El mariguano

Una amiga muy querida me contaba hace días que de repente un vecino suyo comenzó a hacer escándalo, al grado de gritar y amenazar a varias familias incluyendo a la suya. Ante tal comportamiento, más que inusual en un fraccionamiento clasemediero bien portado, ella comentó la situación y, entre extrañada y alarmada, sentenció: “seguro estaba mariguano”.

A mi amiga no se le ocurrió que el tipo pudo estar bolo o que tuvo un mal día y maldijo a todo el mundo, o habrase tenido un ataque de ansiedad. Nada de eso, al final, la parte que no se puede explicar de la conducta, se puede nombrar como alguien que consume el producto vegetal cannabis. Mi amiga es originaria de un pueblo, entonces pensé era muy probable que reproducía un estereotipo súper común en esos contextos, aunque después de muchos años y ahora en el siglo XXI, el calificativo se sigue utilizando.

De pronto, tuve un deja vu y me remonté a varios episodios de mi niñez y adolescencia en donde los personajes mas outsiders, los más disonantes locos, eran los “mariguanos”, o lo que se pensaba que podían serlo. Una vez, en la calle de la casa de mis padres un motociclista pasó varias veces a toda velocidad, a la cuarta vuelta hizo salir a todos los vecinos que ya demostraban cierta preocupación al romperse su reposada rutina vespertina. Recuerdo perfectamente a uno de ellos, adulto mayor con cara de sabio de barrio y manos de obrero rudo, dijo una frase que nos explicaba perfectamente lo que estaba sucediendo, pero que muchos tampoco entendíamos con exactitud a qué se refería, pero sonaba tan convincente: ese wey estaba bien mariguano.

No podía ser de otra manera. Ante lo que no se puede expresar desde la normalidad impuesta como una cerrada cuña del proceder colectivo, queda nombrarlo desde el margen más obscuro que hay. En esos tiempos, cuando las drogas y toda la cultura que trae consigo no estaban de moda, ni era común hablarlas como parte de la vida social, consumir mariguana (nadie conocía la coca, el crack o cualquier otro estupefaciente ahora de uso común en el habla cotidiana) era el último eslabón, lo más bajo, lo que se salía de toda proporción cultural. En consecuencia, la actuación y la “facha” con que el mariguano “debía ser”, correspondería ser anormal y fuera de cualquier límite para ser satanizado socialmente, sin cualquier tipo de piedad ciudadana.

Ser mariguano implicaba mucho más que el propio consumo de la hierba. Mejor dicho, cómo era visto y cómo actuaba el personaje en cuestión ante todo el que lo observaba. Porque, claro, fumar mota era una actividad secreta y sumamente marginal, cuando se descubría quien consumía ya no había mucho que esconder. Podía verse como una estrategia de supervivencia social. Al ser sorprendido como consumidor, inmediatamente el tipo ya se convertía en el “mariguano”, y transgrediendo toda norma, la “locura” salía a flote.

Para ser mariguano había que saber serlo, tanto del consumo ilícito pero, sobre todo, de la forma en que se adquiría el estatus de la socialización. O sea, cómo se actuaba en consecuencia de ser nombrado así. En el imaginario social había ropa de mariguanos (o mariguanas, aunque siempre esta práctica se asoció a los hombres), cortes de cabellos, literatura pacheca y comportamiento ad hoc. Aunque no se fuese mariguano, si te representaban de esa manera, ya lo eras. Automáticamente.

La gente tiende a corporizar lo que no entiende. Si le pone rostro, su angustia se calma momentáneamente. Solo por ese momento, mientras se acomodan a esperar los cambios de mentalidades, tan normales, pero a veces muy tardíos en nuestras sociedades. Hoy están de moda los productos medicinales hechos de cannabis, también se está votando que se consuma como diversión. Quién lo iba a pensar. La figura del sujeto marginal pasa de ser eso a un chamán de la medicina alternativa, ahora transformado en una rara mezcla de hípster criollo, experto en herbolaria y consumidor sin rubor de lo que el mismo antes criticó.

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