Tamales, tamales
Cada viernes de final de mes, la familia de Antonia solía reunirse a cenar tamales, era una costumbre que tenían desde hace más de dos décadas. Se organizaban para cooperar en los gastos. Normalmente, la tía Bertha era quien los preparaba, a manera de fiesta, se podía degustar tamales de mole, de bola, de verduras, de anís y no podían faltar los de chipilín con queso. Ese platillo gastronómico era una inversión de tiempo, esfuerzo y amor por la cocina. En esta ocasión la tía Bertha había tenido un imprevisto y avisó que no podría cocinarlos.
Doña Luz, la mamá de Antonia, quedó como encargada de conseguir los tamales. Antonia se ofreció a ir a comprarlos. Su mamá le indicó la cantidad y variedad que debía comprar. En punto de las 5 de la tarde salió para hacer el mandado. Siguió la recomendación de la ruta que debía tomar para llegar a los lugares donde vendían los tamales, ir por calles transitadas y estar pendiente si notaba algo fuera de lo común, sin dudar en llamar a la casa.
Antonia llegó a su primer destino, la casa de la esquina que tenía como característica, además del letrero se venden tamales, el decorado en sus paredes con repello rústico y las rejas de la entrada que la remontaban a las casas de antaño, como las que aparecían en las anécdotas que les contaba su abuelita Nieves. Hizo el pedido y al no hallar toda la variedad de tamales que llevaba en la lista siguió la segunda recomendación, irse al mercado.
Emprendió el paso a ritmo ligero, iba contenta y observando con atención todo a su paso. La tarde era luminosa. Antonia pasó bajo un árbol donde los cotorros tenían tremenda fiesta. Se detuvo y alzó la vista, los cantos se entremezclaban, ahí revoloteaban de una rama a otra. No puedo evitar recordar algo que le decía su tía Bertha,
–¡Ay Toni, a veces eres tan escandalosa como los cotorros!
Ahora entendía un poco mejor la comparación. Sonrió, le pareció que el escándalo era sinónimo de alegría.
Pasó por una calle que siempre le llamaba la atención, la de los graffitis. Además del colorido tan alegre que decoraba las paredes, los rostros pintados eran muy expresivos. Fue deteniéndose por instantes para observar el material de adobe que asomaba por los bordes, de pronto quedó frente al rostro de Frida Kahlo, la reconoció de inmediato, le pareció muy bello graffiti. Su tío Julián, a quien le gustaba mucho hablar de temas culturales, le había platicado un poco de la obra de la pintora.
Al llegar al mercado eligió el último puesto para comprar el encargo. Se sorprendió al ver la cantidad y variedad de tamales que tenían en ollas muy grandes. Surtió la lista de tamales que faltaban y regresó a casa.
Para cerrar su recorrido se topó con otro bello graffiti, el rostro de una mujer zoque, una señora mayor. Los detalles estaban tan cuidados que parecía un retrato fotográfico ampliado. Miró su reloj, eran las seis de la tarde, estaba justo a tiempo para llevar el pedido, que por cierto, ya le venía cansando por el peso. Sin embargo, valía la pena, llevaba el encargo y había disfrutado la caminata.
Al llegar a casa tocó el timbre, al tiempo que gritaba:
– Tamales, tamales, ya están aquí los tamales.
Sin comentarios aún.