El respeto

En colaboraciones anteriores me he tomado la libertad de hablar acerca de nuestros infortunios cotidianos, sobre todo a partir de las experiencias que tengo con mis vecinos en el lugar que vivo. He tratado de no convertir estos embates en un confesionario porque lo que más me interesa es reflexionar sobre la naturaleza y alcances de nuestras relaciones humanas.

 

Hoy en día el asunto de la seguridad es algo que nos preocupa a todos. En general, puede ser más la excepción que la norma el hecho de permanecer indiferente ante la sensación de inseguridad y el enorme temor de padecer algún tipo de violencia en cualquier momento de nuestras vidas. Lo contrario solamente puede darse en pequeños enclaves en donde las personas toman un papel protagónico.

 

En el fraccionamiento que vivo apenas se están terminando de construir la totalidad de las casas con que inicialmente se diseñó. Es un conjunto de 30 pequeñas casas de una sola planta y con posibilidades de crecer, pero lo que inicialmente las caracteriza son una pequeña sala, dos habitaciones, un jardín y un pequeñísimo patio interior. La mayoría de las casas continúan sin ampliaciones, salvo dos o tres vecinos que decidieron hacer crecer sus viviendas. Otros más, emprendieron pequeñas obras como pertrechos ante la sensación de inseguridad que acecha nuestra vida cotidiana. No es para menos, en nuestra breve, pero intensa vida comunitaria, ya tuvimos un episodio que afortunadamente no pasó a mayores aunque prendió las alarmas entre los vecinos. El hecho no pasó de tener una connotación penosa, aunque la violencia ejercida vulneró nuestra más apacible libertad comunitaria e individual.

 

Como es lógico, nos dimos a la tarea de reforzar nuestra seguridad familiar y residencial. Algunos levantaron muros e instalaron alarmas, cámaras de seguridad y pocos, pero extremadamente precavidos, decidieron construir verdaderos bunkers. Me queda claro que la estética en este tiempo de pandemia e inseguridad se convierte en una sutileza para vanidosos.

 

Hasta las redes criminales han recibido el embate del coronavirus. El gobierno se luce mostrando cifras de caídas en la incidencia delictiva, pero no nos dice que los criminales no andan de vacaciones sino que, también, sufren la violencia -oh! Paradoja- de un enemigo que no pueden ver, ni mucho menos combatir con sus potentes armas de uso exclusivo del ejército.

 

El clima de nuestra vida más ordinaria, entonces, está plagada de las sensaciones de peligro que imaginamos están a la vuelta de la esquina o apenas al abrir las puertas de eso que hoy día se ha convertido en refugio para náufragos.

Para solventar nuestros males nos dimos a la tarea de discutir alternativas que literalmente le cerraran el paso a la delincuencia. Hemos invertido tanto en tiempo y en dinero que más allá de lo acertado o equivocado que podamos estar en las soluciones que alcanzamos, nuestras tribulaciones y angustias han terminado por acercarnos cada vez más y reconocernos, así como hacer grandes esfuerzos por empatizar entre nosotros o reconocer que no somos monedita de oro, de tal manera que ya acusamos algunas antipatías, como en todo reino alejado de Dios y más cercano a lo mundano.

 

Con la osadía de alcanzar a protegernos hasta los dientes decidimos contratar los servicios de una compañía de seguridad, pero cuando hicimos el convenio todavía éramos pocos los vecinos, de tal modo que financiar esto nos salía en una pasta porque, además, teníamos el servicio las 24 horas del día. Quizás en un futuro optemos por volver a esa clase de servicio porque cumple la doble función: de vigilancia y portería. La opción, aunque buena, no soportaba el desembolso que algunos hacían con gran sacrificio. Como en todo lugar, unos decidieron hacerse los occisos, otros definitivamente estuvieron en contra de la medida y algunos menos aprovecharon la ocasión para vivir de la beneficencia pública.

 

Como el costo era alto y pocos los contribuyentes nuestra opción fue reducir el número de horas de la vigilancia, al mismo tiempo en que automatizábamos el portón por el que se accede al fraccionamiento. En el ínterin, nuestro comité inicial sufrió los embates del reconocimiento de la personalidad que todos portamos y la tensión de nuestra (in)tolerancia. Nuestra gloriosa asociación de vecinos está integrada por tres personas, como la mayoría son mujeres, dos de ellas se iniciaron como presidenta y tesorera, y me tocó no sé si la fortuna de asumir el cargo de secretario. Pero los primeros vendavales hicieron mella sobre nuestra naciente organización y me quedé mirando como el chinito como se desmoronaban nuestros primigenios esfuerzos organizativos. Una de ellas adujo que tenía una enfermedad casi incurable, la otra en su haber acumulaba un embarazo de 5 meses y de alto riesgo. Sin pretenderlo, me vi forzado a asumir el control de la organización en ciernes. Fui ungido presidente ante la desbandada, cargo que nunca me imagine y que jamás habría buscado.

