mi pasión”.
“Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito”, dice en “Los cantos de Maldoror” (p. 215), el Conde de Lautrémont.
En “Mi verso”, dice José Martí (1853-1895), p. 218: “He visto vivir a un hombre/ con el puñal al costado,/ sin decir jamás el nombre/ de aquella que lo ha matado”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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