Los surcos de la felicidad
La lluviosa tarde de verano había dejado un agradable clima, se apetecía leer, tomar chocolate con pan o conversar amenamente. Lucrecia recordó que tenía pendiente hacer una entrevista, le habían dejado una tarea en el bachillerato, en su materia de Lectura y redacción. El tema era libre. Sin dudarlo decidió preguntarle a doña Irene, su abuelita materna, si quería conversar con ella para su ejercicio. Le encantaba platicar con ella. Tenía la ventaja que vivía a dos cuadras de la casa de Lucrecia.
Cuando llegó a su casa la encontró sentada, tejiendo un tapete. Era una de las actividades que le gustaba hacer y era de una de las tantas habilidades que Lucrecia le admiraba. Después de saludarla le comentó su propuesta, como era de esperarse doña Irene aceptó. No sin antes decirle a Lucrecia que sentía que no tenía cosas tan importantes que contar, pero si le ayudaba con su tarea con gusto platicaban.
—Abue, ¿estás cómoda ahí o prefieres que conversemos en otro lugar?
—Vayámonos al patio, ahí en mi mecedora vendrán mejor los recuerdos.
Con libreta en mano y su telefóno celular como aliado, Lucrecia comenzó la entrevista. Escuchaba atentamente lo que doña Irene mencionaba e iba tomando nota. Había enviudado muy joven y con su trabajo como costurera y partera había sacado adelante a su familia, dos hijos y una hija. Su vida había estado llena de retos y momentos fuertes, destacó que la vida le había enseñado que debía disfrutarse y aprender de todas las experiencias incluyendo las más tristes.
A Lucrecia le llamó mucho la atención cuando su abuelita mencionó que la felicidad era un ingrediente esencial en su vida, la tenía presente en muchos momentos y era una de las razones por las que todavía se mantenía de pie. No pudo quedarse con las ganas de preguntar sobre cómo ser feliz.
—Ay hijita, no hay una receta para tener la felicidad completa, más bien creo que consiste en valorar y agradecer lo que tienes, por ejemplo, estar con quienes quieres, tener salud, poder caminar, disfrutar comer una fruta, escuchar el canto de los pájaros, platicar contigo como ahora lo hago y algo muy importante, darte la oportunidad de reír mucho, las veces que te sea posible, sin importar los surcos que se hagan en el rostro al pasar el tiempo.
Lucrecia observó el rostro de doña Irene, no se había percatado antes que las arrugas que se dibujaban en él justamente hacían referencia a un rostro que no mostraba facciones de enojo, por el contrario, estaba marcado en él un semblante grato, de armonía con la vida. Ahora entendía que esos eran como los surcos de la felicidad.
Cuando finalizó la entrevista, además de agradecerle a su abuelita su tiempo y compartir parte de su vida, le dijo que la admiraba mucho y que ojalá ella pudiera poner en práctica el encontrarle el lado feliz a cada instante vivido.
—Abue, me encantaría algún día tener esos surcos en mi rostro. Mientras tanto, ¿me invitas a tomar chocolate con pan? Te ayudó a prepararlo.
Ambas sonrieron mientras que de fondo se escuchaba el canto de los grillos, era el anuncio que la noche había llegado.
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