 

La primera acción que debíamos emprender era la de garantizar la seguridad sin que significara emplear grandes emolumentos y procurar incorporar a todos o la mayoría en la misión. Comenzamos a buscar proveedores, valorar las ofertas y proyectar las aportaciones de cada familia. Como nuestros conocimientos técnicos son punto menos que nulos, no perdimos sentido práctico, de modo que decidimos por lo que nos proporcionaba uno de los proveedores que nos ofrecía las mejores condiciones en términos de precio. Por lo tanto, la colecta de la totalidad de las casas en ese momento habitadas significaba la aportación de alrededor de mil pesos, lo que nos aseguraba la adquisición del brazo electromecánico para la apertura del portón y un control por familia, aunque también existía la posibilidad de adquirir los controles adicionales que cada quien considerase de acuerdo con sus necesidades.

 

Disminuir el número de horas del servicio de seguridad implicó una baja en nuestra cuotas, pero no fue mucho el ahorro. Conforme se han ido incorporando más vecinos hemos visto reducidas de manera importante las cuotas mensuales que aportamos para nuestra seguridad. Pero la vida siempre nos pone pruebas para calibrar nuestro temple.

 

Habíamos llegado a un punto de equilibrio entre la felicidad y el infortunio cuando la pandemia nos obligó a encerrarnos a todos. No obstante, con el servicio de 12 horas en seguridad y un portón automatizado, nuestro camino hacia la felicidad estaba prácticamente pavimentado hacia el éxtasis. En esas estábamos cuando nos empezó a sorprender una cada vez más frecuente dificultad para acceder al fraccionamiento porque el desempeño del brazo que automatiza el portón operaba con intermitencias. Como presidente del malogrado primer comité convoqué a mis colaboradores con el propósito de buscar una solución. Pero el problema fue más difícil de resolver que una caries dental. El proveedor llegó a plantearnos soluciones tan descabelladas, como que el problema era el portón y no el brazo que nos había vendido. Encarrerado en su locura nos propuso descuartizar el portón para que pudiera funcionar el brazo. Mientras tanto, nuestra sagaz iniciativa de automatizarlo era desafiada por la incompetencia, puesto que funcionaba una semana y dos no.

 

En esas estábamos cuando empezamos a notar que el portón no cerraba completamente. De nuevo, toda una discusión para encontrar las razones del mal funcionamiento. Sin embargo, nos percatamos que algunos empleados que estaban haciendo labores de albañilería en casa de algunos de nuestros vecinos no tenían manera de entrar, de modo que empezaron a forzar el portón con ese propósito. De nuevo, el comité tomó cartas en el asunto e hizo un llamado para que los “patrones” se ocuparan de brindar el acceso a sus trabajadores. Mientras los vecinos discutíamos las posibles soluciones (pensamos incluso poner cámaras para determinar al infractor), el proveedor nos propuso instalar un electroimán para cerrar completamente el portón, evitar que se siguiera forzando y proteger nuestra inversión. Desgraciadamente el remedio llegó tarde, un día a la media noche me fue a despertar el guardia porque el brazo había decidido dejar de colaborar con nosotros y no se podía abrir el portón. Con otras palabras, la automatización se convirtió en una tragicomedia, pues la máquina tonta literalmente tronó. Como solamente los éxitos tienen seguidores y los fracasos son huérfanos, concluimos que había que reclamar la garantía al menos para saber qué fue lo que dañó el aparato. Y, de nuevo, el debate de hallar un culpable, cuando sabíamos que, en efecto, el proveedor había tenido muchas fallas, pero igualmente nosotros habíamos hecho un mal uso del artefacto. No hay crimen perfecto, siempre se dejan huellas y están dispuestas para quien quiera verlas.

 

Ahora mientras esperamos el dictamen, volvemos a discutir si será más conveniente contratar el servicio de seguridad por 24 horas. Reanudar ese plan nos ofrece, según nuestros cálculos y ambiciones, resolver dos necesidades: contar con un guardia y, al mismo tiempo, con un portero para la correspondencia y el acceso a proveedores. El problema es que eso nos coloca otra vez en la disyuntiva de incentivar la cooperación de todos o solamente unos cuantos aportar los recursos para un servicio que a todos beneficia. Afortunadamente, la luz del creador nos deslumbró y resolvimos adecuarnos a las capacidades de todos e incentivar la cooperación entre nosotros. Todo eso supone continuar pagando los 300 pesos por familia y operar manualmente el portón.

 

He tratado de ser fiel a lo que nos ocurre en nuestra pequeña “aldea” urbana. Este cuento no tiene fin y únicamente tiene el propósito (de) mostrar la intensidad y lo insondable de las relaciones humanas. Las acechanzas al respeto y la opinión de los otros, tanto como el carácter circular de nuestras conversaciones y decisiones nos hacen copartícipes de una comunidad humana a la que no podemos renunciar, aunque no seamos tan conscientes de ello. En ese tránsito aparecen “ángeles” y “demonios” que alimentan nuestra imaginación porque alguien debe pagar los platos rotos, afortunadamente también existen la prudencia, la razón y el respeto, cosas invaluables para poder vivir con uno mismo y los otros.

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