Crónica de una felicidad compartida tras bambalinas, uno
Casa de citas/ 533
Trascripción, palimpsesto
Crónica de una felicidad compartida tras bambalinas
(Primera de dos partes)
Héctor Cortés Mandujano
El texto
Tuve durante mucho tiempo un apunte en una libreta sobre una obra de teatro –o un cuento, no lo tenía claro– que pensaba escribir. Se llamaría Trascripción. La notita decía algo así como “un hombre llega a un restaurante donde venden carne humana. Hay un lago con cocodrilos”.
La dejé dormir hasta que un día descubrí que podía enlazarse con algo más. Mi amigo Luis Daniel Pulido, poeta, me enviaba (dentro de una lista de posibles lectores, por mail) poemas de amorosa pasión que escribía para una chava que no vivía aquí, en Chiapas. Un poema anunció la ruptura y luego varios más fueron contando sobre el desconsuelo del amor perdido. Escribí una carta a Luis Daniel, que nunca le envié donde me/le explicaba las posibles razones del truene, que luego se volvió parte de una escena en la obra. Es esta:
“Si la vida se resolviera como se escriben los poemas, bastaría con buscar la palabra exacta (que nunca lo será para todos) o jugar al azar con este sonido y aquel acento, para que la felicidad se apareciera desnuda –como si fuera un hombre, una mujer, un tesoro– ante nuestras manos urgentes.
“(¿Te imaginas? Hacer el amor con la felicidad, como quiera que nos la hayamos imaginado, en lugar de revolcarnos en los tizones del dolor que nos penetran como una violación brutal.)
“Si los poetas se volvieran millonarios al hallar el verso magnífico, la sonoridad única, y con ello la mujer amada se pudiera comprar coches, vestidos elegantes, viajes y el complicado etcétera para el que se necesita (no inteligencia, no sensibilidad, no conocimiento) D I N E R O, tal vez fuera fácil que ella dejara la casa comodísima, el buen partido, la familia que protege los privilegios que-tanto-trabajo-nos-ha-costado-conseguir.
“(Sé que la pasión nada tiene que ver con la inteligencia ni con la mesura: el amor es primero una inundación y después un desierto.)
“La poesía es un misterio mediano, como todos aquellos que pueden traducirse en palabras. Una piedra tiene más noche cerrada que cualquier vocablo.
“La poesía, al final, es más amiga de la derrota que de la victoria; y los poetas sólo ven pasar de largo, como en el poema famoso, a las mujeres ricas y bonitas, y luego van a sus casas miserables a soñar con utopías.”
Como no se la envié, seguí jugando con el breve escrito y de pronto recordé la nota sobre el restaurante y me di cuenta que el hombre que llegaba y fundaba el comedor era un poeta (que en la obra terminó llamándose Isaac, el Poeta Divino), después de haber terminado con el amor de su vida. Y se volvía un asesino serial, de allí los cocodrilos a los que alimentaba con los cuerpos destazados. Usaba un hacha. Y llegaba otro hombre, que de algún modo era él mismo, en la idea de que los seres humanos sólo somos una indiferenciada abeja del panal, y allí todo comenzó a organizarse (de algún modo hay que llamarle al desorden de la creación) en mi cerebro. Así nació Trascripción, palimpsesto, cuyo título me pareció desde el principio una metáfora de la vida: trascribimos, en general, la vida de nuestros papás; vivimos, en palimpsesto, lo ya vivido antes por muchos. “Somos copia, repetición, eco”, como dice el Monje/Poeta.
El montaje
El texto tampoco contaba linealmente la historia, lo que lo hacía más raro. El eventual lector o espectador tenía que acomodar las piezas del rompecabezas. Además, se me ocurrió agregar sonidos extraños (cascabeles de serpiente, campanas que doblan a muerto, cantos gregorianos como rezos) e imágenes poco convencionales: la luna llena, que debía estar sola en el escenario (acompañada únicamente por la música que le compuso Daniel); una bruja que diría maldiciones al público…
Antes de Trascripción…, monté otra obra mía –La divinidad del monstruo–, un diálogo que mezcla ciencia, religión, psicología, filosofía, lingüística y varias cosas más, e intentaba ser un espectáculo entretenido. Pensé que nadie iría a vernos, pero nos hallamos con las funciones llenas (después nos invitaron al Teatro de la Ciudad donde participaron otras seis obras. La directora del teatro me dijo que fuimos la única que tuvo el lleno –cien personas– que permitía la contingencia).
Teníamos allí un público, que incluso repetía en funciones, y se sentía atraído por un texto que no era cómico ni trágico, ni respondía a la convencionalidad de planteamiento-desarrollo-desenlace (adiós, Aristóteles), sino que esgrimía un cúmulo de pensamientos, de reflexiones eventualmente contradictorias, sin personajes claros, sin conclusiones unívocas. Había, pues, un público con el que se podía estirar la liga.
