Los límites entre censura y libertad
Hace un par de días una turba allanó la sede del Congreso de los Estados Unidos con el propósito de impedir la certificación del triunfo de Joe Biden en las pasadas elecciones de noviembre. Por las imágenes que han circulado a través de los medios, se observa una manifestación nada desdeñable de ciudadanos americanos protestando, vandalizándose y literalmente tratando de tomar el edificio del Congreso para impedir que el presidente electo fuese reconocido y continuar el protocolo que lo llevará a la Casa Blanca en unos días.
Sin salir del asombro por la violencia desatada, lo primero que uno puede preguntarse es cómo fue que ocurrió semejante cosa, cuáles son las razones y los orígenes que desataron una inconformidad fuera de control. Sorprende a un más que un país que se precia de democrático y con un sistema de seguridad, ciertamente vulnerado, pero generalmente efectivo, no haya sido capaz de prever estas circunstancias y se haya visto a los ojos del mundo tan frágil para contener la protesta.
En una imagen que está circulando por el mundo se observa a un grupo de manifestantes que intentan traspasar violentamente una puerta que se ha convertido en barricada. Dentro, una mano con unos guantes negros está apuntando con una pistola amenazadoramente a los manifestantes que golpean la puerta y rompen los vidrios. Una mujer que acompaña la protesta intenta ingresar por encima de la barricada y es detenida con un certero disparo casi a quemarropa. Inmediatamente se desploma y cae al piso mortalmente herida. Poco tiempo después se sabe que había sido trasladada a un hospital, pero llegó cuando sus signos vitales resultaban prácticamente nulos. También, se difundió que se trataba de una mujer joven, su edad no rebasaba los 30 años, que prestaba sus servicios en la armada norteamericana, que vivía en California, casada y que era una ferviente partidaria del presidente Donald Trump.
Desde que llegó al poder, incluso antes de asumir el cargo, el presidente Trump siempre se ha caracterizado por sostener discursos incendiarios. Más aún, ha sido particularmente eficaz alimentando el odio y sembrando las semillas para que germinaran las expresiones de supremacía blanca. En estricto sentido, ha hecho gala de un discurso racional que supone una superioridad blanca. Literalmente, ha incendiado la pradera sin recato alguno y ha desafiado todas las formas de institucionalidad políticas. Los mexicanos que viven en aquel país, que son alrededor de 40 millones, pueden certificar el trato discriminatorio que han sufrido en esa administración al ser calificados de violadores, delincuentes y narcotraficantes.
Hace no mucho tiempo, el presidente Trump acudió al Congreso de su país a rendir un informe. Me sorprendió la capacidad ritualista y ceremonial de los políticos americanos. Mi asombro no era tanto por el hecho en sí, sino por el gran parecido con lo que ocurre en México. Después de hacer esperar a los congresistas, Donald Trump hizo su entrada triunfal por el pasillo central del recinto con paso lento y saludando a diestra y siniestra. Antes de tomar la tribuna pasa frente al vicepresidente, Mike Pence, lo saluda de mano; mientras que a la derecha se encuentra la presidenta de la Cámara de representantes, Nancy Pelosi, a quien le deja la mano extendida. La rusticidad del comportamiento del presidente Trump resulta injustificable, como tampoco resulta apropiada la respuesta de la congresista cuando al final del discurso del presidente rompe el documento apenas leído.
No es ninguna novedad que las protestas sean alimentadas por el propio presidente Trump, de manera directa o indirecta, por la rudeza de su comportamiento, el discurso incendiario, las mentiras y la convocatoria expresamente dirigida a sus seguidores para emprender una lucha por un supuesto fraude. Todavía más grave es el hecho que el presidente presionó a funcionarios del gobierno de Georgia para que encontraran los más de 11 mil votos que le faltaban para revertir la tendencia que no le favorecía. Para colmo, un Trump encolerizado que públicamente alegaba haber perdido producto de un supuesto fraude, presionaba a un funcionario estatal para cambiar las cifras que no le otorgaban el triunfo. Así, el presidente perdía toda legitimidad y credibilidad al invocar y proceder con conocimiento de causa a realizar actos criminales a fin de revertir las tendencias y coronar su ambición desmedida de poder.
Para cerrar el cuadro de lo insólito, el presidente de México hace y reitera declaraciones inauditas por el hecho de que, tanto en Twitter, como en Facebook, se hayan suspendido las cuentas de Donald Trump. Me parece muy desafortunado que, so pretexto de la libertad de expresión, el presidente López Obrador pretenda defender a su homólogo norteamericano. Cuando el presidente mexicano alude Goebbels, estratega comunicacional del régimen nazi, que afirmaba que una mentira repetida hasta el cansancio podía convertirse en verdad, supongo que lo hace en sentido crítico, es decir, aceptado eso como una mala práctica. Si los nazis hubiesen triunfado, no solamente hubieran desaparecido los judíos, sino que hoy día no existirían continentes enteros. Ninguna libertad puede estar por encima de cualquier convocatoria que nos conduzca hacia la muerte o al exterminio del otro. Resulta insostenible pretender situar como censura los exabruptos de un gobernante que tiene todos los recursos de poder a su servicio y de los que ha abusado sistemáticamente el presidente de los Estados Unidos de América. ¿Estará pensando el presidente mexicano que todo se vale en las benditas redes sociales? ¿Tiene derecho un gobernante a convocar a una violencia suicida? ¿En aras de qué tipo de libertad resulta sostenible un discurso de odio como el que ha caracterizado al presidente Trump en todos estos fatídicos años en que ha gobernado?
Parece increíble que al presidente Obrador le moleste o, por decirlo de algún modo, le parezca poco apropiado que los magnates de la comunicación instantánea y multidireccional, como quienes controlan y hacen negocios con Twitter o Facebook, hayan procedido suspendiendo las cuentas del presidente Donald Trump, pero no haga señalamiento alguno del uso y, sobre todo, las invocaciones a la violencia, la discriminación y el discurso supremacista a través del cual no solamente ha instigado a sus seguidores, sino que ha encendido la llama de la eliminación de los otros en una sociedad que a estas alturas es una mezcla cultural, donde se debe aprender a vivir en la diferencia. En un escenario de conflictos multiculturales, un discurso incendiario como el del presidente Trump no solamente no ayuda a que las diferencias culturales y de otro tipo se expresen en un ambiente de respeto, sino que estimula el odio por los que no son WASP. Entre empresarios como Mark Zuckerberg, que no parecen tener recato alguno en sus ambiciones, y un gobernante autócrata como lo ha sido Donald Trump, pareciera que el presidente Obrador se siente más cómodo con este último. Ojalá me equivoque porque, de lo contrario, le estaría dando la razón a sus críticos que lo tildan de autoritario y obcecado en el ejercicio del poder.
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