Fronteras como sujetos; seres humanos como objetos
Que la condición humana no signifique el respeto por la vida no es algo novedoso en la historia, y se ha convertido en motivo de reflexión filosófica, como lo demuestra en las últimas décadas la obra del pensador italiano Giorgio Agamben, por solo citar un caso. Discernir por qué los seres humanos consideramos prescindibles a otros, hasta el punto de su eliminación individual o grupal no deja de interrogarnos desde la política, la filosofía o la religión.
Sin necesidad de recorrer a teorías académicas es fácil percibir cómo en la actualidad fenómenos tan cercanos como el de la migración masiva, o la búsqueda de refugio huyendo de persecuciones de cualquier naturaleza, convierte a grupos humanos en motivo de debate público. De hecho, las fronteras de los Estados son el escenario de situaciones donde las personas que quieren atravesarlas para huir de la represión, o en busca de un mejor futuro, se enfrentan con los nuevos muros físicos y burocráticos de esta etapa de la modernidad.
No cabe duda que los Estados han realizado una efectiva labor al situar a sus fronteras como intocables, casi como entidades sagradas. El Estado se torna en el hogar impenetrable que convierte en tema de relevancia la frontera y su defensa, por encima de los seres humanos que desean atravesarla y, en muchos casos, de los que viven supuestamente protegidos en ella. Y es aquí donde entra el título de este artículo puesto que ni desde las instituciones estatales -no se podía esperar lo contrario-, pero ni siquiera desde la opinión pública se suele situar a los seres humanos como prioridad sobre una abstracción como lo es la frontera.
Observar a las personas involucradas en procesos de migración y refugio de manera numérica y, en el peor de los casos, con desprecio añadido por proceder de países “dudosos” por el color de piel de sus ciudadanos, como suelen ser los africanos o haitianos que en las últimas fechas también se han hecho presentes en fronteras como las mexicanas, así lo demuestra. Su condición humana no es relevante, más bien es prescindible. Su destino, si son deportados, no importa, puesto que su existencia debe ubicarse dentro de otras fronteras que no son las propias.
En definitiva, la frontera, esa entelequia y abstracción construida por los seres humanos es la que se convierte en sujeto, más allá de los seres humanos. Las personas se cosifican, se convierten en objetos reubicables, desechables. Esa circunstancia ha transcendido las prácticas y acciones de los poderes públicos para transformarse en discurso de la plaza pública, aquel que cualquier ciudadano expresa porque su frontera, mi frontera, se erige como la expresión de su hogar puesto en peligro por esos objetos vetados de humanidad.
Las luchas territoriales no son nuevas, tampoco la eliminación de los considerados enemigos en defensa de lo propio, sin embargo, la gran diferencia con los fenómenos migratorios o de refugio actuales es que en ningún caso esas personas son reales enemigos, sino ficticios peligros construidos. Hoy, más que nunca, la escuela que ha sido la gran aglutinante de los ciudadanos en los Estados, por enseñar la pertenencia a un país, también debería mostrar la arbitrariedad de las fronteras; su flexibilidad histórica por ser construidas por los seres humanos, en vez de alentar la deriva más xenófoba en la defensa de los países. Por el contrario, se está más cerca de los proféticos vaticinios de novelas y películas –ahora también series- que vislumbran panoramas poco halagüeños para las personas con la extensión, cada vez mayor, de las fronteras, desde las habitacionales a las estatales. Una paradoja hecha realidad porque cuantas más posibilidades existen para desplazarse en el mundo, para viajar, mayores son nuestros muros en casas y países.
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