Ni menos que las gracias ni más que las musas
Casa de citas/ 538
Ni menos que las gracias ni más que las musas
Héctor Cortés Mandujano
No sé cuándo empecé a escuchar la música de Philip Glass (Baltimore, 1937), pero fue hace mucho. Leo ahora su autobiografía Palabras sin música (Malpaso, 2015), con traducción de Mariano López.
El papá de Philip, Ben, tenía una tienda donde, entre cosas, vendía discos. Después de cenar, cuenta Philip, se ponía a oír música hasta la madrugada (p. 33): “No sé por qué yo no me dormía y acababa deslizándome silenciosamente hasta la mitad de la escalera para, sentado allí detrás de él, unirme a sus audiciones. Fue así como desde muy pequeño compartí las noches de mi infancia con mi padre”.
Una de las cosas que me gusta de la vida de Philip es que, en su decisión de ser músico, no le importó tener muchísimos trabajos de sobrevivencia (cargador, taxista [p. 338, “una vez, por ejemplo, recogí a Salvador Dalí en la 57”], fontanero, limpiador de casas…) durante 24 años, mientras estudiaba música en distintas escuelas y con diversos músicos; mientras viajaba a varias partes del mundo (India, África, México, Brasil, Italia…) donde se puso en contacto con pobladores originarios y sus ritmos. Comenzó a ganarse la vida como músico-compositor (p. 84) “hasta 1978, cuando a los cuarenta y un años la Netherlands Opera me encargó la composición de Satyagraba”.
A él le quedó claro desde muy joven que (p. 300) “los artistas en activo tienen unas vidas muy normales, se levantan pronto y trabajan todo el día, algo casi completamente desconocido para la mayor parte de la gente”.
También me gusta que haya trabajado con escritores a los que admiro: Samuel Beckett (para cuyas obras compuso música y con quien tuvo contacto amistoso), Doris Lessing (de quien fue amigo cercano y con quien trabajó en dos óperas basadas en sus novelas: Canopus en Argos: Archivos y Los matrimonios entre las zonas tres, cuatro y cinco) y Allen Ginsberg, con quien compartió escenario y vida mucho tiempo.
Varias películas las he vinculado a su nombre y habla en este libro, entre otras, de su trabajo musical en ellas: Las horas, de Stephen Daldry; Kundun, de Martin Scorsese; El sueño de Casandra, de Woody Allen… y las óperas basadas en las películas de Cocteau, que en sí hicieron nacer una nueva forma de ver el cine; de oír la música, la ópera…
Confieso que, cuando comencé a escuchar a Philip Glass, su música me parecía minimalista, es decir, tenía la misma idea que un compositor dijo sobre su trabajo (p. 273): “Coges un acorde en do mayor y lo repites una y otra vez, eso es lo que hace Philip Glass”; después noté que había algo más, que él explica (p. 274): “Eso es precisamente lo que no hacía”.
Su primer concierto en New York, después de años de estudio, fue en una sala donde (p. 275) “sólo hubo seis personas (¡seis!) y una de ellas era mi madre, la propia Ida Glass”; cuando la acompañó a la estación, “el único comentario que me hizo fue que llevaba el pelo demasiado largo”.
Esta falta de éxito inicial, que no lo desanimó, se volvió incluso en algunas ocasiones en enojo y agresión de parte del público (p. 309): “Nunca he estado del todo seguro de la causa de esa indignación. La razón quizá fuera que yo no ‘sonaba’ como ellos pensaban que debía sonar la música moderna”. Philip dice (p. 385): “Por suerte, tengo un magnífico gen, el gen me-da-completamente-igual-lo-que-pienses, y lo tengo muy desarrollado. De hecho, no me importaba entonces y me sigue sin importar ahora”.
Ahora es una celebridad mundial y un referente para todo aquel que quiera dedicarse a la música, pero dice (p. 415): “En el curso de los años, mientras me iba aventurando cada vez más lejos de mi ‘base’ musical, he llegado a comprender que toda la música, sin excepción, es música étnica”.
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Disfruto con el ensayo esclarecedor Kant. ¿Qué podemos saber y qué debemos hacer? En busca de los límites del conocimiento y de la moral (RBA, 2019), de Francisco Manuel Arroyo García y Marcos Jaén.
Los dos autores se han tomado la molestia de leer todo lo que Emanuel Kant (1724-1804) escribió y nos han colado lo mejor de él para que sepamos que son tres sus libros esenciales: Crítica de la razón pura (1781), Crítica de la razón práctica (1788) y Crítica del juicio (1790), que aparecieron (p. 7) “en el breve intervalo de una década”.
En el primer libro Kant (p. 8) “trató de establecer, para decirlo con sus propias palabras, ‘¿Qué podemos saber?’. El objetivo de la Crítica de la razón práctica era responder a la pregunta ‘¿Qué debemos hacer?’. Las obras posteriores tratarán de dilucidar ‘¿Qué podemos esperar?’ ”, es decir, “¿Qué puedo esperar si hago lo que debo?”.
Muchos filósofos y pensadores fueron protegidos por reyes o emperadores o estuvieron vinculados a familias importantes (p. 12): “Kant inauguró una nueva figura de pensador. Fue un profesor de universidad salido de una familia modesta y encumbrado solo por su capacidad”.
Se ha hablado mucho de la puntualidad en los paseos de Kant (p. 44): “Incluso se afirma que algunas comadres de Königsberg ponían el reloj en hora cuando él salía a media tarde para dar su paseo diario”; sólo hubo, se supone, dos veces en que no hizo su paseo (p. 45): “El día que recibió un ejemplar del Emilio de Rousseau” y “en 1789, cuando estalló la Revolución francesa”.
Kant realizaba con frecuencia comidas en su casa, pero seguía una regla estricta (p. 59): “Los invitados no debían ser nunca menos que las gracias (tres) ni más que las musas (nueve)”.
En Crítica de la razón pura, afirma (p. 63): “Todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de estos al entendimiento y termina en la razón”.
Kant (p. 94) “decía que la mejor manera de saber lo que hay que hacer es ponerse en la piel del otro”; “ ‘¿Qué debo hacer?’, se pregunta el hombre. Pues bien, responde Kant, actúa siempre de tal forma que puedas desear que tu acción se convierta en ley universal. Dicho de manera aún más sencilla: haz a los demás como querrías que se hiciera con todo el mundo”.
Kant murió unas semanas antes de cumplir los ochenta años (p. 148): “No padeció ninguna enfermedad concreta, sino un conjunto de achaques. […] La leyenda dice que sus últimas palabras fueron Es ist gut, ‘está bien’ ”.
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