El canto del cuenco
El miércoles había sido agotador para Gertrudis, en casa era la única que permanecía despierta. Terminó sus actividades, fue a lavar su rostro como acostumbraba hacerlo antes de dormir. Dejó que el agua tibia acariciara cada parte de la cara, con movimientos suaves se dio un masaje sintiendo el aroma del jabón de romero y disfrutando ese instante.
Al terminar se detuvo un momento más para observarse frente al espejo. Pocas veces lo hacía, dando prioridad a otras actividades. Aún con el cansancio sus ojos permanecían alegres. Escuchó el canto del grillo que solía acompañar el paisaje sonoro de cada noche. Ese canto fue un incentivo para decidir que antes de dormir quería tocar su cuenco tibetano y relajarse.
Fue a su habitación, tomó cuidadosamente el cuenco entre sus manos. Recordó que hace un par de años lo había adquirido, pocas veces había intentado tocarlo. La vez que se lo entregaron tuvo una especie de inducción a su cuidado y uso. La persona que se lo vendió hacía terapias con cuencos y le explicó detalles importantes como el hablar con el cuenco, recordar que los materiales con los que fue hecho forman parte de la naturaleza y por lo tanto, no es un simple objeto. Había que pedirle permiso antes de tocarlo y cuidar que no se cayera. Dejarlo en un espacio específico y limpiarlo. A manera de ejemplo le mostró cómo se tocaba. Esa primera vez Gertrudis hizo varios intentos por hacer sonar el cuenco y no tuvo buenos resultados.
Ahora deseaba volver a intentarlo, ya en su habitación se sentó en el piso, se puso en postura de flor de loto y colocó en su regazo el cuenco. Comenzó a hablar con él. Posteriormente, con los ojos entrecerrados empezó a tocarlo, haciendo con una varita leves movimientos circulares alrededor del borde del cuenco. Éste fue guiando el movimiento de su mano de una manera sutil que parecía que desde siempre lo hubiera hecho. El cuenco fue comenzando a desprender sus sonidos y a vibrar de manera leve a intensa. La sensación que Gertrudis tuvo fue que había conexión entre el cuenco y ella. El canto del cuenco la iba relajando.
El movimiento de su mano fue disminuyendo hasta que el sonido del cuenco cesó y Gertrudis trató de escuchar hasta la última resonancia. Continuó respirando profundo. Esa noche era especial, para Gertrudis el cuenco había respondido a su petición y había hablado con ella. Permaneció con los ojos cerrados un momento más mientras escuchaba el canto del grillo, su acompañante cotidiano que ahora le recordaba era hora de ir a dormir.
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