La grandeza del polvo
Casa de citas/ 520
La grandeza del polvo
Héctor Cortés Mandujano
Disfruté mucho Libro de amor (451 Editores, 2007), de escritores y pintores clásicos. La colección se llama 451.zip y se constituye, dice la tercera de forros, “de antologías temáticas de fragmentos literarios extraídos de la literatura universal, apoyados en ilustraciones del arte de todos los tiempos”.
El coordinador de la antología es Javier Azpeitia, quien en su introducción habla de los tres reproches que Juan de Mena, en 1444, hace al amor, llamándolo (p. 13) “ficticio, de vanas palabras y perezoso”. Su texto es un recorrido con las formas amorosas que, en Grecia, dice, eran las de “hombres hechos y derechos” que (p. 16) “se derrumbaban enfermos en el umbral de la casa en que viven sus adorados muchachos”.
Luego pasa al amor cortés, en el siglo XII, donde la mujer se vuelve (p. 17) “un ser venerado e inasequible que se considera superior al hombre”, aunque la imagen sea más literaria que real, porque socialmente la mujer seguía sufriendo el vasallaje que aún en nuestros días padece.
Finalmente, las historias de amor, dice Azpeitia, son dos (p. 18): “el del amor correspondido y el del no correspondido” y quienes hablan son (p. 29) “los que han tenido voz en las épocas representadas; los hombres, por lo general”.
Por “De Orfeo”, de Juan Pérez de Moya (publicado en 1585), me entero que este hombre, cúlmen del músico, que hacía llorar a las piedras y fracasa en su misión de rescatar a su mujer muerta, Eurídice, del Hades, es asesinado por mujeres vacantes (p. 86): “Se juntaron, y a pedradas a Orfeo mataron”.
José Cadalso da voz a una mujer que habla de sus “Siete maridos” (de 1774). Dice (p. 107): “Mi sexto y último marido fue un sabio. Estos hombres no suelen ser buenos muebles para maridos”.
El libro es una maravilla.
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Biografía de poder. Caudillos de la Revolución mexicana (1910-1940), publicado por Tusquets, en 1997, de Enrique Krauze, es de algún modo continuación de su anterior Siglo de caudillos, que ya comenté, y antecedente de La presidencia imperial, que comentaré más adelante.
Una de las cosas que me llamó la atención es que anota e insiste en que Madero se llamaba (p. 25) Francisco Ignacio Madero, cuando yo recuerdo que toda la vida mis maestros de historia, de la primaria a la preparatoria, lo llamaban Francisco Indalecio (Wikipedia dice que fue un error muy difundido). Krauze dice que por Ignacio de Loyola (p. 33) dieron a Madero su segundo nombre.
Muchos no creyeron que habían matado a Zapata, cuenta Krauze, pues decían (p. 140): “No fue Zapata quien murió en Chinameca, sino su compadre, porque un día antes recibió un telegrama de su compadre el árabe. Ahora ya murió Zapata, pero murió en Arabia, se embarcó en Acapulco rumbo a Arabia”.
John Reed escribe sobre Villa, a partir de la primera vez que lo ve, en 1913 (p. 158): “Es el ser humano más natural que he conocido, natural en el sentido de estar más cerca de un animal salvaje. […] Es un hombre aterrador”.
Sin embargo (p. 160), “su voz, al contrario que su imagen, era delgada”.
La biografía de Villa la titula Krauze “Entre el ángel y el fierro”, porque sus dos manos eran dos seres (p. 161) “equidistantes y extremas de su naturaleza: Rodolfo Fierro y Felipe Ángeles”, es decir, un asesino sanguinario (de “hermosura siniestra”) y un hombre justo.
Villa no era compasivo (p. 178), “quemará gente viva y asesinará ancianos”. Cuando lo matan, su corazón queda irreconocible, como papilla (p. 185), “efecto destructor de las balas expansivas empleadas en el asalto”.
Álvaro Obregón era un hombre de buen humor. Contaba (p. 271): “En mi casa éramos tantos hermanos que, cuando había queso gruyere, a mí sólo me tocaban los agujeros”; era también inventor, escritor de poemas y tenía una memoria prodigiosa. Krauze llena de adjetivos su sentido del humor (p. 292): “Bromista, guasón, chocarrero, alegre, ingenioso, dicharachero, socarrón, chistoso, aun payaso. Pulsó todos los registros del humor, menos la ironía”.
A mí, en esta anécdota me parece irónico. Cuando rinden homenaje ante de la tumba de Madero, entregó desafiante su pistola a una mujer (p. 282): “Entrego mi pistola a María Arias, el único hombre que hubo en la ciudad de México cuando el cuartelazo de Huerta”.
Aunque no citaré nada de ella, la biografía que más me gustó fue la de Calles; la última cuenta la vida de Lázaro Cárdenas. De él dijo Gonzalo N. Santos (p. 428): “Los cardenistas profesionales pintan a Cárdenas como un san Francisco de Asís, pero eso es lo que menos tenía; no he conocido ningún político que sepa disimular sus intenciones y sentimientos como el general Cárdenas… era un zorro”.
Cárdenas fue quien (p. 434) “mudó la residencia oficial del suntuoso Castillo de Chapultepec a la modesta residencia de Los Pinos -bautizada así por su esposa Amalia”.
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Memorias de un loco es un breve libro que Flaubert escribió en 1838, a sus 17 años (mi ejemplar en de Editorial Juventud, 1990), y es la historia de un joven que siente desdén, y es correspondido con burlas y desdenes, por la sociedad que lo rodea.
No hay una trama, sino una serie de discursos que tocan varios temas, ligados a la personalidad de este adolescente que se convertirá, muchos años después, en una referencia de la literatura universal.
Hubo un momento en que las mujeres no cuidaban quitarse los pelos del bigote. Dice el narrador, al ver a una mujer madura (p. 56): “¡Qué hermosa era aquella mujer! […] Tenía la nariz griega; los ojos, ardorosos: […] Añadid a ello un fino vello que oscurecía su labio superior y confería a su rostro una expresión viril y enérgica que haría palidecer de envidia a las bellezas rubias”.
Pero las mujeres también lo decepcionan (p. 61): “Creía que una mujer era un ángel… ¡Oh, cuánta razón tuvo Molière al compararla con una sopa!”.
Hay rabia en este discurso (p. 109): “Por más grande que seas, comenzaste por ser algo tan sucio como la saliva y tan fétido como la orina”, y (p. 115): “¿Es ésta tu grandeza? ¡La grandeza del polvo! ¡La majestad de la nada!”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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