Pensé en dar un paso más en la presentación de un texto complejo y hacer una puesta en escena con muchos matices, que no supusiera la sujeción al corsé de lo que se puede o se debe hacer. Y vino Trascripción… de nuevo a mi memoria.
Hice en ella todas las cosas que se me ocurrieron y que no recordaba haber visto en otro montaje: una escena donde todos hablamos al mismo tiempo, sin que se entienda que decimos; una luna llena solitaria en el escenario; un actor vestido de monje sin que nadie pueda ver su rostro; un niño invisible; una danza con cuchillos…
Podría ser atractiva o detestable para el público, ya lo veríamos, pero no importaba tanto pues, como dice una enseñanza zen, no hay que buscar la perfección, sino la autenticidad.
El grupo
Para montar un texto que se aleje de lo convencional se debe conseguir un grupo de gente que no tenga miedo al fracaso. Ya contaba, de antemano, con Alfredo Espinoza, quien fue mi compañero grato en La divinidad del monstruo; Alfredo es joven, talentoso y dispuesto a
buscar en sí mismo cosas que no está seguro que existan. Pero busca, por eso encuentra. En Trascripción, palimpsesto se hallaría con la sorpresa de que la mayoría de sus escenas las haría con la cabeza cubierta y, en contraste, haría un par de escenas con prendas (short, blusa) femeninas; hizo ambos personajes con gracia y verosimilitud. Tenía que lograr muchas cosas sólo con las inflexiones verbales y las logró completamente.
Roxana Carbajal también dijo que sí a la invitación, y Rox tiene capacidad de concentración y un ángel personal que, al margen de su disciplina y su talento, la hacen creíble en los diversos personajes teatrales que ha interpretado. Aquí se estrenó como bailarina en una danza de cuchillos, sorpresiva al principio, sensual después, amenazante al final. Hubo varios, varias que tomaron como favoritas las escenas de Rox quien, además, va a estrenar la primera de las obras de teatro que ha escrito: Mariposas posadas en el polvo.
La tercera haría un regreso a las tablas. Tere Argueta hizo teatro conmigo cuando era una jovencita y ahora volvería a actuar, pese a que sus actividades actuales la han llevado por otro camino. Confiaba en ella, porque es inteligente y trata de hacer perfecto todo lo que hace. Aquí sería el único personaje cuerdo al que casi enloquecen, porque matan a su hijo. La escena donde llora su pérdida es tremenda; también se vuelve una bruja irreconocible y muestra sus muchas facultades de cantante.
El cuarto, porque los ensayos se harían en plena pandemia, con los cuidados del caso, tenía que ser yo. Me reservé el papel más discreto, que interactúa con los otros tres y es catalizador de varios hechos fatales. Decidimos, porque todo estaba cerrado, ensayar en casa de Tere, en la cochera. Suspendimos en dos ocasiones por desafortunados sucesos, vinculados al Covid, en la familia de Tere y luego, aunque aquí por fortuna no hubo pérdidas humanas, en la familia de Rox.
Cuando ya nuestra obra corría, sin muchos tropiezos, se agregaron a nuestro equipo cuatro personas más: Nadia Carolina Cortés Vázquez, mi amada hija, quien ya había trabajado en el vestuario de la obra anterior y aceptó encargarse de lo mismo en ésta. Lo hizo con el compromiso y el talento que ha demostrado ya en varias ocasiones; también nos hizo anillos iguales para tres personajes que, en la obra, son parte de una secta; un guiño para quienes se fijaran en los detalles.
También de la obra anterior vinieron con nosotros nuestro querido amigo Juventino Tito Sánchez, quien hizo el cartel y el diseño de una carta en el menú del restaurante Trascripción que ofrece, entre otros platillos, “Corazones de niño” y “Mejillas heladas”, de postre, y Dalí Saldaña, un joven veinteañero, que es un enorme talento en la iluminación, capaz de hacer ambientes con dos foquitos; su luz tiembla, palpita, vive. Dalí, además, durante el montaje e incluso en las presentaciones, dado su empatía con las causas de sus compañeros estudiantes, era parte del círculo más comprometido de la huelga en la Unach, y llegaba a veces sin comer, a veces sin dormir, pero siempre a tiempo y con el compromiso de saberse parte esencial de nuestro montaje.
Finalmente, hizo su afortunado debut teatral el joven músico Daniel Dávila, quien, además, hizo utilería (cuchillos, hacha), sonidos y, especialmente, la música que subrayaba los matices oscuros de la trama. Su música brilló por sí misma.
Recordé en una entrevista donde Susan Sontag cuenta que, en Sarajevo, durante los bombardeos, montó ella y un grupo de voluntarios una obra de teatro, y la gente, arriesgando su vida, iba al improvisado foro a ver aquel mundo distinto que nacía en escena. Pensé que, toda proporción guardada, nuestras vidas no debían interrumpirse por la pandemia. Y lo mismo, supongo, pensaban los demás compañeros, porque avanzamos al grado de pensar que ya teníamos que fijar una fecha de estreno.
Continuará…
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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