Caminito de la escuela: Un regreso paradójico
Me parece que serían muy pocos quienes pudieran argumentar en contra de la función principal de la escuela como espacio de socialización básica. Es genuinamente un espacio de convivencia y aprendizajes de todo tipo, pues los conocimientos básicos que deben aprender los niños y los jóvenes se complementan con una suerte de pedagogía moral acerca de lo correcto e incorrecto, de lo socialmente aceptable, de lo que es reprochable. La escuela es un espacio lúdico, también, porque los niños y jóvenes conviven con sus pares de generación, se crean sólidos lazos afectivos y de solidaridad.
Sin embargo, la escuela también es un espacio disciplinario. Es una gran mentira que la libertad absoluta nos hará más felices, cuando es más común que esta nos conduzca al hedonismo, individualismo a ultranza y una competencia feroz sin el menor escrúpulo alguno buscando transcender mediante un prestigio muchas veces superfluo.
Uno de los grandes problemas de las instituciones de educación públicas y privadas es que se han convertido en el receptáculo del disciplinamiento de las conductas, más que en espacios para la liberalización del pensamiento. Más que incentivar a los niños y jóvenes a pensar por su cuenta, la institución escolar ha terminado por ser simplemente una institución en que se implanta la didáctica de la imposición de reglas, más que estímulos para construir un pensamiento crítico y creativo. La disciplina es necesaria, pero no al grado que casi elimine el conocimiento, elemento sustancial del ideal educativo.
No conservo ninguna predisposición maniquea entre estos modelos de enseñanza. Ambos pueden ser razonablemente adecuados o un fracaso rotundo. Sin embargo, la educación privada crea un mundo paralelo ficticio, más allá del clasismo y la distinción que buscan materializar los adultos más que los niños. Es muy común que quien haya contado con la oportunidad de realizar sus estudios solamente en escuelas privadas llegue a pensar que tal distinción es fuente de privilegios de todo tipo y, además, eso le ofrece el salvoconducto para denigrar, descalificar o discriminar a los otros. Hoy en día, los pedagogos más modernos han llegado a reconocer que aun en espacios como la educación privada, esta debe ser igualmente el reflejo de la sociedad en que se asienta. Por lo tanto, un repertorio de la diversidad social y cultural existente.
Ahora bien, que el encierro haya catapultado las estadísticas en torno a la violencia intrafamiliar no sería francamente una novedad, sino el resultado lógico de una sociedad que se está transformando y en ese tránsito se hacen evidentes todas sus contradicciones, al mismo tiempo en que se buscan nuevas formas de relacionarse; nuevos códigos de conducta que permitan armonizar las relaciones hombre-mujer; niños y padres; entre adolescentes, etc.
La violencia es producto de relaciones en que se presentan oportunidades para ejercerla. Por lo tanto, todos podemos practicar algún tipo de violencia si carecemos de autocontrol y se nos brindan las oportunidades para someter al otro. Que los hombres se sirvan de la violencia con más frecuencia no quiere decir que nadie más pueda usar ese recurso para el domino de otra persona. Si una madre utiliza violencia verbal hacia sus hijos, no solamente resulta una conducta reprochable sino que, además, comete el gran error de socializar a sus descendientes mediante esos mecanismos. Peor aún, si una madre pasa de la violencia verbal a la física los daños a la larga los pagamos todos. Tan reprobable resulta que una mujer pida a gritos que un macho alfa la defienda porque, en la práctica, invoca implícita y explícitamente lo que en primerísimo lugar las propias mujeres se recriminarían a si mismas, como escasos hombres considerarían inopinado y desproporcionado papel que se les asigna.
Improcedente resulta todo esto, como el hecho de que cualquier padre establezca que la mejor manera de infundir disciplina en los hijos es a través de los golpes y naturalizando la violencia en el hogar. Y hubo un tiempo en que los profesores igualmente reforzaban esta condición. Cabe recordar, en este sentido, el viejo refrán de que la letra con sangre entra.
Para desgracia nuestra, la violencia ha sido el mecanismo recurrente en que hemos sido socializados todos, con especial ímpetu se ha disciplinado a los hombres a fin de que la violencia sea parte constitutiva de ellos. Con otras palabras, se implanta la identidad masculina a través de la violencia y dejando como huella permanente que esta es parte sustantiva que la define. Entonces, tenemos una sociedad tan acostumbrada a los malos tratos y a la violencia física que los asume como normales.
