Como un murciélago huyendo del infierno
Casa de citas/ 519
Como un murciélago huyendo del infierno
Héctor Cortés Mandujano
Cuenta Roberto Martínez, en The Clinic (artículo que puede leerse en Google), que Mark David Chapman declaró que el 8 de diciembre de 1980, por la mañana, compró la novela El guardián entre el centeno, de D. J. Salinger. Más tarde mató a balazos a John Lennon y escribió en su ejemplar “Esta es mi declaración”, firmó como “El guardián entre el centeno” y esperó leyendo, o intentando leer, a que llegara la policía a detenerlo.
La novela fue leída, según sus propias confesiones, por Charles Manson (quien hizo una comuna de asesinos y la envió a cometer el asesinato más resonante: el de la actriz Sharon Tate, quien estaba embarazada de su marido, el cineasta Roman Polanski) y también por “Lee Harvey Oswald, presunto asesino de John F. Kennedy; John Hinckley Jr., quien intentó matar a Ronald Regan; y Sirhan B. Sirhan, quien fue arrestado por el asesinato de Robert f. Kennedy”.
Según José Joaquín Blanco, en Crónica de la literatura reciente en México (1950-1980), editada por el INAH, en 1982, el libro de Salinger también inspiró todos los primeros libros de lo que se ha denominado “literatura de la onda”, donde los protagonistas son adolescentes: La tumba (1964) y De perfil (1966), de José Agustín; Gazapo (1965), de Gustavo Sainz; Pasto verde (1968) y El rey Criollo (1970), de Parménides García Saldaña, entre otros.
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—Eres un chico muy raro
—Lo sé –le dije
Charla del señor Antolini y Holden,
en El guardián entre el centeno
El guardián entre el centeno, de David Jerome Salinger, que usaba únicamente iniciales para su nombre, se publicó originalmente en 1951 (mi ejemplar es de Alianza Editorial, 1978) y se volvió desde el principio un éxito de ventas. Volvió célebre a su autor que para entonces ya vivía recluido, alejado de todo, en el campo, donde construyó dos casas: en una vivían su mujer y sus dos hijos, y en la otra, sólo él.
Esta popular novela está escrita en primera persona, en un tono confesional que nos hace partícipes –como lectores, porque nos habla en plural– de los hechos y los pensamientos de su protagonista, Holden Caufield, un adolescente neoyorkino de 17 años, alto, delgado y canoso, que ha sido expulsado por enésima vez de un colegio-internado.
Pertenece a una familia pudiente y tiene un hermano muerto, otro que es escritor en Hollywood y una hermana menor a la que adora.
Es explosivo, violento, misógino; en general, odia a la sociedad, que le parece hipócrita. En lugar de ir su casa, se va del internado y decide hospedarse en un hotel barato y la novela lo sigue por los bares a los que va (no en todos puede pasar porque no es mayor de edad), en las llamadas que hace (llama a una amiga y le pide en un arrebato que huyan juntos y vivan en el campo), en los líos en que se mete (contrata una prostituta, con la que no tiene relaciones sexuales, y no quiere pagar lo que ella y su padrote le piden, hasta que lo obligan), en las mentiras que cuenta…
Dice a Sally, para que sepa qué siente (p. 142): “Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses… […], y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks…”.
Su sueño, dice, es cuidar que los niños, los miles que imagina jugando en un campo de centenos, no caigan al abismo. Sólo está él para cuidarlos (p. 185): “Es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno”.
[El título de esta columna está tomada de la página 93 de esta novela, traducida por Carmen Criado.]
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Bésame el culo, J. D.
Margaret Ann Salinger,
en una carta a su padre
Dudé en comprar El guardián de los sueños (Debate, 2002), de Margaret Ann Salinger, porque la suponía una biografía de su papá (que sí y que no es), en un aprovechamiento de su fama y de su alejamiento extremo de los medios. No es eso, sino algo más doloroso: la biografía de ella.
En la introducción dice que su padre (p. 8) “ni siquiera es capaz de atarse los cordones de los zapatos”, pero cree que nada de lo que vemos es real; dice que cuando niña, viendo las montañas, el horizonte, le dijo: “Todo es maya, todo es una ilusión. Increíble, ¿verdad?”.
Su mamá era también bastante imaginativa. Le contó que cuando era niña (p. 13) “se recogía el largo camisón blanco, levitaba muy despacio y empezaba a volar por la escalera, ¡arriba y abajo!”.
A su padre, dice Margaret, la vida real no le parecía real (p. 204): “Ahora me parece raro, antes no tanto, que a mi padre no le sorprendiese nada. Era como si mi vida fuera algo que estuviera leyendo en una novela o viendo en una película. ‘Vamos, Peggy, no seas boba. No son de verdad. Sólo son actores’. Maya”.
J. D. Salinger, según su hija, estudiaba vertiginosamente todo y cambiaba de pensamiento y de religión con bastante frecuencia; no tenía amigos, no quería ver a nadie cerca de su casa (por eso se fue a vivir al campo) y en cuanto Claire, su mujer, se embarazó de Margaret, comenzó a detestarla.
No es extraño, por eso, lo que pensaba Margaret del sexo (p. 215): “Los chicos tenían pitos, pipis, colitas y todo eso. Lo que tenían las chicas ‘ahí abajo’ era un misterio tan oscuro que no tenía nombre” y (p. 216) “antes muertas que enseñárselo a alguien que no fueran las mejores amigas”.
Tuvieron otro hijo pese a todo, pero J. D. no hacía nada por cuidarlos y su mamá, cuando eran pequeños, prendió fuego a la casa con la idea, aparente, de quitárselos de encima. Margaret pudo salvarse y salvar a su hermanito. Los padres se separaron y Claire, su madre, comenzó a acostarse con quien sea; J. D., también.
Con esos dos padres, dice Ann (p. 322), “a la edad de dieciséis años, me diagnosticaron como ‘caso límite’, una definición que describía a la perfección a una joven al borde de un precipicio”.
La vida de Margaret está llena de frentazos contra la pared. Decide suicidarse, se traga un frasco de pastillas. Sobrevive (p. 408): “Me detuve a pensar en mi vida y decidí que si iba a seguir viviendo debía de dejar de vivir el sueño de otra persona”. Y decidió no vivir con los mandamientos que le había dictado su padre, que en sus líneas finales decía (p. 408): “No harás nada a no ser que sea perfecto, no tendrás ningún fallo, no serás una mujer, no te harás mayor”.
Aunque intenta conversaciones con su padre, todas las remiten a los mandamientos; ella concluye que, para su padre, J. D. Salinger (p. 422) “tener algún fallo es motivo de repulsión, tener un defecto es ser un desertor, un traidor, o una traidora. No me extraña en absoluto que su mundo esté tan vacío de personas reales ni que sus personajes de ficción se suiciden tan a menudo”.
Casi al final del libro y luego de diversas ayudas emocionales, la conversación con un amigo le hace darse cuenta que (p. 436) “la felicidad no es talla única, cada persona tiene que hacerse la suya a medida”.
Su papá vivía cuando Margaret publicó este libro (murió J. D. en 2010). Quién sabe qué opinó.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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