Preocuparse solo de Donald Trump es un desatino
Hoy miércoles 20 de enero Joe Biden tomará posesión como nuevo Presidente de los Estados Unidos. Acto de la ritualidad estadounidense marcado por los acontecimientos que en días previos han removido el acontecer político del vecino del norte. La toma del capitolio y las manifestaciones públicas y actitudes de Donald Trump siguen siendo analizadas por la opinión pública del mundo entero. Vorágine informativa acompañada por reacciones de todo tipo por parte del establishment de los Estados Unidos. Acciones que conducirán, incluso, a un segundo juicio político de un presidente de la República estadounidense.
No cabe duda que dentro de ese alud de informaciones el asalto al Capitolio, junto con el papel jugado en el mismo por Donald Trump han acumulado el mayor número de análisis. En lo personal, muchas de las interpretaciones no me sorprenden o, mejor dicho, me resultan de poco interés por dos motivos. El primero es porque durante todo el mandato del empresario, convertido en político, se ha puesto énfasis en su figura, por encima de intentar comprender la construcción de sus discursos en función del electorado que le dio la legitimidad para ser Presidente. Existen voces, por supuesto, que perciben la trascendencia de una forma de hacer política que se sustenta más en los gestos y frases contundentes aunque su contenido sea totalmente falso.
El segundo motivo es interpretar la toma del Capitolio como algo inusual, incomprensible en una democracia. En Estados Unidos, como en cualquier lugar del mundo, las manifestaciones públicas que acaban con tomas, en especial, de edificios públicos son bastante comunes, sin tomar en cuenta la ideología de quienes participan en dichos actos. Se loan hechos históricos basados en acciones de ese tipo, pero se cuestionan otros. El problema, repito, no es que ocurriera un suceso de esa naturaleza sino que los manifestantes entraran con la anuencia de quienes custodiaban el edificio. Muy distinta situación se hubiera producido si quienes penetraran hubieran formado parte de grupos de otro posicionamiento político.
Del primer aspecto, y si me remito a los clásicos análisis de Marcel Mauss, habría que preocuparse menos de quien es el elegido, en este caso Donald Trump, sino de la sociedad que le otorga su legitimidad. La clarividencia del sobrino de Emile Durkheim deriva la mirada hacia los estadounidenses que dan voz al discurso de Trump y sus colaboradores, quienes están extendiendo su construcción narrativa por muchos países, sobre todo en Europa. Solo hay que observar el crecimiento de partidos políticos y asociaciones civiles sustentadas en el repudio a un comunismo inexistente, y en una xenofobia en alza por las constantes crisis económicas del actual modelo capitalista.
Los grandes medios de comunicación, dominados por consorcios que comparten buena parte de esas propuestas ideológicas, y la debacle ideológica de los partidos llamados de izquierda y alternativos facilita dar voz, o mirar hacia otro costado, cuando los homónimos del trumpismo lucen su totalitarismo al defender una democracia en la que no creen.
Tras los acontecimientos en Estados Unidos muchas son las voces que se alegran que el gigante del norte sufra aquello que podía ser impensable para la mayor potencia mundial y “ejemplo” del modelo democrático. Realmente el problema no lo tiene ese país sino todo el orbe. “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”, dice el refrán con acierto. Tampoco hay que olvidar las enseñanzas de la historia que, con demasiada reiteración, demuestra que no combatir el totalitarismo vinculado al trumpismo y a movimientos similares lleva a desastres crueles para la humanidad. En tal sentido, Donald Trump puede ser una anécdota si realmente se toma en cuenta lo que él representa y quién otorga su legitimidad, tanto en Estados Unidos como fuera de su país. La concreta amenaza radica en la extensión de un discurso y una forma de entender la política totalmente alejada de las bases liberales que sustentaron el modelo de las democracias parlamentarias. Un modelo atacado por quienes dicen defenderlo y en crisis por su propio enquistamiento e inmovilismo.
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