Las erratas no se equivocan
Casa de citas/ 517
Las erratas no se equivocan
Héctor Cortés Mandujano
En su colección Revistas literarias mexicanas modernas, el Fondo de Cultura Económica publicó, en 1980, en un solo volumen, Ulises 1927-1928 y Escala 1930.
Ulises fue, dice la presentación (p. 9), “la revista que Salvador Novo y Xavier Villaurrutia publicaron por espacio de menos de un año entre 1927 y 1928. Seis números…”; a esta publicación se sumaron también Jorge Cuesta, Gilberto Owen y Jaime Torres Bodet, es decir, prácticamente los mismos que formaron el célebre grupo Contemporáneos.
En esta revista, por entregas, fue publicado un famoso libro de viajes de Novo, “Return Ticket”, lleno de gracia y de excelente escritura. Dice este poeta (Ulises # 2, p. 72): “Hoy 27 de marzo de 1927, a las tres de la tarde, conozco el mar. […] Océano, no retiro una sola de las palabras que te he dicho”.
La revista tiene una sección fija, llamada “El curioso impertinente” (título tomado, evidentemente, de El Quijote) donde, en una ensalada de temas, escriben todos. Dice en una de sus entregas y la tomo a propósito del origen y sentido de mi Casa de citas (p. 75): “Otros coleccionen insectos, sonrisas, miradas, timbres de correo o, simplemente, como aquel amigo nuestro, timbres de voz. Yo colecciono frases nuevas. ¡Qué alegría entrar en un libro a pescarlas, la red o el anzuelo en la punta del lápiz!”. Más adelante, en la misma sección, escriben un simpático oxímoron (p. 77): “Las erratas no se equivocan”.
En un texto de Samuel Ramos, leo esto que me parece compartible (Ulises # 3, p. 93): “El espíritu no se convence nunca de que sea él el inventor del mundo, ni que el conocimiento sea una rumiación. Sabe que sólo puede crecer alimentándose de lo extraño”.
Sigue “Return Ticket” en este número y dice Novo (pp. 102-103): “¡Y estas gaviotas antipáticas, precursoras del vuelo sin escalas, a qué horas se volverán a su casa! Ensayo a darles un nombre adecuado, pero no hay uno suficientemente chocante. Parecen tamales desenvueltos, bolillos sin cocer y con alas, águilas de cuarto de dólar”.
Dice Novo en la continuación de su maravilloso libro de viaje que se siente apenado de su cuerpo cuando baja a la alberca y ve los cuerpos jóvenes y bien formados que, además, nadan a la perfección. Se avergüenza y decide ya no mezclarse con ellos (Ulises # 4, p. 158): “cuando mire desde la ventana que ya están nadando las gentes, me pondré mi traje de baño, llenaré la tina y, cerrando los ojos, agitaré en ella los brazos. Siempre he preferido la imaginación a la realidad”.
Gilberto Owen, escribe en “Maravillas de la voluntad” (Ulises # 5, p. 185): “La elegancia, decía Brummel, es pasar inadvertido”.
En “El curioso impertinente” se escribe (Ulises # 6, p. 253): “El escritor vivo de hoy no sólo trabaja, sino que, desdoblándose, se mira trabajar”.
Escala fue dirigida por Celestino Gorostiza, pero los colaboradores de su único número fueron, también, los Contemporáneos.
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Lo compré, creo, en una feria de libro y me costó casi nada. Se llama Dramaturgos norteamericanos modernos (Editorial Limusa-Wiley, 1968), de Jean Gould. Son biografías muy documentadas sobre cómo vivieron y escribieron sus obras varios dramaturgos que, después, se volvieron referencia indiscutible sobre el arte escénico. Son un poco más de veinte (estaban vivos todos en el año de la edición, salvo Eugene O’Neill); dentro de ellos algunos se quedaron en la penumbra y otros son nombres que vienen a la boca cuando hay que hablar de dramaturgos norteamericanos: Tennessee Williams, Arthur Miller, Edward Albee…
He leído en distintos momentos la terrible vida de Eugene O´Neill, pero Gould da varios datos que normalmente escamotean otras biografías. Dice la autora del dramaturgo (p. 112): “Nunca se apartó de su profesión: sólo escribió para el teatro, y escribió solo” y después (p. 115): “Eugene O’Neill murió como había vivido: frustrado y angustiado, presa de la desazón mental y física. A pesar de todos sus esfuerzos, no logró resolver el misterio de la eterna lucha del hombre consigo mismo y con el abrumador Universo”.
La autora agrega algunas dramaturgas; una de ellas, Lillian Hellman, citada en extenso, dice (p. 251): “Lo que sobrevive nada tiene que ver con lo bien hecho o lo mal hecho, ni con palabras del tipo de ‘melodrama’. No me gustan las etiquetas ni los ismos. Escribe uno como escribe, en sus días, según ve uno el mundo. Tan buena es una forma como otra… si uno tiene talento”.
Un estudiante le pregunta a Arthur Miller, ¿cómo debiera ser un crítico? Y éste responde (p. 369): “Pequeño e invisible, sordo y mudo”.
Cuando Gould habla de Edward Albee, dice algo que me llamó la atención, por la idea que ella, y tal vez otras y otros, tienen sobre las historias escritas en español. Dice que escribió algunas cosas en la tradición de la “tragedia española” (p. 390): “Obras macabras, en una de las cuales un cadáver yace descomponiéndose en una habitación mientras al lado se desarrolla una frívola charla”.
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Leo la novela breve Los maduros (Planeta-Joaquín Mortiz, 2002), de Pedro Castera, en la colección Ronda de clásicos mexicanos, dirigida por Antonio Saborit.
El título hace referencia a los mineros que, enfermos, están “maduros”, a punto de podrirse, de reventar, de morir. La novela se publicó originalmente en 1882 y el autor (1846-1906), me llama la atención, “pasó una breve temporada en el hospital para dementes de San Hipólito”.
La historia se centra en el amor de Luis, un minero joven que se vuelve maduro, es decir, condenado a muerte, y Pepa, la Huilota, que se vuelve huérfana y vive en la casa del hombre al que ama, sin que tengan sexo, por la decencia, la prudencia, el modo que se entendía el amor en aquellos años.
Me gusta mucho la cortesía de los viejos novelistas con el lector. Botones de muestra (pp. 24-25): “Hay ciertos hombres que nacen para estar debajo de ciertos animales. Perdóneme el lector, pero no invento, cito”.
Tiene que describir una escena descarnada: Luis se ha quedado ciego y choca con los cadáveres de su madre y algunos de sus hermanos que han muerto por la peste (p. 61): “Como soñador, soy el primero que sufro cuando el realismo me obliga a describir escenas que no quisiera ni pensar; refiero lo que me ha sido referido, no invento, copio; no hay en esto fantasía, hay realidad profunda”.
Es sincero, escribe y se critica (p. 64): “Ver casi reemplaza a pensar. Esta idea me parece de Honorato de Balzac. Disgústame robarme las ideas de otro… conscientemente. A cada uno lo suyo”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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