Mis amigos muertos
A la memoria de
Alejandro Tello “Tellowski” y
Julio Guzmán
Este título da nombre a uno de los mejores discos de la banda de culto Real de Catorce. El titulo se lee homenaje y ceremonia, tal vez sin que lo sea, pero ahora llega con inédita puntualidad semántica. Real de Catorce, con su letanía poética, siempre tuvo la acertada decisión de trasportarnos a los territorios más inhóspitos de nuestras emociones. Por esta vez, hoy tampoco es la excepción.
Como si fuera el tiempo más obscuro, vivimos en la zozobra de la muerte. Todos los días, durante año y medio de esta pandemia de locura, entramos de lleno a una turbulencia de sensaciones, miedos y ansiedades por todos los lados de nuestros cuerpos. Leemos las noticias, nos seguimos enterando que las curvas no se aplanan, de la misma manera que nuestros corazones doblados por la continua angustia por saber cuando parará todo. Un virus, un microscópico bicho ha puesto de cabeza nuestras mas elementales formas de sociabilidad y de comunidad. La muerte hoy es lenguaje común. Hoy forma parte de esta habitual forma de sentir y ver la vida. Pero también mañana y pasado. Recorremos caminos nunca antes pensados y estos son generalmente extraños, raros, a veces bizarros, con una tendencia a generalizar todo y particularizar nada. A veces no somos gente; pero otras sí, y con mucha enjundia para cubrir la cuota de humanidad que nos toca. Pero todo es impredecible, vamos con la vela izada, pero el bote ladeado; haciendo esfuerzo por enderezarlo, para que no se hunda.
Abrimos nuestras redes, prácticamente es lo mismo: esquelas, pésames, dolores aquí y allá, amigos, conocidos, familiares de ellos; no todos por efecto del virus pero sí en el contexto de la pandemia. Es lo mismo. Así cayeron Efra, Tello, Paco, Julio en Xalapa, Julio en Chiapas, Carlos Frank, muchos más. De tan repentino y tan efímero, no ha habido tiempo de duelo. Estamos y seguimos en carencia. En veces no hay más que silencio dolido, eso también nos avasalla, de muchas maneras. Pensamos en los que se fueron todo el tiempo, como si nunca habríamos de poder alejarlos de nuestras cercanías, de nuestros cariños.
Pero no dejarlos partir tal vez sea la negación de un polémico ritual enfrentado a lo irremediable, entonces nosotros tampoco descansamos y perdemos a menudo la brújula.
A veces no sabemos decir nada ante esto, de tan rápido, tan inesperado, de tan trastornado todo lo que sucede. Lo único, quizá, es sabernos vivos en medio de una tormenta y que, algún día, ojalá no lejano, podremos llevar el barco a buen puerto, aquel que no olvidamos y en donde “fuimos felices y no lo sabíamos”.
Lo bueno de este infausto proceso vital, es la lenta, pero inexorable, recuperación de nosotros mismos. Lamernos las heridas –ahora lo sabemos- forma parte de esa peculiar resiliencia que ha caracterizado nuestras sobrevivencias. Tal vez no sean nuevas todas estas sensaciones que nos ha tocado vivir, ni fue, ni será la última tal vez.
Pero si lo hacemos consiente, hay más probabilidad de volar más alto, en la cima de todo lo que nos rodea, donde este pesar no nos alcance y podamos ver el bosque por encima.
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