El yo y el no yo
Casa de citas/ 544
El yo y el no yo
Héctor Cortés Mandujano
El alimento de tu alma es luz y espacio
Henry Miller,
en Trópico de capricornio
En busca de precisar una referencia, comencé a leer de nuevo Trópico de capricornio (Millenium, 1999), de Henry Miller, y terminé leyéndolo otra vez de cabo a rabo.
A la luz de la corrección política actual, Miller sería racista, misógino, etcétera, pero su libro, como se mueve hacia todos lados y es multitemático, poliédrico (aunque, por supuesto, el sexo es su nudo central) y está escrito desde el personalísimo punto de vista del autor, nos permite asentir o disentir con él. Pero hay que leerlo.
Habla mal de su familia (p. 11): “Eran penosamente limpios. Pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la oscuridad”.
Nos hace saber de su poética (p. 31): “No se llega a ser artista de la noche a la mañana. Primero tienes que verte aplastado, ver destruidos tus puntos de vista contradictorios. Tienes que verte borrado del mapa como ser humano para renacer como individuo”.
Al margen de que en el libro Miller cuenta sus muchas aventuras sexuales, es un pensador (p. 142): “¿Qué importa cómo se llegue a la verdad con tal de que la captemos y vivamos gracias a ella?”.
Él, que parece un obseso sexual, juzga el comportamiento de una de sus amantes ocasionales (p. 146): “Si llegaba a estar menos de un metro de una picha tiesa, se derretía. Una bragueta desabrochada era suficiente para hacerle entrar en trance”.
Compara a dos mujeres en función de sus características vaginales (p. 152): “Verónica tenía un coño charlatán, lo que no era bueno, porque su única función parecía ser la de hablar para que no le echaras un polvo. En cambio, Evelyn tenía un coño risueño”; su constante referirse al sexo, lo explica así (p. 155): “La amarga experiencia me ha enseñado que lo que sostiene al mundo es la relación sexual”.
Liliana Felipe, compositora e intérprete, volvió canción parte de la caracterización de vaginas que Miller hace en las páginas 157-158. Son muchísimas, anoto algunas: “Hay coños que ríen y coños que hablan; […] hay coños caníbales que se abren de par en par como las mandíbulas de una ballena y te tragan vivo; […] hay coños puercoespines que sueltan sus púas y agitan banderitas en Navidad; […] hay coños políticos que están saturados de ideología y que niegan hasta la menopausia; […] hay coños glaciares en los que puedes dejar caer estrellas fugaces sin causar el menor temblor; hay coños diversos que se resisten a cualquier clasificación y descripción, con los que te tropiezas una vez en la vida”.
Se mete, decía en todos los temas (p. 165): “Dios es la suma de todos los espermatozoides, que han alcanzado la conciencia plena”; y dice sobre la vida (p. 167): “Sólo dos platos en el menú: el yo y el no yo”.
Y más (pp. 227-228): “Casi todo lo que llamamos vida es simplemente insomnio, una agonía porque hemos perdido la costumbre de quedarnos dormidos”.
Me gusta su compleja definición del oficio de un escritor (pp. 259-260): “Ser el monstruo y el patólogo al mismo tiempo… eso está reservado para determinada especie de hombres que, disfrazados de artistas, son sumamente conscientes de que el sueño es un peligro todavía mayor que el insomnio. Para no quedarse dormidos, para no convertirse en víctimas de ese insomnio que se llama ‘vida’, recurren a la droga de juntar palabras interminablemente”.
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Leo Mentes criminales. Fenomenología de la maldad (Emse Edapp, S.L. y Editorial Salvat, 2019), de Alfredo Calcedo Barba.
Dice sobre la psicopatía (p. 12): “El perfil del psicópata se diferencia del de otros individuos con problemas psiquiátricos, que muestran de forma muy evidente síntomas de depresión, confusión, agitación o de estar fuera de la realidad. Por el contrario, los psicópatas aparentan confianza en sí mismos y estar bien adaptados al entorno”.
En su exposición sobre la maldad, parte del célebre libro (Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal) de la filósofa Hannah Arendt, escrito sobre el nazi Adolf Eichmann, encargado de la logística de transporte durante el Holocausto judío y considerado “uno de los mayores criminales de ese periodo”.
Arendt argumenta (p. 116) “que los ‘asesinos de escritorio’, como Eichmann, no respondían a motivaciones demoníacas o monstruosas. […] Ella lo describió como un ser humano ‘terriblemente normal’ que simplemente no reflexionaba demasiado sobre lo que estaba haciendo”.
Luego, Calcedo explica los estudios de Stanley Milgram, que parten de un experimento sobre la obediencia en el que personas normales, a quienes se les dice que deben (p. 118) “administrar descargas eléctricas a un ‘aprendiz’. Estas falsas descargas eléctricas, que gradualmente aumentaban de intensidad, habrían causado la muerte del aprendiz si hubieran sido reales”.
En su artículo de 1974, “Los peligros de la obediencia”, Milgram dice (p. 123): “La gente común solo hace su trabajo y, sin ninguna hostilidad particular, puede convertirse en un agente de un terrible proceso destructivo. Además, incluso cuando son evidentes los efectos destructivos de su trabajo y se les pide que ejecuten acciones incompatibles con los estándares fundamentales de la moralidad, relativamente pocas personas resisten a la autoridad”.
Al final, se reseña el experimento de la prisión de Stanford, que se llevó a cabo del 14 al 20 de agosto de 1971 (hay programas de televisión y películas sobre esto), bajo la dirección del profesor de psicología Philip Zimbardo, donde a gente normal y sana se les eligió para que fueran reclusos o guardias (p. 124): “Algunos ‘guardias’ aplicaron medidas autoritarias e, incluso, sometieron a algunos ‘prisioneros’ a tortura psicológica; muchos de los ‘prisioneros’ aceptaron sumisamente el maltrato psicológico y, presionados por los ‘guardias’, maltrataron a otros ‘prisioneros’ ”.
De entre los candidatos se excluyó (p. 125) “deliberadamente a aquellos con antecedentes penales y con problemas psicológicos o médicos”; sin embargo (p. 126), “después de tan sólo 36 horas, un prisionero comenzó a actuar como un demente”, y (p. 127) “varios ‘guardias’ se volvieron cada vez más crueles […], un tercio de los ‘guardias’ exhibió auténticas tendencias sádicas”.
Dice Calcedo (p. 127): “La obra de Hannah Arendt y el juicio de Jerusalén y los experimentos de Milgram o de Zimbardo nos llevan a pensar que la maldad surge de forma espontánea e imprevista”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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