De cantinas y cosmopolitismo en Tuxtla Gutiérrez
Como resultado de un comentario a un twitter chiapaneco que mostraba una fotografía de la antigua entrada al poblado de Terán, varios twitteros me han solicitado que explique una anécdota de cantina que mencioné en referencia a esa fotografía. Algo platico de las cantinas de Tuxtla Gutiérrez en mi breve relato titulado Trazos de Memoria. Niñez y adolescencia en la Tuxtla Gutiérrez de los años cincuenta (UNICACH, 2018, páginas 53-57). En mi largo andar por los caminos de México, las ciudades del país, los ambientes rurales, comprobé que la importancia de las cantinas tuxtlecas para explicar las relaciones sociales machistas, difícilmente tiene parangón en el resto del país, por lo menos en la primera mitad del siglo XX. Así mismo, desde el punto de vista del orbe cultural, las cantinas en Tuxtla, por mala fortuna como recintos reservados a los hombres, tuvieron un importante papel en la difusión cultural. Hoy siguen siendo centros de relación social por fortuna abiertos a las mujeres y en donde la difusión cultural juega un papel importante. En mi caso, me introduje al ámbito de las cantinas tuxtlecas desde mi niñez. Sucedió así porque crecí en una casa que habitábamos los Fábregas-Puig situada en la primera avenida Sur Número 40, entre la segunda y la tercera poniente. Justo en la segunda poniente, “a la vuelta de la esquina” con rumbo a la avenida central, se encontraba situada la cantina nombrada La Estación, propiedad de Don Oscar Oliva. El nombre del establecimiento respondía al hecho de que enfrente estaba la “terminal” de autobuses que hacían el servicio de transporte entre Tuxtla, Berriozábal y Ocozocoautla (Coita, para los entendidos). Así que al regresar de la escuela hacia las 12 del día (en aquellos años se comía muy temprano en Tuxtla, entre las 12 y las 13 horas) mi madre me ordenaba “ir a la cantina de Don Óscar” para avisar a mi padre que ya estaba servida la mesa. Para mí era un placer obedecer esa orden materna. Salía de la casa corriendo para llegar a La Estación y escuchar embelesado la plática de “los bolos”. En efecto, en esa histórica Cantina -que merece un homenaje- se reunía en pleno el Ateneo de Tuxtla Gutiérrez, justo entre las 12 y las tantas horas del día. Allí departían nada menos que Luis Alaminos, Eduardo Javier Albores, Fernando Castañón Gamboa, Andrés Fábregas Roca, Fernando Pariente, Pedro Alvarado Lang, don Daniel Malpica, a veces Miguel Álvarez del Toro, Alberto Marín Barreiro entre los que recuerdo. No faltaban los invitados ilustres, los intelectuales que visitaban a Chiapas, varios de ellos invitados por el propio Ateneo, como el historiador José Miranda y su hermano el biólogo y botánico Francisco Miranda, fundador del Jardín Botánico de la UNAM y de la Ciudad de Tuxtla Gutiérrez. No faltó en esa mesa el notable pintor, el Dr. Atl y hasta Juan Rulfo y el poeta Pedro Garfias bebieron sus frías mientras conversaban a carcajada abierta con aquel círculo intelectual notable que configuraba al Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas. Allí, en cantinas como la de Don Óscar, nació el cosmopolitismo en Chiapas, la conversación sobre los avatares del mundo, y un anecdotario que lamento se haya perdido porque contenía lo “profundo” de la vida provinciana de aquella ciudad que fue Tuxtla Gutiérrez. Se perdió la memoria de aquel ingenio. Era admirable esa rapidez para ostentar el sentido del humor que caracterizaba a aquellos bolos ilustrados. Uno de esos días, mientras sentado en una sillita que a propósito me guardaba Don Oscar, mientras bebía mi “Beibi Ponche”, la “gaseosa” que fabricaba en Tuxtla Gutiérrez la familia Mota, Don Amadeo, el distribuidor de un Brandy que él decía era “tipo coñac”, respondía a una larga historia que sobre una laguna había relatado nuestro maestro de historia, Fernando Castañón Gamboa. Con voz que denotaba un interés especial, Don Amadeo preguntó: “Y hay patos en la laguna”. La respuesta, pronta, de Don Fernando, hizo estallar las carcajadas: “Hay patos y patos nalgas”. En otra ocasión ingresó un bolo a La Estación gritando “Viva mi General Santana jijos del maíz”. Los ateneístas, intrigados, interrogaron al bolo de marras, cuestionando su algarabía en pro de un personaje tan siniestro como el General Antonio López de Santa Ana. Aquel bolo, que quién sabe de dónde venía, respondió que gracias al General Santa Ana había burlado a la policía, porque al llegar a la Frontera Norte y cruzar, se salvó de la cárcel. Dijo el bolo: “Si mi General santa Ana no hubiera entregado Texas yo hubiera pasado un buen tiempo encerrado”. Las mentadas de madre no se escatimaron y aquello terminó en una trifulca hasta que el bolo fue expulsado ante los gritos de reprobación de los ateneístas.
Llegó el momento de asistir a la Universidad. No había ningún recinto universitario en Chiapas en aquel año de 1963. La desbandada de preparatorianos se distribuía entre las ciudades de México, Puebla, Oaxaca y Jalapa. Me tocó emigrar al añorado D.F. y regresar de vacaciones a mi tierra natal para celebrar las fiestas de diciembre con la familia. En una de esas vacaciones nos reunimos en Los Cocoteros, histórica cantina de Terán-ya desparecida por desgracia-para compartir las cervezas con amigos y compañeros que estudiaban en diferentes partes del país o con los que se habían quedado en Tuxtla. Llegamos temprano para saborear las botanas mientras las cervezas frías nos alegraban el alma. Todo “buen Tuxtleco”, además de saber bailar “el cachito”, sabe disfrutar las cantinas. Por fortuna, hoy están abiertas a las mujeres que añaden mucho a la animación que hay en esos locales. La mesa que ocupamos era larga. Habíamos muchos. Los abrazos y las exclamaciones del “yday vos bulto, que hacés” no cejaban. En eso estábamos cuando nos llamó la atención la exclamación de un bolo que se encontraba en otra mesa: “Se salvó” gritaba el bolo a voz en cuello. Intrigados, varios nos acercamos a enterarnos qué pasaba. El bolo gritón nos explicó: “Aquí mi amigo”(que estaba completamente dormido con la cara sobre la mesa) se cayó en el caldo de pata y se estaba ahogando. Lo bueno es que me di cuenta y lo jalé del pelo sacando su carota del caldo”, terminó el bolo. Las carcajadas estallaron en los Cocoteros. Todo mundo se imaginaba a un bolo ahogándose en un caldo de pata, una muerte inimaginable. Toda esta ingenuidad, toda esta espontaneidad, se pierde conforme las ciudades crecen, la demografía oculta a las personas, la anomia invade a lo que antes era una comunidad. Entre más gentes, más extraños somos. Se pierde la cercanía social y la desigualdad se profundiza. Por eso, aquellas cantinas señeras desaparecen y se homogenizan los “centros botaneros” o los cantinas fifís, como diría el Presidente López Obrador. Así, en Tuxtla Gutiérrez van cayendo aquellas cantinas en donde el espíritu del mundo vagaba como un fantasma. Ya no está La Estación, La Casa de Ladrillo, El Panalito o La Pelona y tantas más. Nos quedan, precisamente en Terán, algunas cantinas que rememoran lo que fue la expresión de los lugares en donde la tristeza encontraba su antídoto y el espíritu pueblerino se volvía universal.
Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. A 11 de octubre, 2021.
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