Por fortuna estas cosas vienen cambiando, pero en el tránsito hacia la construcción de nuevas relaciones están existiendo múltiples resistencias, desviaciones y patologías.
El antropólogo norteamericano, Oscar Lewis, en su obra que escandalizó a las instituciones de gobierno y a las buenas conciencias de la época, describe de manera brutal justamente cómo es que se socializa mediante la violencia en los barrios pobres de la Ciudad de México de los años 50 del siglo pasado. En efecto, Los hijos de Sánchez traza los hilos de la violencia y cómo esta configura un tipo de masculinidad, en donde la agresión física y el maltrato se potencian porque la vida de las personas está plagada de carencias y en condiciones de precariedad absoluta. Esto, además, se corresponde con un entorno barrial y social en donde no solamente existen carencias, sino también un desprecio hacia el pobre y la ciudad se convierte en una selva en la que resulta un imperativo imponerse por las buenas o por las peores.
Desde luego, nada justifica la violencia en estos terrenos. Aunque los Estados tienen como facultad principalísima el uso de la violencia legítima porque, de lo contrario, volveríamos al estado de naturaleza y ahí sí, sálvese quien pueda; lo que pasa es que a menudo lo Estados la ejercen con brutalidad o con un uso excesivo frente a la sociedad u otros Estados. También, tiene como función sustantiva la protección y seguridad de los ciudadanos, pero estas cada vez menos se pueden llevar a la práctica porque no contamos con un genuino Estado de derecho y, como se sabe, la mayoría de los delitos no reciben castigo.
Por lo tanto, la violencia resulta estructuradora de las conductas sociales aquí y en China.
El gobierno de la república ha emprendido una campaña de convencimiento para el regreso a clases presenciales porque, en la práctica, reconoce que a estas alturas se han incrementado los índices de violencia al interior de los hogares. Desde luego, es sano que los niños y jóvenes regresen a las escuelas porque estas, a pesar de las adversidades, siguen siendo espacios de socialización, identidad y solidaridad.
Sin embargo, la escuela tampoco es una comunidad idílica. Atraviesa también por terribles amenazas derivadas de las malas condiciones físicas, la precariedad laboral de los profesores y una convivencia interna que, en ocasiones, suele ser violenta. Que la escuela se convierta en la malla de protección de los niños y jóvenes frente a la agresividad de la vida es un elemento digno de reconocimiento, pero por desgracia solamente es por un tiempo. Al final, ellos volverán a aquellos espacios en donde a menudo son víctimas del maltrato y agresiones físicas.
Los padres, por su parte, se encuentran sometidos a una explotación brutal que ahora se recrudece por la autoexplotación en modalidades de autoempleo dentro de la “economía informal”, a fin de conseguir los suficientes recursos monetarios para la sobrevivencia. Esto ha obligado que tanto hombres como mujeres tengan que abandonar el hogar dejando a los hijos a menudo con parientes o solos. Así, la vida se abre camino en condiciones que no son las ideales y en situaciones con frecuencia muy adversas. Que de estas condiciones emerjan mujeres y hombres emprendedores y de buena voluntad resulta un acto heroico.
Hay que liberar a los padres si queremos que no sean las tecnologías quienes eduquen a nuestros hijos. La brutal explotación a la que están sujetas las nuevas generaciones, hombres y mujeres, aunque estas últimas se llevan la peor parte, ha sido el caldo de cultivo que ha pontenciado conductas antisociales de todo tipo donde los niños resultan las principales víctimas. Construir un entorno en que los padres vuelvan a convivir con sus hijos sería un ideal en el que debiéramos trabajar, pero para que esto se logre sanamente se necesitan cambios estructurales (un ingreso mínimo universal, por ejemplo), espirituales (impulsar las artes) e institucionales (reglas e instancias que ayuden a dirimir diferencias e impartir justicia).
Lamentablemente, el gobierno federal ha sido errático en la medida que parece imperativa del regreso a clases por las situaciones de violencia, en un contexto donde se están incrementando los contagios por covid-19. Y las autoridades se muestran incapaces y al mismo tiempo vacilantes porque saben que el regreso a clases tiene muchos riesgos por el nivel de la pandemia y porque están rebasadas con relación al tema de la violencia. Prueba de esta terrible situación es que ahora el regreso a clases será voluntario. Este gobierno se está quemando con el fuego para el cual ofreció el combustible más inflamable, la voluntad de cambiarlo todo centralizando las decisiones. Esperemos que los costos sociales de esto no sean tan altos.
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