Escribir en trance

Casa de citas/ 540

Escribir en trance

Héctor Cortés Mandujano

 

Soy un lector voraz de los libros de Margaret Atwood. Leo en mi lector electrónico (tengo dos, ambos regalos de mi amigo Sarelly Martínez) La semilla de la bruja, que es apodo de Calibán, un ser fronterizo, hijo de bruja y padre desconocido, quien era dueño de la isla adonde llegan Próspero y su hija Miranda, en La tempestad, de William Shakespeare.

La novela tiene como protagonista a Félix Phillips, un director de teatro, quien tiene fama y fortuna, y pierde ambas por ardides de su hombre más cercano (como ocurre en las algunas obras de Shakespeare, justamente: Otelo, Como gustéis, Hamlet, La tempestad…). Se convierte en director de teatro de una cárcel y la historia nos cuenta cómo dirige, produce y monta La tempestad (del 13 de marzo al 31 del mismo mes de 2013) y a través de ella logra una ingeniosa venganza contra quienes lo dejaron en la calle.

De allí (sin número de páginas, porque soy bastante torpe en la utilización de este artilugio) te comparto, lector, lectora, varias líneas de esta escritora prodigiosa.

Félix no espera disculpas cuando lo echan a la calle porque, dice, hay tres cosas inútiles en el mundo: “La polla de un cura, las tetas de una monja y las disculpas”.

Cuando va a ocupar una choza, le hablan de sus anteriores habitantes: “Él era pintor y ella como se llamen las que viven con los pintores”.

Antes de montar La tempestad con los reclusos, monta otras de Shakespeare. Analizan el texto y dicen de la mujer de Macbeth: “Lady Macbeth era aún más monstruosa que las brujas: el Vaina dijo que era igualita a su mamá y la interpretó con mucha fuerza”.

Félix pone como regla entre los reclusos que sólo pueden decirse en ensayos los insultos que Shakespeare haya escrito en la obra en curso. Los hombres rudos se acostumbran a usarlos. Uno le dice a otro: “Vil rocío que, con pluma de cuervo, barría mi madre de la malsana ciénega”.

Para interpretar a Miranda, en La tempestad, convence a una bailarina. Ella piensa que ya está vieja para el papel. Él le dice: “Eres perfecta, tienes cierta lozanía”.

Ella responde: “Como una mierda recién cagada”.

En cierto momento, reflexiona Félix: “¿Sabía Shakespeare lo que hacía, o estaba sonámbulo parte del tiempo? ¿Dejándose llevar? ¿Escribiendo en trance? ¿Representando un encantamiento bajo el que estaba él mismo?”.

Ilustración: Alejandro Nudding

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En Los errores (Era, 1964), de José Revueltas, don Victorino, el prestamista que será asesinado, recuerda los tiempos en que fue oficial del ejército que combatía a los zapatistas. Matan a un prisionero y golpean salvajemente a otros. Una voz de entre los campesinos miserables dice (p. 50): “El probe no se morirá ni el día del Juicio, por más que le buigan: ansina estuvo boquea y boquea nuestro Señor Jesucristo”.

Revueltas aclara una frase que yo no entendía: “Te daré veinte y las malas” (p. 275): “Lo que quiere decir, entre los jugadores de billar, conceder al adversario veinte tantos de ventaja y no contarle las tiradas que yerre, pese a lo cual será vencido de todas maneras”.

 

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Creo que la primera vez que vi a Louis Armstrong fue, de adolescente, cantando con Los Mupetts; después llegó Cortázar y Rayuela, y allí comencé a oír jazz con más atención y con más conocimiento. Ya era, Armstrong, para mí, referencialmente, el “enormísimo cronopio”.

Leo ahora la biografía Louis Armstrong (Javier Vergara Editor, 1987), de James Lincoln Collier, con traducción de Adriana Oklander. El libro, por la época en que fue escrito, usa la palabra negro para referirse a los que ahora son llamados, en la corrección política, afroamericanos.

Este genial músico y cantante, dice James Lincoln, inventó su edad y su biografía, porque hasta antes de los 18 años (p. 12) “no hay un solo documento que tan siquiera pruebe la existencia de Armstrong”. Tal vez por su raza y su condición social.

Armstrong nació en Nueva Orleans, tal vez en 1900, y no salió de allí sino hasta sus veinte años. Fue abandonado por su padre y tal vez por ello su madre Mayann y Louis (p. 29) “parecían hermano y hermana. Cada tanto iban juntos de parranda”. Dijo Louis “que la única vez en su vida en la cual lloró fue cuando el féretro se cerró sobre Mayann”.

Armstrong pasó tantas carencias que, cuenta Lucille, una de sus cuatro esposas, la vez que ella iba a apagar las luces del árbol de navidad que recién había comprado para adornar su casa, él le pidió no hacerlo (p. 37): “No, no las apagues. Necesito seguir mirándolo. Sabes, éste es el primer árbol que he tenido”. Louis tenía cuarenta años.

De adolescente, por un lío con la policía, Louis fue enviado al “Hogar para Expósitos Negros”; en esa reclusión, que seguramente no fue fácil (se dice que estuvo 18 meses o cinco años, así de impreciso el dato), Armstrong aprendió a tocar la trompeta, aunque de manera errónea que (p. 53) “terminó por deformarle completamente el labio superior”.

Louis comenzó a vivir de tocar su instrumento, pero ni él ni sus compañeros veían, dice el autor, a la música como un arte, sino como un negocio (p. 220): “Para Armstrong y sus compañeros negros, la alternativa era introducirse en el negocio del espectáculo o trabajar como peones”, pero (p. 233) “Louis Armstrong nunca tuvo demasiado sentido comercial. Todo lo que quería era complacer a la audiencia, llevarse bien con la gente que lo rodeaba y ser feliz. Esto es lo que intentó hacer; y mientras lo hacía, las personas que lo rodeaban, casi todos blancos, le mintieron, le robaron y le estafaron”.

Para entonces sus labios estaban maltratados a extremos increíbles (251): “Su labio se encontraba en ruinas”. Sin embargo, en 1929 (p. 253), “antes de partir a Europa, grabó unas cinco docenas de discos”. ¡Cinco docenas! De hecho (p. 321), “grababa unos veinte discos por año”.

Cuando ya era muy famoso, dos especialistas le pidieron hacer un análisis a su garganta y descubrieron que tenía un problema quizás desde la niñez, que ya se había asentado, por eso su voz era como era; pese a ello (p. 329) “uno podía entibiarse las manos frente a Louis Armstrong. Era imposible ser desdichado cuando él estaba cantando”.

Ya para entonces tenía una larga cauda de éxitos: “What A Wonderful Worl” (que la usan en muchas películas y en todos lados); su versión de “La Vie en Rose”, “Mack the Knife”, “Hello, Dolly”…, que son unas maravillas (p. 343): “A los sesenta años, Louis Armstrong se había convertido en una leyenda”

El 6 de julio de 1971, luego de varias complicaciones de salud, murió. Su muerte fue noticia en todos los periódicos del mundo. Hizo por lo menos (p. 355) “unas 436 grabaciones formales” y como dijo Stan Kenton (p. 368): “No puede haber ninguna disputa al respecto, Louis Armstrong es el padre del jazz moderno”.

            Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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