El juicio final de todos los días
Casa de citas/ 539
El juicio final de todos los días
Héctor Cortés Mandujano
René Descartes murió de manera imprevista y dejó varios escritos sin publicar. Algunos tuvieron varias aventuras que pudieron destruirlos, pero sobrevivieron. A estos pertenecen Dos opúsculos: Reglas para la dirección del espíritu e Investigación de la verdad (UNAM, 1959, con traducción de Luis Villoro).
Dice Descartes en el primero (p. 70): “Os percatáis ciertamente de que podéis con razón dudar de todas las cosas cuyo conocimiento sólo os llega por medio de los sentidos, pero ¿podéis acaso dudar de vuestra duda?”.
En este opúsculo escribió Descartes su célebre planteamiento (p. 83): “Dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo”.
Dice más adelante (p. 87): “Todas las verdades se siguen unas a otras y tienen un vínculo que las une entre sí. Todo el secreto consiste en comenzar por las primeras y más simples y luego progresar poco a poco y casi por grados hasta las más lejanas y compuestas”.
Descartes murió físicamente casi al cumplir los 54 años. Sus ideas siguen vivitas y coleando.
[Dice Camus en La caída (p. 78): “¿Sabe en qué se convirtió, en esta ciudad, una casa en donde vivió Descartes? En un asilo de locos”.]
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En El grado cero de la escritura, Roland Barthes habla de cómo los escritores estamos aprisionados, desde el lenguaje, a nuestra familia, a nuestro país y su historia. Que somos reflejos y esclavos de lo que decimos, porque no podemos tirar las anclas de nuestra lengua. Algunos escritores lo han logrado, dice. Uno de ellos es Albert Camus.
Leo La caída (Editora Zarco, 1956), regalo de mi amiga Linda Esquinca, y de nuevo me asombra la profundidad de Camus. No hace historias por hacer, sino ahonda en la naturaleza humana.
La caída inicia y trascurre en varios capítulos en un bar de Amsterdam, Holanda, curiosamente llamado México City. Un hombre se encuentra a otro y con él conversa, monologa, en las páginas de esta breve y profunda novela. Te comparto algunas ideas lector, lectora.
Hay frases que no tienen desperdicio (p. 7): “El corazón tiene su propia memoria”.
Los dos hombres, que caminan juntos mientras conversan, pasan frente a una casa. Dice el protagonista (p. 31): “Esta casa perteneció a un traficante de esclavos. En esos tiempos no se escondía lo que hacía. Se decía simplemente: ‘Trafico con esclavos, vendo carne negra.’ ¿Se imagina usted a alguien, hoy día, que haga saber públicamente que hace ese oficio?”.
El protagonista pregunta al otro si conoce Grecia. Le contesta que no (p. 66): “¿Sabe usted que los amigos se pasean por la calle, de dos en dos, agarrados de la mano? Sí, las mujeres se quedan en casa y se ve a los hombres maduros, respetables, con grandes bigotes, pasear gravemente en las calles, con los dedos de la mano entrelazando a los del amigo”.
Toca muchos temas (p. 71): “Usted ha notado que los celosos corren a acostarse con aquella que sin embargo creen que los ha traicionado. […] El matrimonio burgués ha puesto a nuestro país en pantuflas”.
Hay filosofía en las meditaciones del personaje (pp. 74-75): “No podemos nunca afirmar la inocencia de nadie, mientras siempre podemos afirmar, con certeza, la culpabilidad de todos. Todo hombre es testimonio del crimen de todos los demás, de ahí mi fe y mi esperanza. […] No espere el juicio final. Todos los días se hace”.
Dice (p. 80): “La verdad, como la luz, ciega. La mentira, por el contrario, es un bello crepúsculo que hace resaltar el valor de cada objeto”, y más (p. 88): “En filosofía como en política, soy partidario de toda teoría que niegue la inocencia del hombre y por toda práctica que lo trate como un culpable”.
Nieva en Amsterdam y el personaje viendo esto por la ventana, dice a su compañero algo inquietante (p. 97): “Vea los enormes copos que se estrellan contra el cristal. Seguramente son las palomas”.
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Leo después del libro de Camus, en uno de mis lectores electrónicos, el volumen de cuentos Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño.
A veces me llama la atención cómo los temas de mis lecturas se enlazan sin que medie más que el azar. Lo digo porque en el cuento “El gusano”, el personaje narrador ve películas y dice (p. 60): “El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus”. En fin.
En ese mismo cuento habla de algo que le cuentan (pp. 66-67): “Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad”.
No soy un herpetólogo, ni mucho menos, pero creo que el asunto de una culebra mordiéndose la cola es más bien un concepto, un símbolo. Hay incluso una palabra que lo designa: ouróboros, que significa precisamente “serpiente que se come su propia cola”.
En “Otro cuento ruso” un hombre latino está siendo torturado por los rusos, que lo creen espía; le meten una tenaza en la boca y le jalan la lengua (p. 87): “El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se trasformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst”.
Kunst en ruso, dice Bolaño, significa arte. Los torturadores creen que el hombre es un artista y lo dejan de torturar, lo sueltan: “La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida”.
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En El bosón de Higgs. Los secretos de la partícula divina (RBA, 2015), de David Blanco Laserna se cuenta con lujo de detalles el descubrimiento de esta partícula que está asociada, dicen los científicos, al nacimiento de la vida, del mundo.
Dado el carácter de ciencia del volumen, se cita también un poema de Alexander Pope que pone lo científico como requisito esencial de los grandes descubrimientos (p. 17): “La naturaleza y sus leyes se ocultaban en la oscuridad de la noche/ Dios dijo: ‘Que Newton sea’ y se hizo la luz”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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