Una gran carcajada diaria

Una gran carcajada diaria

Casa de citas/ 535

Héctor Cortés Mandujano

 

Y aprendí también que los mexicanos no se enojan,

se “sienten”

Ofelia Guilmain,

en El retablo rojo

 

Qué entrañable resulta leer la biografía de Ofelia Guilmain (1925-2005), con las dos caras del teatro: llanto y risa, y qué bien la escribió Carlos Pascual en El retablo rojo. Vida, obra y milagros de Ofelia Guilmain (Océano, 2006).

Ofelia nació en España, pero aquí, en México, se volvió La Guilmain. Desde niña tuvo una voz de trueno y un ansia de aprender, crecer el intelecto, crear, calar hondo. Se le negó esto en el cine, donde hizo cuarenta películas, pero (salvo los breves papeles en dos cintas de Buñuel) ninguna maravillosa; lo logró en los inicios de la televisión con los teleteatros, donde pudo ofrecer a un público no tan básico (la televisión, al principio, no era para todos) clásicos y obras complejas, inteligentes.

Pero reinó durante muchos años en el teatro, donde floreció, pulió y mostró su extraordinario talento interpretativo. Al final, como todos los actores viejos, fue conocida en las telenovelas como comparsa de actrices debutantes y de actores bisoños. Yo pude verla en dos espectáculos solamente, donde decía poemas de dos hombres que le fueron caros, cercanos: León Felipe y García Lorca.

Dice ella (aunque escribe Pascual, ella habla) en el principio (p. 19): “Tengo ochenta años, como el rey Lear; tengo la edad de Celestina […] A mi vejez lo único que ha llegado es más vejez, cansancio y falta de memoria, lo cual, aunque resulte paradójico, me lleva siempre a recordar”.

Cuando trabajó en la compañía de las hermanitas Blanch había disciplina y multas (p. 82): “Si un actor salía a escena con los zapatos sin bolear o los pantalones sin planchar se le descontaban cinco centavos de su salario. Lo mismo si olvidaba algún parlamento o era descortés en los camerinos”.

Sin embargo, confiesa más adelante, que a veces, incluso en escena, se está desconcentrado, pensando en otra cosa (p.105), “y el actor que esté libre de pecado que tire el primer jitomate”.

Habla de Federico García Lorca, de su asesinato (p. 123): “Federico era demasiado honesto, demasiado bello, demasiado talentoso… y nada de esto habían respetado los fusiles de los esbirros. Desde ese día me invadió un desasosiego del que no me pude desprender en mucho tiempo. Si esas bestias habían podido asesinar a un ángel, ¿qué nos podíamos esperar los demás?”.

Ofelia Guilmain hizo para la televisión Doña Macabra, de Hugo Argüelles, y para su personaje necesitaban un caballo viejo. Lo compraron en el rastro y para sorpresa de todos (p. 263): “¡El caballo resultó tener madera de actor! ¡Le encantaba pararse frente a las luces y a las cámaras! ¡Se sabía todas sus escenas y me daba muy bien la réplica! ¡Hasta engordó!”. Al final del trabajo preguntaron al productor qué harían con él y éste dijo que lo mandarían al rastro, para que lo sacrificaran. Amparo Rivelles, doña Macabra, y la Guilmain, la Demetria, pusieron el grito en el cielo. Ernesto Alonso, el productor (p. 263) “más divertido que triste nos preguntó: ‘Bueno, y ¿qué quieren que haga? ¿Qué lo mande a la Casa del Actor?’. Doña Macabra y la Demetria se voltearon a ver con complicidad. Y sí. El caballito se fue a la Casa del Actor. Tienen ahí unos jardines enormes en los que pasó sus últimos años, con toda dignidad. Eso es realismo mágico, ¿no?”.

Cuando el dictador español murió, ella pudo regresar a España a dar unas funciones. En el aeropuerto de Barajas, un oficial de migración le preguntó (p. 294): “—Y dígame señora, ¿qué se siente regresar a su país?

“Yo lo miré sin mirarlo y tan sólo le contesté:

“—Pues mira, hijo, te lo diré cuando regrese a México…”.

Ilustración: Alejandro Nudding

***

 

Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal (1900-1938), de Ian Gibson (Debolsillo, 2015) es una amplia investigación sobre su familia (el padre viejo y la madre joven y hermosa), su nacimiento en una familia rica, su infancia de privilegios y sus primeros trabajos cinematográficos (El perro andaluz, La edad de oro y Las Hurdes, básicamente) de este enorme calandino y magistral director de cine.

Sus casi mil páginas hurgan minuciosamente en documentos, testimonios, fotografías, declaraciones… ponderadas por este irlandés, Gibson, que sabe muy bien lo que hace.

En estos tiempos de pandemia, es curioso leer este fragmento donde Buñuel habla sobre la “epidemia mundial de gripe” (p. 126) “que causó millones de muertes alrededor del globo a partir de 1918”.

Quería Buñuel ser escritor y publicó varios cuentos y poemas. En “Una traición incalificable”, que se reproduce íntegro, como varios otros, me gustó la expresión (p. 136): “El viento es el gato de los papeles”.

Buñuel fue amigo muy cercano de otros dos genios españoles: Salvador Dalí (sus dos primeras incursiones al cine, las hizo al alimón con él) y Federico García Lorca. De él, dijo (p. 173): “De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él”.

Dalí fue coautor de las dos primeras cintas de Buñuel (El perro andaluz y La edad de oro) y también imaginaba, cuenta Gibson (p. 314), “un film que narra ‘la larga vida de los pelos de una oreja’ o que sea ‘un relato en cámara lenta de la vida de una corriente de aire’ ”.

El perro andaluz tuvo varios nombres antes, pero éste, el definitivo, era en realidad el título del primer libro de poemas (p. 316) que pensó publicar, sin hacerlo realidad, Luis Buñuel.

Buñuel y Dalí, para horrorizar al público, habían pensado matar a un perrito ante la cámara, en La edad de oro (p. 391): “Los actores se habían opuesto resueltamente al sacrificio de la criatura; sólo logré –confiesa Buñuel– que Modot (el actor protagonista) pateara al perro”; Jeanne Rucar, la actriz coprotagónica, “adoptó el perrito blanco tan felizmente arrancado de los brazos de la muerte”. Hay en el libro una foto de ella posando con el perro, que se ve lindo y se nota amado.

Buñuel, como es notorio en su filmografía, apreciaba en especial el humor negro y decía (p. 714) “que la vida no valía la pena sin una gran carcajada diaria (como mínimo)”.

            Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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